rosario

Lunes, 1 de diciembre de 2014

CONTRATAPA

Saber caer

 Por Víctor Maini

En la actualidad, posiblemente, me hubieran etiquetado como hiperactivo y enviado al departamento de psicopedagogía. En aquel momento me trataron como un alumno molesto que molestaba, un desconcentrado permanente que desconcentraba, y decidieron tres veces por semana cubrirme con otro uniforme blanco sin botones, atado con un cinto del mismo color para que descargara energías practicando yudo en la Asociación Japonesa. Más allá de aprender alguna toma, fue temprana mi deserción. De mi corto paso por las artes marciales me llevé una enseñanza para usar en otros ámbitos: aprendí a caer. Me paraba rápidamente, usando la misma fuerza que me ocasionaba la caída. Utilicé lo aprendido en el fútbol, en el río, en la arena y no recuerdo lesiones graves. Tal vez mi error fue creerme inmune a cualquier caída, más nadie me había preparado para soportar tu olvido. A pesar de haber acomodado el cuerpo como decían las instrucciones, el golpe de tu amnesia fue tan descomunal que, cuando toqué con la espalda el suelo, se desprendió mi alma buscando el quinto infierno. Sólo pude levantar un cuerpo desalmado. Tu partida fue el puñal que cortó el hilo de Ariadna, dejándome perdido para siempre en el laberinto de los sentidos. No temo al Minotauro. El Minotauro soy yo. Así me lo gritan las miradas discriminadoras empapadas en espanto. Si pasé mi vida por este mundo cumpliendo roles, hoy asumo el de indigente. Decidí quedarme a vivir en la plaza justo el día en que no tuve un sitio adonde volver, ni nadie en quien confiar. Formo parte del cuerpo estable de los "pibes" de la calle. Me llaman el Viejo, el Gitano o el Filósofo. Bien podría ser el padre de todos mis compañeros. Los crotos que llamaron mi atención en mi infancia, eran ancianos abandonados, perdidos en el tramo final de sus vidas. Quienes me acompañan son jóvenes, pasantes de un mal final, en pleno principio. Fiel a las adicciones, hay jornadas en las que emitimos menos de una docena de palabras cada uno. Durante el día nos alegran algunas visitas. Morena llega justo cuando el sol comienza a derretir su maquillaje y sus sueños; el rengo Rambla, transero a domicilio; Bob Esponja, cartonero jubilado en la adolescencia, decidió pedir la parte en vida de su herencia alcohólica; Hernán, soldadito hasta los dieciocho, ponchador de motos en la actualidad; y Jorge, el poeta, paciente ambulatorio del neuropsiquiátrico de Oliveros, me muestra sus escritos cada vez que viene a buscar medicamentos al hospital. Ayer escribió sobre la pared de la iglesia: "Descerebrado en Venus/ crucificado en Júpiter/ resucitado en Saturno/ hoy resisto en la blanca palidez del planeta Tierra". Trato de filosofar durante los sábalos asados, regados con vino en cajas. Presiento el final, mi discurso intenta evitar lo inevitable. Todo comienza como un juego aprendido en "la redonda", boxear sin pegarse en la cara. Veo tanta violencia en esos golpes, como si estuvieran frente a espejos, queriendo pegarse ellos mismos, el final en la guardia o en la comisaría no me sorprende. Mi padre trabajó toda su vida, nunca lo hizo para enriquecerse, tampoco buscando dignidad, siempre laburó simplemente por considerarlo el mejor invento del hombre. Decía que el trabajo era el mejor antídoto para evitar suicidios en masa. Le doy la razón cada vez que busco detrás de un ligustro, mi balde, el detergente y el secador para limpiar vidrios en el semáforo. En ocasiones, al barrer el jabón del parabrisas, me encuentro con rostros llenos de pánico que me obligan a desviar la mirada. El miedo al robo es sólo una excusa. Son portadores de un terror encarnado. Representan la debilidad desnuda de toda apariencia. Los martes y jueves son mis mejores días porque viaja la flaca con su hijo en su Renault 12. Es la única que me llama por mi nombre, me pregunta cómo estoy y me felicita por mi trabajo. La propina siempre me la acerca el pibe por la ventanilla del acompañante. "Tomá Gitano" "Gracias, campeón". Los sigo con la mirada más allá de la luz verde. No es difícil adivinar su destino. El kimono del pequeño yudoca, atado con un cinto amarillo los delata. La madre sabe que es bueno que su hijo aprenda a caer lo más temprano posible.

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