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Miércoles, 12 de junio de 2013

CONTRATAPA

La vida está en otra parte

 Por Jorge Morales Aimar

Miramos por la ventana y vemos los reflejos de un otoño inconstante y disperso. Pensamos que alguna vez fuimos desmesuradamente modernos; pero por (más de) una razón ya no lo somos. Tempranamente, la batalla cultural de la ilustración logró conformar una modernidad universal, con el soporte de la tecnociencia, el positivismo y, desde luego, el liberalismo económico.

A partir de esos supuestos, el individuo debía adaptar sus deseos a un mundo homogéneo, perfectamente calculable. Ese largo y sólido reinado fue sacudido por dos fuerzas antagónicas pero, en su momento, sumamente eficaces. De hecho, la gran guerra de 1914 generó inéditas constelaciones políticas, económicas y especialmente culturales.

En Alemania se desataron energías desconocidas, y a través de distintos autores -especialmente Ernst Junger- y publicaciones varias cristalizaron dos figuras aparentemente dicotómicas: el romanticismo y la técnica industrial moderna. El nazismo tomó en cuenta esa operación -el llamado romanticismo de acero es esencialmente anticapitalista- y la trasladó según sus propias conveniencias a duros esquemas de dominación, desatando el mayor choque bélico de la historia.

En parte derivada de esa misma guerra, la revolución bolchevique perimetró de otra manera los entramados culturales, con estéticas vanguardistas y experiencias sociales sumamente ricas que en 1929 José Stalin clausuró, quizá en forma definitiva.

La estética del "realismo socialista" -expresión acuñada por Gorki que el líder soviético captó en el aire e hizo circular rápidamente- logró imponerse bajo un áspero entablado burocrático﷓policial, que impedía cualquier desviacionismo hacia la abstracción o la experimentación creativa. En Vida y Destino, Vasili Grossman subrayó con énfasis las dificultades para sobrevivir incluso de los físicos teóricos, y en general de cualquiera que desafiara al régimen con influencias occidentales.

Después de 1945, la puja entre Estados Unidos y la Unión Soviética se tensionó constantemente, no solo por la competencia armamentística, espacial y territorial, sino también cultural.

Aquellos, además del anticomunismo macartista, apoyaron al mismo tiempo el guión fordista y el arte abstracto, a tal punto que, según es fama, el mismo Pollock fue subvencionado por la CIA para sus estrategias artísticas. Se desagregaban así del modernismo -reaccionario- y a la vez enfrentaban al realismo socialista, con el fin de publicitar la democracia y la libertad de expresión.

Este arte -autónomo- y la emergencia posterior de vastos movimientos político-juveniles -especialmente el mayo francés y la oposición a la guerra de Vietnam- más el efecto crucial de la crisis del petróleo abrieron otras puertas: el hombre y sus deseos, la necesidad de "subjetivarse" libremente y el fin de la homegeneidad cultural y económica. Fue la muerte de la cadena de montaje pero también del empleo masivo e, inesperadamente, de las coordenadas soviéticas.

Sobre estos andamios posmodernos se estableció el neoliberalismo, que tal vez sea menos una propuesta económica que cultural. Si Marx sostuvo que la burguesía aniquiló el lento tráfico de honores y lealtades feudales, después de los setenta fue también la burguesía la que trastocó todos los registros conocidos -que esa misma clase había creado, después de la crisis de Wall Street- y desplegó innovadoras y desiguales configuraciones arquitectónicas, simbólicas y económicas, que dieron otras luces (y otras sombras) a la vida urbana.

Por eso nosotros, los de entonces, ya no somos los mismos.

A veces nos parecemos un poco a Lovecraft quien, al abandonar su Providence natal, conoció una Nueva York de extrañas dinámicas para desdeñar, no sin horror e incomprensión, la invasión de inmigrantes, hombres sin -cultura- ni memoria que, vociferantes y desprolijos, peleaban por ganarse la vida.

Aquel malogrado viaje del escritor se ha vuelto nuestra propia metáfora, mirador abierto a un mundo cambiante, radical y sobre todo inseguro.

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