Martes, 4 de septiembre de 2012 | Hoy
Por Javier Chiabrando
El pesimismo debe ser un buen negocio, sino no se explica que tenga tantos voceros y alcahuetes. Basta prender la televisión, la radio o abrir un diario para encontrar vaticinios de tsunamis y epidemia de juanetes a rolete. Luego están los que escuchan esos pronósticos y se vuelven lenguaraces del pesimismo o pesimistas vocacionales, que no van prendidos en el negocio pero que ayudan a otros a que los hagan. Son los que sienten miedo de cualquier cosa y no soportan que otros no se vean tan débiles como ellos. Entonces harán de ese miedo un culto que desparramarán en velorios, peluquerías y burdeles. Yo debo confesar que soy un optimista. No me creo que vayamos hacia un abismo o que enfrente haya un iceberg como el que tumbó al Titanic. Y tampoco creo que el mundo hoy sea peor que el de antes.
Claro, pensándolo mejor, en la Argentina de hoy se viven catástrofes a cada paso: se hace difícil conseguir dólares, la rúcula aumenta a medida que uno recorre verdulerías y la AFIP no deja que los equipos de fútbol refuercen sus filas apelando al nunca bien ponderado sistema de declarar clubes fantasmas y vender gente como si fueran vacas. Esas son tragedias, y no las tonterías que sucedían apenas treinta años atrás, cuando te mataban por leer un libro, y quizá te torturaban antes, si es que no te sacaban un hijo de las entrañas a los cuchillazos y lo vendían en el mercado; y no olvidemos corridas cambiarias y corralitos. Eso, al lado de no poder comprar dólares, son cosas de un memorioso peor que Funes, que vive en el pasado como si en el presente no hubiera ya demasiados problemas.
¿Y el mundo, qué me dice del mundo? Que los bancos de media Europa se estén yendo al bombo, ese sí es un problema que hace opacar aquella bucólica época en la que te gaseaban en un horno por tener la nariz grande. Eso se solucionaba con una operación de nariz, y en casos ni eso, con maquillaje era suficiente. O con rajar, cualquier judío podía tomarse un crucero de lujo y refugiarse en América; pero, ¿pueden acaso rajar los banqueros sin dejar detrás dinero, oro y amantes que reunieron con esfuerzo propio y rotura de culos ajenos?
Igual soy optimista. Si el paro del subte de Buenos Aires dejó a un millón de personas de a pie, yo no puedo dejar de alegrarme por los treinta y nueve millones que no sufrimos el problema. Estadísticamente, mi pensamiento es inobjetable. La ruptura de la CGT y la proliferación de centrales sindicales me permite elegir a mi líder (y no es que yo sea lo que se dice un trabajador) por la forma como habla, por su decencia, e incluso por el color de su piel. Es más, puedo elegir uno para que encabece mis luchas sindicales, otro para que administre la obra social que me va a pagar el peluquín, y otro para putear.
Y si la carne aumenta, dejo de comer y menos chances tengo de sufrir colesterol. Incluso me alegro que tantos argentinos hayan olvidado por un rato tanta tecnología y tuiteos y hayan vuelto a practicar los inocentes juegos tracción a sangre conocidos como el gataflorismo y el perro del hortelano.
Gata Flora es aquel al que no hay kamasutra que le venga bien. Se juega así: si ayer usted se quejó de que no se reinserta a los delincuentes en la sociedad y salgan libres siendo las mismas bestias que cuando entraron, hoy puede quejarse de que los mandan a talleres de teatro y música como si fueran señoritas de buena familia a las que hay que encontrarles partido. Se puede mostrar síndrome de abstinencia de kamasutra cuando se rifan los recursos del Estado y también cuando se recuperan; también porque Argentina está aislada del resto del mundo y luego porque la presidenta viaja demasiado a Nueva York a entrevistar líderes.
El perro del hortelano es otro juego con muchos adeptos. Es un perro que no se come las verduras de la huerta (porque no come verduras), ni deja que otros la coman (no sabe bien por qué, pero es su tarea). Acá tenemos una clase política que no hace política porque no sabe hacerla, pero no acepta que otros la hagan. O un intendente que no gestiona pero que se queja de las gestiones de los otros.
En el siglo XVIII hubo una gran polémica sobre el optimismo. Es más, creo que allí mismo nació el optimismo. Antes el mundo estaba desbordado de gente con cara de culo y olor a tercer tiempo de un partido jugado un año antes. La polémica fue entre Leibniz y Voltaire. Leibniz decía que "todo sucede para bien en este, el mejor de los mundos posibles" e "indudablemente Dios siempre elige lo mejor". Lamentablemente para él, en 1755 hubo en terremoto en Lisboa que mató media ciudad. Voltaire se burló de sus ideas en la novela Cándido o el optimismo. Supongo que todo depende de en qué lugar está uno y desde dónde mire las cosas, incluido las tragedias. Si uno vivía en Lisboa en esos días, era difícil ser optimista. Pero si uno vivía en Roma, la sola idea de que el terremoto había sucedido lejos, bastaba para ser optimista, o al menos para no ser pesimista. Y que la tragedia haya sucedido refuerza el optimismo de los que no la sufrieron, porque una cosa tan espectacular difícilmente se repita en términos semejantes: mismo siglo, otra ciudad capital, mismo continente. Por eso, si uno está en guerra, lo mejor para protegerse es meterse en el pozo de la bomba que explotó un rato antes.
No descarto que esa sea la verdadera batalla a diario entre argentinos, más que una batalla de ideas políticas o cosas así de incomprensibles. La batalla nuestra de cada día es entre el optimismo y el pesimismo, o entre optimistas y pesimistas. Eso explica casi todo. Eso explica que haya dos países tan diferentes, porque si los optimistas nos alegramos de las reformas de los códigos civil y penal, los pesimistas dirán que es para que los reformadores no vayan presos; si a algunos nos enorgullece ver a la presidenta sentada al lado de un premio Nobel de economía (y no para pagar deudas sino para conferenciar), los pesimistas dirán que seguro que al economista le pagaron una fortuna; si nosotros nos alegramos que se hayan construido más de 1500 escuelas, los pesimistas darán por seguro que cada una resultó un negociado.
Supongo que además de importar el lugar desde donde se mira, importa de dónde uno viene y qué tanto está dispuesto a respetar la tradición que integra. Yo creo que los pesimistas de este país, lo que yo llamaría ahora Pesimistas Eurocéntricos, siguen atados a una fatalidad europea que hoy se ve claramente en las noticias, en sus escritores (de eso algo sé; de lo otro toco de oído) que escriben casi exclusivamente historias que comienzan mal para terminar peor; y en sus pensadores, que imaginan una Europa de cómic, musulmana, con desocupación y mestizaje inevitable (los europeos puros ya ni siquiera tienen hijos). Ese pesimismo eurocéntrico se trasladó acá con nuestros abuelos, siempre tan dispuestos a vaticinar granizos y cosechas perdidas; y termina en los hombres de campo a los que le cuesta reconocer que les va bien como si esa felicidad fuera un insulto a su pesimismo y a esa tradición.
Claro, nuestros abuelos huían de dos guerras, y ese pesimismo era razonable. Ahora cabe la pregunta: ¿es en esas guerras donde desaparece para siempre el optimismo de Leibniz? Seguramente. De la misma manera que los artistas abandonaban el concepto de la belleza clásica para ir en busca de otras expresiones (cubistas, dadaístas, surrealistas), los hombres abandonaban la idea del optimismo (también la idea de ese Dios de Leibniz, si es que aún existía; quizá ese Dios murió en esas trincheras) y se hundían en el pesimismo que nosotros heredamos a nuestro pesar y que muchos respetan como si fuera el verdadero legado de nuestros ancestros. Es allí cuando los europeos abandonaron para siempre al hombre a su destino de individuo sujeto a las fuerzas de la naturaleza, incluido el hombre. O sea: arreglate solo, Carlitos.
Los optimistas como yo, en cambio, practicamos lo que bien se podría llamar un Optimismo Delirante, con algo de realismo mágico. Es decir que seríamos, en ese sentido, más latinoamericanos, más atentos a los avatares de una tierra pródiga, sea en riquezas como en excentricidades. Por eso podemos imaginar un futuro donde Latinoamérica deja de ser devastada para volverse una región próspera de la que sus hijos no deban huir. Sé que para un escritor hablar de la felicidad, de los pajaritos que cantan y del sol que sale es un tanto indigno, pero mi optimismo a veces me supera. No sé si esta forma de verlo suena muy lógica, pero no me diga que no dan ganas de creerlo.
Yo soy tan optimista, que hasta me alegra el pesimismo de los voceros y los lenguaraces, porque gracias a ellos sabemos que estamos navegando en el Titanic y por lo tanto sabemos que no tenemos que arrimarnos a ningún iceberg. Ahora, cuáles son los icebergs posibles: ¿el poder mediático, el FMI, el poder económico, el optimismo, los titiriteros del pasado, el miedo? ¿O el iceberg son ellos mismos?
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