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Viernes, 15 de febrero de 2013

CONTRATAPA

Diario de viaje: Otros trópicos

 Por Beatriz Actis

"¿Y usted quiere llevarme, distante, a las ciudades?/ Despacio. Todo, para mí, es viaje de vuelta?" Joao Guimaraes Rosa, Contraperiplo

Panamá. Un yate lujoso, obsceno, con bandera de alguna isla antillana, esperaba el cruce del Canal. Se llenaba de agua una de las esclusas, otra se vaciaba; se cerraba una compuerta de acero, otra se abría. Observábamos desde el balcón el mecanismo sincronizado del Canal cuando alguien (un guía improvisado) dijo: "El material excavado en el Canal sería suficiente para construir una réplica de la Gran Muralla China desde San Francisco hasta Nueva York", y a nadie interesó demasiado el dato o la hipótesis. Espiamos desde arriba, desde la terraza﷓balcón del edificio en el que estábamos, la vida secreta, interior de cada barco, las ventanitas iluminadas detrás de las que podían adivinarse las siluetas de los tripulantes, algunas en reposo, otras en movimiento. Poco después, más lejos, vimos amanecer sobre uno de los océanos (un poco mítico, un poco sucio) que permitía unir el canal. Nunca dejaremos de estar cercados por las corrientes y las olas --pensábamos--, nunca dejará de ser febrero aunque nos estemos muriendo de pavor.

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Hay garzas frente al Palacio de los Presidentes, en una callecita de la Ciudad Vieja.

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Volvíamos de regreso por el Boulevard de El Cafetal, el Pacífico se había mostrado violento y cálido en aquellas horas primeras de la tarde; empezaba a oscurecer cuando llegamos a destino bajo un poco de luna: un círculo iluminado muy pequeño en la noche, entre volcanes. ¿Todo es posible cuando la noche revela su sombra, cuando algo aún más claro que la luna se vislumbra entre el follaje oculto? Entre gritos nocturnos y músicas lejanas, los perros del Pacífico aullaban en ronda ladrándose en cadena, unos a otros. El mundo parecía estar por debajo de nuestras fuerzas. Debimos habernos quedados dormidos sin darnos cuenta porque lo último que recuerdo de aquellas horas es la silueta de una lagartija pequeña escondiéndose, veloz, detrás del marco de la puerta.

***

Colombia. Un niño que vive no aquí, a orillas del mar, sino en el estero aislado en el centro mismo de los llanos, siente miedo, un miedo inexplicable por el agua. Por eso se pasa todo el día y la noche en un rincón, y el agua es sin embargo lo único que conoce, el precario equilibrio, el lugar en que se alimentan los que tienen hambre y para él, en cambio, el agua es un oscuro crepúsculo o es una trampa.

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Lógica de la noche sobre la ciudad sin luna. Cielos condenados a desaparecer cuando doblamos una esquina en la ciudad amurallada (una esquina en cada noche, geranios y santarritas cuelgan desde los balcones, el mar derrumbado a nuestras espaldas).

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"Estará lloviendo duro en Cartagena, ¿sabes? Allá en el norte", dice el barquero mientras el barco se aleja de la isla, y la isla sin turistas es una gran escenografía sola. Los últimos vendedores que habitan en los pueblos de su interior, a dos horas de la costa, a dos horas de lenta y cotidiana caminata por los intrincados senderitos de la selva, cruzan la parte baja de la playa, caminan en el mar hacia los atajos que los llevarán de regreso hasta sus casas (oigo que más allá de las selvas hay otras selvas). Se alejan sus pequeñas figuras esmirriadas en la tarde oscura, y el mar parece una mentira.

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Por la Calle del Colegio, del Manantial, de la Aurora Vieja gritan ante los turistas: "Esmeraldas baratas" como si se tratara de una fruta, de una venta de mercado. Un hombre de la ciudad (no un extranjero) pasa y saluda a otros dos que están parados en la esquina: "¿Cómo están?". Los dos responden casi al mismo tiempo: "Vivos".

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