rosario

Jueves, 6 de julio de 2006

CONTRATAPA

RÉMORAS

 Por Jorge Isaías *

En ocasiones los tiempos fueron altos, libres de suciedades, de manchas flotando como un lento magma oscuro, imperiosos en su presencia, opresivos en su obcecación y permanencia.

Pero en otras, prisionero uno de franquezas, el cielo supo ser inmenso, altísimo sin una nube negra, que navegara en él, obstruyendo ese celeste líquido que nos hace creer por un momento que la palabra "perfección" no reside sólo en un diccionario polvoriento y olvidado.

Son los momentos en que el ánimo está quieto, "en paz de Dios" dicen los religiosos o en tranquilidad austera como diría un agnóstico y es justo tenerlo en cuenta aquí.

Son momentos plenos, y si nos fuera dado exagerar, diríamos: "extático", con la respiración templada, el alma limpia como un niño que no conoce aún la maldad, que nunca la ha visto de cerca, porque, ¿quién es el miserable que no concuerda que un niño lo merece todo?. Todo, es decir la ilusión, los sueños y la esperanza, aunque a poco de observar el mundo uno nota que los hechos son siempre diferentes, los responsables, más bien el pensamiento hipócrita que dicta leyes justas para que nunca sean cumplidas, esa especie de justicia teórica que nos ensucia ante la Historia.

Y otra vez fue el canto ronco de los gallos, ascendiendo el hueco grisalba de la luz evanescente, cuando el pueblo era un gran lagarto dormido sobre el pasto.

Tal vez primero fuera uno, solitario en el desierto del amanecer, cuando el paso del sueño a la vigilia es un hilo tan delgado que se torna irrelevante, luego son dos o tres y luego se vuelve un desconcertante contrapunto ubicuo e incontable que rasga el amanecer como si fuera una tela frágil, invisible como una capa transparente de cebolla.

Cuando aparezca el sol, el canto de los gallos será mero recuerdo, como un sueño que en la vigilia ya olvidamos.

Después empiezan las torcazas, zureando al día caluroso que vendrá, las torcazas que aprovechan ese primer silencio en la hora prima cuando callaron las cigarras, y cuando llega el grito cerril, estridente y casi odioso de la "pirincha" que corta el aire con su látigo áspero, inesperado en esa lava quieta de aceite que se viene sobre el pueblo y que empieza a moverse como un inmenso animal que sale de su letargo y se incorpora poniendo sus músculos, de a poco, en movimiento.

El silencio entonces, esa gran caja protectora que en grandes bloques se posa como una mancha, como una campana al abrigo de las estridencias, comenzará a crujir de a poco cuando la actividad comience tranquila, rutinaria, pero inexorable inficionando hasta aquel monte de sauces añosos que dan sombra protectora, benéfica al caminante que se apropia de ella como una bendición nada ritual, nada solemne, tan natural como ese aire y esos pastos que tranquilamente triscan ese grupo de vacas pachorrientas.

Lo demás es ya sabido: amor y odio; vida y muerte; celos, envidia y tal vez algunos gestos solidarios, generosos, que la nerviosa vida urbana olvidó para siempre.

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