Sábado, 31 de agosto de 2013 | Hoy
Por Miriam Cairo
Bebe el café lentamente, azulmente, asfixiadamente. Frente a ella estoy yo, su Demonio. Al otro lado está El, su Dios. Yo, invisible. El, al teléfono.
Ciertamente, tiene un nombre.
Un domicilio.
Un empleo.
Una fecha de nacimiento. Y una fecha de defunción.
Ella lee lo que lee y hace lo que hace.
Yo me corro del núcleo de su destino y ella le dedica mohines a Dios. Dios se babea caninamente y ella cierra el libro. Olvida pagar deletreadamente, corporalmente, químicamente y sale a paso agigantado del bar. Se acomoda el cabello. Coloca una mano en el bolsillo. Cruza calle San Lorenzo nocturnamente. Suena el teléfono dentro de la cartera. Hunde la mano. Tantea. Encuentra cosas que creía perdidas. Se distrae. Se maravilla. Las vuelve a perder. Sigue tanteando. Da con el celular. Atiende desiertamente. Responde monosílabos verdinegros. Los granos de arena no saben de qué hablar. Llega a la parada de colectivo y corta quirúrgicamente.
Recuerda que no pagó el café y vuelve sobre sus pasos. Marcha a ras del suelo como cualquier criatura. Mira el reloj como cualquier persona. Cruza la calle como cualquier peatón. Entra en el bar como cualquier deudora. Paga el café como cualquier fantasma. Dos o tres veces al día resplandece angelicalmente, arboladamente, en cámara lenta bajo clamor.
Soy yo quien la columpia. Ella le agradece a Dios. Yo le cierro los ojos por las noches, ella cree que es el sueño. La despierto por las mañanas, ella cree que es el amanecer. Yo, que alguna vez la llevé en auto al Ideal, que le di de beber chorros celestiales de mi propia estrella, que le conté la leyenda de Madame Safó y los marinos, que inventé la historia de los amantes que jamás existieron, ahora no soy más que algo resbaloso que se enreda en su sombra, temblando de motricidad suspensa. Mendigo de su memoria.
Ajeno de sus recuerdos. Desterrado de su sistema de cicatrización.
El teléfono vuelve a sonar. Parece que su afán consiste en una contemplación indefinible del abismo: mira la cartera, ese pozo infernal. Podría haber caído si yo no la hubiera retenido. Me ignora. No sabe que estoy yo para salvarla siempre. No responde. Mira hacia adelante como miraría un perro ciego. Algo emerge de una oscuridad amarilla. Es la 102 Negra. Ella sube urbanamente. Llega a la cima de las tormentas. Se lleva la mano al pecho, el lugar de donde yo he desaparecido. Su olvido de mí asciende como un fuego frágil. Le desacomodo graciosamente el flequillo, ella cree que es el aire. Desciende. Desciendo. Mira hacia atrás. Los fantasmas la persiguen. Ella cree que son perros callejeros. Entra en su casa.
Entro. Suena el teléfono. Es Dios. El pacato. Se tira en la cama para responderle largamente. Me acuesto al lado de ella. Soy su mano. Soy un cuerpo aniquilado por la noche o por ese otro amor. Muevo su mano hechiceramente. No habrá Dios que haga lo que yo hago. Su cuerpo responde. Habla boludeces con el que se santigua. Su mano es toda mi existencia. Su mano hace circulitos de amor. Un amorcito redondo, redondito en la membrana del alma. ¿Qué dirá el imbécil? ¿Qué sabrá del espejismo de piel viva, del tirón de las mucosas, del óleo cenagoso?
Yo que tensé sus poros como cuerdas de arpa. Yo que le hice sonar su mejor música. Aquí estoy, sin magia, tratando de levantarme del polvo, urgido por la necesidad de hacer algo. Gira mágicamente.
Boca abajo. La mano sigue estando donde está. ¿Qué dice el pávido? ¿Tan larga, o tan ancha, o tan movediza? Nada que ver. Se hace el bueno. No sabe que el recuerdo está lleno de desmayos, de pérdidas de conocimiento, de cuartitos de hoteles, de jabones horribles, de grietas. Ella vuelve a girar abrumadoramente. Remolino, remolino, remolino. Rodando va, de círculo en círculo. Cada vez más cerca. Cada vez más única. Cada vez más mía.
El tipo habla. Lo que Dios dice va por la derecha y lo que en ella alumbra viene por la izquierda. Más. Más. Más. Llega al séptimo círculo de mi séptimo infierno. Me recuerda. Me reconoce. Me implosiona. La sofoco. La subvierto. La amancebo. A Dios no le entra en la cabeza. Ni en las manos. Ni en la eyaculación. El infeliz pregunta, pregunta, pregunta santulonamente. Y ella calla, calla, calla, endemoniadamente. Tanto tiempo, tanto tiempo amor, digo, desde su memoria. Y el pobre Dios se cree dueño de algo que me debe orgásmicamente.
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