rosario

Viernes, 28 de abril de 2006

CONTRATAPA

Una de animales

 Por Beatriz Suárez *

Mi abuelo Tato criaba pájaros. Lo hacía entre la orilla de su librería y lo que le dejaba de tiempo la apicultura, más atender las angustias de mi abuela, rallarle zanahorias, pagarle al sodero y buscar el Clarín.

En los ratos libres se dedicaba a sus múltiples especies a las que alimentaba con mijo, agua del bombeador y destellos de tranquilidad. Lavaba las chapas inferiores de las jaulas con un cepillo que hacía tormenta en el patio, molía huevo para que los canarios se volvieran más amarillos que el sol en la terraza de su risa. Preparaba nidos cuando las canarias iban empollar, luego tenían unas esferas mínimas desde las cuales nacían pichones vivarachos para que el fantasma gris de mi Tato dejara atrás ciertos dolores y su mirada pasara de lija a terciopelo.

Tenía Calandrias, Pechito colorados, Cabecita negras, Jilgueros. Nunca cotorras. Le habían traído un Tordo del norte que con el tiempo pareció hablar. El se levantaba de la siesta y al abrir la puerta hacia la galería el pájaro negro brillante decía: Gaspari.

(Nunca alcancé a deletrear nuestro apellido en esa Babel de zoología, para mí era un trino alegre por suponer que le darían Colsa o Vitosan pero su dueño aclaraba que el tordo había aprendido y le decíamos que sí porque entonces él se volvía confusamente sano).

Atenderlos era una oración y entenderlos (con su lenguaje de libertad muchas veces cuestionada) una alegría diaria desprovista de toda opacidad o llena de abundancia.

Buscaba hembras anaranjadas en Buenos Aires y se hacía traer con el comisionista machos del mismo color para intentar cruzas empíricas en las cajas arrugadas de su pasatiempo haciendo que la siesta le permitiera llegar al horizonte con una extraña versión de la imaginación mediada por a las infinitas.

Que criaba pájaros y el soberano ahínco con que lo hacía era de público conocimiento, todos nos entregábamos a sus Zorzales y veíamos en ese hacer los castillos de mi abuelo con zeta. Parte de su profecía.

Cuando llegaba el invierno guardaba las jaulas de las canarias en el garage que daba a la calle cosa de que el desove no fuera a arruinarse por las bajas temperaturas de aquellas épocas. Tiempos en que el invierno era algo.

Había ganado River Plate un campeonato y se hacía una fiesta en el salón aledaño a casa. Terminó a la madrugada y cayó una helada. Tres muchachos quizás borrachos de tanto rojo y blanco (como los cardenales de este viejo coleccionista) ingresaron al garage, abrieron las jaulas y desplumaron vivas a las hembras.

Nadie sintió nada. Ni nosotros el ingreso fatal ni ellos algo por los animales pero fue vox populi que las habían torturado sacándoles uno a uno los extremos suaves del cuerpo jugueteando y soplando los restos con una maldad exquisita y opulenta en el vaivén trágico de la última noche de algarabía de mi abuelo.

A la mañana mi Tata lloraba firme junto a una vejez de pocas horas tal vez el final de sus creencias o el crimen. Las canarias estaban muertas. Lo peor era pensar que había sido de miedo.

Mi abuelo radicó la denuncia policial y hubo gente que se reía, el padre de uno de los muchachos grises fue a hablar para pedirle que levantara la denuncia cosa que el hijo no llevara una carga judicial por tan poca cosa.

Mi abuela al escucharlo tomó el plumero y se lo partió en la cabeza.

Nunca retiraron los cargos.

Pero en el barrio se hizo duelo, los vecinos de ley, mis tíos mayúsculos, la señora que limpiaba la casa abrazaba a estos criadores verdaderos y mis abuelos se habían convertido en arruga u hoja lisa por los pájaros aquellos y el homicidio de la noche plena en aquél campeonato de cobardes.

Se barrieron las plumas y la tierra siguió redonda.

Mi hermana, mi mamá y yo queríamos un milagro para redactar al Tato nuevamente. Había que hacerlo hoja por hoja.

No puedo dejar de pensar en aquella vez y en descubrir lo que es una bestia, la música odiosa de una tortura, la caza insólita de la alegría de los viejos, mi propia confianza.

Ah! Y aquél día del animal.

Las canarias se fueron, y mi abuelo. Los sigo esperando desde entonces con una amor y una pluma. Mi pluma.

Una pluma y un amor para batir de pronto la injusticia, las pequeñísimas irregularidades de los hombres.

Esos animales. Esos animales locos.

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