rosario

Martes, 16 de agosto de 2011

CONTRATAPA

Carta desesperada a un número nueve

 Por Víctor Maini

Mario Alfredo Amaiberá:

Sabía que alguna vez la computadora me iba a dar una satisfacción, encontrarte, poderte escribir después de cuarenta años, me alegro que estés vivo, porque yo por lo pronto estoy muerto en vida.

Te escribo acorralado por la desesperación y la angustia, acabo de salir del médico, un clínico que con unas radiografías y unos análisis en la mano como prueba final, haciendo unos garabatos en un papel, escupiendo palabras como articulaciones, artritis, arterias, colesterol, hipertensión me dijo como si nada que debía dejar de jugar al fútbol, así como lo leés, y además me aconsejaba que no dejara de hacer una actividad física moderada, para mantener un físico sano.

Primero traté de negociar, le dije que dejaba la sal, el faso, el alcohol, pero el punto me paró en seco, "No, usted no me entiende, olvídese de la pelotita, mi amigo". Traté de contenerme, pero igual se me salió la cadena, lo traté de gordito gilún, dudé de su hombría y de su infancia, ataqué la medicina que representaba o lo poco que sabía de ella, que si habían inventado el Viagra cómo no iban a tener una pastilla para que el hombre pueda seguir jugando al fútbol hasta el último día de su vida o mejor aún morir jugando al fútbol. En fin no recuerdo todo lo que le dije, se me hacen como lagunas sabés, pero se ve que grité mucho porque dos enfermeros me acompañaron hasta la puerta del Centenario y me pidieron que no vuelva, el más alto irónicamente me sugirió que la próxima entre por calle Suipacha.

Me niego terminantemente a ir a un gimnasio, tener una rutina, nadar en una pecera, no me interesa y nunca me interesó hacer deporte, tener una disciplina para distraerme y mucho menos divertirme, yo sólo quiero jugar a la pelota como toda mi vida lo hice, desde la cuna, si vos sabés, si soportábamos la escuela porque sabíamos que hacíamos banco durante una hora pero en los recreos entrábamos los diez minutos y en el recreo largo jugábamos quince, y después cuando ganábamos la libertad era jugar y jugar, en la calles, en la canchita de Racing, desafíos, torneos a la bolsa, lo que viniera. Los días de mucha lluvia o de injustas penitencias manejaba la ansiedad jugando con los botones en el piso y relatando como Fioravanti partidos con finales increíbles, pero sabía que al otro día estaba corriendo tras la redonda de nuevo.

La única vez que hice un parate prolongado fue por culpa de la Marisa, la hija de la Toti, la quiosquera de calle San Luis y Crespo, vos te debés acordar, era la piba más linda del barrio, pero era insoportable porque no paraba de hablar y cuando lo hacía era para dejar paso a una risa idiota con ruido a visagra de puerta con poco aceite. La abuela que venía del medio del campo y había criado a varios hijos y nietos, aseguraba que estaba embrujada y que se debía a que había dormido debajo de la higuera justo la noche que ésta había dado las flores.

No sé si era cierto, pero yo había descubierto que cuando jugaba a la estatua o en la rayuela llegaba al diez o cielo y tenía prohibido hablar, su belleza llegaba al máximo esplendor, era como si brillara, Mario, te lo juro, por eso me pasaba las tardes jugando y dejándome ganar tiro tras tiro a la rayuela sólo para verla llegar al cielo, parecía una virgen de esas que había en la San Miguel, hacía todos los movimientos en cámara lenta y yo sentado en el umbral del kiosco disfrutaba de ese momento efímero, tan efímero y mágico como la flor de la higuera, y creo que también yo fui embrujado por su belleza, porque no me importó que me trataran por lo menos de raro, me tiraran limonazos desde la vereda de enfrente y me dejaran de pasar a buscar para jugar a la pelota.

Creo que fue la única vez que me alejé del fútbol, pero ahora es distinto, no tengo opción, no quiero mirarme tres partidos al hilo por tv, auspiciado por el ácido úrico de los salamines y fiambres que consumo, no quiero saber de la vida de ningún jugador ni leer declaraciones estúpidas, tampoco me tienta descargar toda esta ira en las tribunas.

Te aclaro que he salido a caminar por el barrio pero sólo con el objeto de cruzar las veredas y antes de llegar a la otra acera pegarle con tres dedos a alguna piedrita que esté sobre el asfalto y hacerla entrar lo más cerca del poste que marcan los adoquines que forman el cordón, y cuando le pego muy abajo y se me va arriba del "travesaño" me vuelvo al medio de la calle y lo intento de nuevo.

Me compré un metegol de esos Estadio, te acordás, invitaba a jugar a los pibes del barrio, pero los guachos no saben jugar, no entienden el juego, y eso que le ponen técnico desde los cuatro años, y mirá que me cansé de explicarles: "Remolino no vale, no﷓va﷓le".

Hasta que el Rulo, el más atrevido de todos, me gritó: "Dale viejo loco, dejá de hablar y tirá la pelota".

Es lo último que me acuerdo, ya te dije, se me hacen lagunas, estoy seguro que no le pegué con la mano cerrada, pero igual le bajé dos dientes, fui en cana y todavía cada tanto tengo que ir a Tribunales, pero lo peor de todo es que al metegol no se puede jugar solo.

También te confieso que a veces tomo el 107 a una hora pico y me coloco en el medio del colectivo como esperando un corner, adivinando por los movimientos y por las miradas quién está próximo a levantarse, como cuando adivinaba a dónde iba a caer la pelota, y cuando el asiento queda libre acomodo el cuerpo, sin hacer foul, sin usar los codos, entre los pasajeros, como cuando a le ganaba la posición a mi marcador y me siento, para enseguida levantarme y seguir jugando hasta que se vacíe el colectivo.

Pero no hay caso Mario, no hay nada como sentir la pelota en el pie, pisarla, descargar en un compañero, picar al vacío, llevarla atada, frenar para poder picar corto, hacer una diagonal, pararla con el pecho en el aire, como volando, ¿sabés hasta lo que extraño?, hasta una patada de un marcador aguerrido que llegue a destiempo que busque la pelota donde ya no está y me haga caer al piso y poder sentir ese olor a pasto y tierra mojada y ver el mundo desde abajo. Hasta eso extraño Mario.

Lo más parecido es cuando sueño, siempre el mismo sueño, estoy sobre la derecha del ataque, recibo el pase desde la izquierda, a la altura de la cabeza, salto, la paro de pecho, y antes de que pique, el éxtasis, siento la pelota en el empeine de mi pie izquierdo, te juro que la siento, y también siento los gritos de mi mujer que me despierta porque dice que la pateo, podés creer, me despierta, dice que son pesadillas, yo sé que las mujeres te venden sueños con una mano mientras te rompen los tuyos con la otra. Pero este sueño no, por lo que hace un tiempo estoy durmiendo en el comedor y aunque me tomo unas pepas que me hacen dormir hasta el mediodía no hay caso, no puedo retomar mi sueño.

Me dicen que tengo que ir a un psiquiatra antes que a un fisiatra, pero los psicólogos que saben de fútbol, Mario, aunque dicen que los freudianos son los que más a favor de la creación y de la improvisación están, que los lacanianos son más bielsistas y bilardistas, pero vaya uno a saber, yo por las dudas no voy.

Por todo esto y por saber que a pesar de ser un jugador sanguíneo y temperamental como yo siempre fuiste mucho más inteligente, basta recordar cómo definías, y la tranquilidad y frialdad que tenías al pisar el área, vos fuiste un Rojitas o un Oberti para mí. Cuando te habilitaba, sabías que no me la ibas a devolver, seguía la jugada por si algún rebote, o como un espectador privilegiado, me gustaba ver tus movimientos, tus gestos, tus amagues, tu rostro sin rictus alguno, feliz, pruebas irrefutables de una inteligencia superior. A esa inteligencia me dirijo, quizás como una de las últimas cartas que tengo antes de perder la razón del todo, para que me expliques cómo tengo que resolver esta jugada en que la parca, jugando de arquero, me sale a achicar el arco de la vida.

Un abrazo.

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