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Jueves, 27 de agosto de 2015

CONTRATAPA

Café con Forn

 Por Hernando Quagliardi.

¿Cuántas oportunidades se darán a lo largo de una vida para pasar una hora despreocupada de la tarde en un Café de barrio?

A los niños no se les permite el trato con el café. La culpa es de Goethe. El poeta, que gustaba de documentarse para sus obras, en ocasiones iba más allá de los límites de la curiosidad. Casi al final de sus días le solicitó a Friedrich Runge que analizara los componentes de unos granos de café que conservaba. Tras un tiempo de laboratorio, Runge hizo el descubrimiento que todavía hoy se registra como una amenaza: la cafeína, un alcaloide que comparte género y fama con otros venenos. Si agregamos que la juventud exige soltar sus energías vitales en espacios abiertos y, que ya adultos, las cargas del trabajo cuestionan al ocio, no es difícil comprender que esta tarde, sentado junto a una ventana que busca oblicuamente la calle, resulte un acontecimiento extraordinario.

Soy consciente de mi fortuna; la lluvia cae con esa persistencia vaga que nadie describió mejor que Pessoa en el "Libro del Desasosiego". He sido sorprendido por las cosas, llamado a gritos en el silencio de este local que tiene mucho de almacén o de verdulería. Reparo en los exhibidores vacíos: parecen promontorios de un hueco que ha dejado la barra inexistente. Las paredes se visten con pizarras pequeñas, escritas con tizas de colores para anunciar las ofertas. En un trazo redondo, en el dibujo inocente de un helado, pude comprobar la intuición que tuve al entrar: son mujeres las que se encargan del Café. No solo la moza, sino también la chica que está parada detrás de los canastos de pan de la que solo alcanzo a ver un esbozo; el pañuelo que le cubre la cabeza y el delantal negro. La luz no llega de la grisura de la calle sino de unos tubos de vidrio empotrados en paneles abiertos en el techo y así consiguen sostenerse en ella, como figuras vivas de una tela de Vermeer.

Estos cafés de barrio, resistentes o novedosos, son una clave pequeña que se abre a las posibles ciudades detrás de la ciudad y a las más diversas historias que hay ella. Desplazan la noción de tiempo, se desentienden del espacio y ya no hay género, solo un sedimento confuso y pegajoso que entra por la conciencia y nos mira como una amante a los ojos.

En "Mendel el de los Libros", Stefan Szweig entra al Café de Gluck en un arrabal de Viena para guarecerse de una tormenta. Se queda sin hacer nada, flotando en la pasividad perezosa de todo genuino Café vienés, hasta que se da cuenta que ha estado allí hace muchos años. Reconoce el lugar cuando ve la mesa cuadrada de mármol que fue de Mendel, el judío vendedor de libros. La mesa ahora está vacía, y al preguntar por él, alguien le cuenta el final de esa memoria trepanada por la tortura de los campos de miseria. Zweig testimonia los lugares vacíos que han quedado en la retirada de una época, lo mismo que su contemporáneo Joseph Roth, cuando en el retorno a las rutinas después de alguna guerra, extraña a Richard, el vendedor de periódicos del Café Des Westens de Berlín.

La tarde cae en armonía con la lluvia. El frío de afuera y la soledad de adentro generan un revuelo de mariposas en la panza y algún que otro escalofrío. La tarde es ideal para perderse en la lectura. Tengo sobre mi mesa el libro "Los Viernes" con las contratapas escritas por Juan Forn para Página/12. Justamente los viernes aparecen estos escritos que sustituyen, con plena autonomía, las novelas y los cuentos que exigen los editores y son el "karma" de todo escritor. Forn nos cuenta que camina por la playa de Villa Gesell donde ha establecido su "dacha" y recoge piedras especialmente lisas, desgastadas por la abrasión del mar. Las coloca una al lado de la otra en los profundos estantes de su biblioteca, y ahí se quedan, hasta que alguien que conversa y fuma y bebe distraídamente con él, toma alguna y la entibia un rato entre sus dedos para dejarla abandonada después entre tazas y ceniceros vacíos. Así, dice Juan, son sus contratapas. Con un poco de suerte las volverá a encontrar otra vez mañana en una nueva caminata junto al mar.

Aquí son las siete de la tarde. Cierro el libro doblando la oreja de la página en la que dejo provisoriamente la lectura. No se ha presentado Richard, el de los periódicos, ni Mendel, el de los libros en esta hora larga que pasé fuera del tiempo en un Café de barrio del que no sospechaba siquiera su existencia.

Salgo a la calle y camino con la vista baja. Me dejo llevar buscando algún destello en la vereda, un solo de luz que pudiera recoger ahora y llevar conmigo para que pase luego de mano en mano. Un eco simple y familiar, como el rocío que cubre los cristales.

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