rosario

Miércoles, 16 de agosto de 2006

CONTRATAPA

Presagios

 Por Miriam Cairo *

El conoce del amor aquello que le dieron quienes lo amaron. Aquello que lo rodeó de un murmullo de gloria. Lleno de momentos y de pausas, se demora. ¿Qué hará cuando llegue la lluvia? Olvidar, porque al olvido lo inventaron los olvidados.

Cada vez más descontento, da vueltas alrededor de la casa que contiene su tristeza y su esfuerzo. Casi siempre su esfuerzo. Construiría una balsa y se iría al sur. La corriente lo llevaría lejos. También podría decir: estoy cansado, no voy a tocar el piano, si supiera tocar el piano. Todo empieza así, como una broma. No es conveniente pensar aquello que no se piensa. Sería una catástrofe.

Mientras su recuerdo vaga lejos, unos labios fríos lo nombran. Encima de su nombre está el silencio. Esos labios pronuncian una fallada copia de sí mismo. Antes, su nombre era fruto de una adoración, ahora es fruto de una sombra.

Cenas, paseos y llamados telefónicos no prosperan más que a la sombra de su fe. No se sabe si en esa casa los gemidos son de éxtasis o de víctimas desollándose.

Está tan encerrado en su desolación que a veces olvida que tiene un nombre. A veces cae. A veces se pone de pie. A veces sale de su casa y sabe qué es cada cosa: un auto, un café, una mesa, un charco. Quizás ignora otras, pero para eso están los especialistas.

Definir aquello que le pasa a partir de los síntomas, de la neblina o el horario, podría llevarlo a una conclusión mezquina. Sería mejor ubicar lo que siente en el territorio de las vendas caídas.

La última vez que él tuvo veinte años, caminó por la orilla del río. ¿Era amarillo? ¿Marrón dorado? El caminaba solo por la orilla del río y sobre la cabeza tenía el cielo y sol. Por momentos, el río se convertía en aire y el sol en río. Estaba solo, con una soledad que no lo hacía sufrir. Era su propia paz la que se expandía por el mundo.

Existe el foco que genera un estado luminoso. Y esto no puede ser una ilusión porque cuando no está, él nota su ausencia y se inclina a la melancolía. Deja cinco pesos de propina al mozo del bar. Se queda sin nafta. Vuelve al bar. Pide otra ginebra y espera que se encienda el foco radiante que genera un interno fervor.

El se despierta a las dos de la mañana después de un sueño profundo. Nunca antes había vomitado sobre el escritorio del director. La mujer con la que duerme vuelve a mover los labios fríos y encuentra contradicciones alarmantes en su historia. Cuando le habla del estado luminoso ella se le echa a reír en la cara. (Si él tuviera un bote lo tripularía.) No recuerda si el auto está en la cochera. (Izaría cinco o siete velas.) La bombacha roja de la mujer lo encandila. (Iría a la otra orilla del río.) Las tetas de la mujer son demasiado grandes. ¿Pueden ser demasiado grandes las tetas de una mujer? (Se sentaría a ver cómo pasan las balsas cargadas de cereal.) Balbucea unas ideas que no remiten al estado luminoso pero de todos modos ella dice: tu vida es una calamidad. (Pasaría mil veces de una orilla a otra. Traería una mujer con calzón celeste.) Sabiendo que ese techo es suyo, él se pregunta si tendrá valor para darle una tremenda patada a la lencería roja y recuperar su soledad natural. Está casi sobrio. Orina en su propio inodoro. Noche de gatos. Acaba mal. Con el pubis dormido se queda despierto. Los gatos de la azotea chillan, no encuentran ni una hembra en toda la ciudad.

Calzón celeste. Fuera de su casa, la primera palabra que escucha lo señala. Lo sitúa enteramente sobre la calle y le muestra toda su historia. El hombre está devuelto al mundo, traicionado por una verdad. Cualquier gesto callejero lo enfrenta a su situación. El calzón celeste de una mujer no está al servicio de su pensamiento como un detalle de decoración ni como patrimonio.

Pegarle una estampilla al culo firme de lencería roja, sería su acto más humano, y una pequeña parte de esta sociedad amurallada, productiva y consumidora, se vería atravesada por los jirones de un ideal. Cualquiera fuera el gesto, patada o estampilla, desgarraría de un tirón todas las capas del hastío.

(Este acontecimiento, como la literatura, no formaría parte de la universalidad y encontraría su lugar en el territorio de las experiencias profundas.)

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