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Lunes, 2 de noviembre de 2015

CONTRATAPA

Contra el sentido común (Inseguridad y corrupción)

 Por Manuel Quaranta

La Real Academia Española miente. En su entrada sobre sentido común define: "Modo de pensar y proceder tal como lo haría la generalidad de las personas". No. El sentido común es un sentir común, una sensación compartida e impenetrable que se mantiene a distancia de cualquier reflexión; el sentido común es una reacción espontánea (y aquí con espontáneo pretendo significar exactamente lo contrario de lo que esa palabra significa) que en nuestros días se construye fundamentalmente desde las empresas de comunicación periodísticas con un claro objetivo: determinar quiénes son los buenos y quiénes los malos en una sociedad.

I

La inseguridad; inseguro es un lugar plagado de peligros, una acción insegura es aquella que nos pone en riesgo; con inseguro queremos indicar la inminente posibilidad de que algo malo (nos) suceda. Las eventualidades son infinitas (nuestra existencia humana es insegura, inquietante, y, por si fuera poco, absurda): obras en construcción que incumplen las reglas mínimas de protección, empresarios que negrean a sus empleados, bombardeos de pesticidas que envenenan pueblos enteros (en los últimos años se han multiplicado las malformaciones y los casos de cáncer, daños colaterales producidos por Monsanto), "accidentes" de tránsito que en Argentina, tomando en cuenta el período 1992-2012, se llevaron 175.000 vidas, etc. Sin embargo, cuando uno escucha la palabra inseguridad siente una sensación unívoca: robo a mano armada perpetrado por un joven pobre y negro (villero).

En el libro "La irrupción del delito en la vida cotidiana" (Martini-Pereyra), puede leerse: "La inseguridad es un significante salido de las entrañas del discurso periodístico sobre el crimen, que terminó reemplazando metonímicamente a delito". Traducido: los medios de comunicación lograron atrapar un significante flexible y orientarlo hacia una única fórmula: inseguridad igual delincuencia; "las otras inseguridades han quedado relegadas, directamente invisibilizadas". Esta invisivilización explicaría por qué la "gente" nunca habla de las 21 personas que mueren por día en las calles por causas evitables, pero sí se obsesiona con las 7 personas asesinadas.

Un detalle (obtenido del diario La Nación). Del total de homicidios ocurridos el año pasado en Argentina, el 70% aproximadamente pertenecen a la categoría denominada interpersonal (la víctima conocía al victimario): amante, padrastro, portero, etc. En consecuencia, el número de muertos por episodios de inseguridad (ocasión de robo), en el 2014, fue de 2 por día, 770 en total (vale aclarar que la mayoría de ellos sucede en las zonas marginales, bien alejadas del centro donde vive la "gente" que más insegura se siente), casi diez veces menos que los producidos por "accidentes" de tránsito (otro detalle llamativo; el 60% de las infracciones por alta velocidad la producen autos de alta gama, siendo estos el 10% del total del parque automotor).

¿Entonces?

La respuesta apunta a la ideología. Según el filósofo esloveno Slavoj Zizek la ideología es una relación inmediata con el entorno social, "lo espontáneo", es lo primero que siento ante la realidad que me circunda (una realidad sostenida en la fantasía). Por eso inseguridad se convierte en un significante netamente ideologizado, que responde, en última instancia, al objetivo fundamental de la criminología mediática: construir un ellos, un otro peligroso, y, a la vez, proyectar la existencia efectiva de un nosotros. Lo que hace la ideología, y por extensión el sentido común (para Jacques Rancière el sentido común forma parte del poder de policía, el conjunto de leyes e instituciones que debe cuidar el estado de cosas) es excluir. Pensemos en las cámaras de seguridad, las rejas, los cerrojos, los barrios cerrados (luego allí, los que buscan seguridad, terminan matándose entre ellos), zonas de exclusión (Zizek considera que la ideología es mantener al otro a distancia) en las que se promete recuperar el paraíso perdido: de un lado los buenos y de otro los malos (la inseguridad, aquí, se vuelve paradojal, nos confirma una línea de demarcación: estamos de un lado, cómodos, seguros). Y justamente esta lógica de la exclusión impide que se visibilicen las 175.000 muertes en veinte años; ¿por qué?, porque en los accidentes de tránsito resulta imposible construir un ellos, un otro peligroso puesto que los victimarios, potencialmente, somos nosotros.

II

Así como el término inseguridad nos conduce inevitablemente al joven pobre y negro, la palabra corrupción también tiene un actor exclusivo: los políticos. Parafraseando el libro citado: las otras corrupciones han quedado relegadas, directamente invisibilizadas. El trabajo cotidiano de las empresas periodísticas ha rendido sus frutos. Nadie piensa en la corrupción privada (individual o grupal): en el médico que cobra plus y acepta obscenas dádivas de laboratorios para recetar medicamentos (inseguridad), en los supermercados que remarcan con 1000% productos de la canasta básica (inseguridad), en el empresario que se guarda los aportes de sus empleados (inseguridad), en la obra en construcción que para ahorrar pone en peligro (inseguridad) a sus obreros, en el auto en doble fila (inseguridad), etc. En el diario La Nación, una nota del 2011 afirma: "La corrupción privada tiene menor repercusión política, social y mediática que la del sector público, pero su importancia moral es similar. Por otro lado, no puede haber corrupción pública si no hay un actor privado que la materialice [...] Pero la corrupción privada también comprende a los negocios entre privados, cuando se manipula la contabilidad para evadir impuestos, cuando se realizan auditorías fraudulentas o cuando un gerente obtiene ventajas personales a espaldas de los accionistas de su empresa". Por eso voy a escribir una frase incómoda: la corrupción no le importa a nadie (Mauricio Macri se convierte en el símbolo inequívoco de esta indiferencia). Es simplemente una excusa para ningunear al enemigo de turno, al que despreciamos, siempre desde una improbable pureza y transparencia que nos endilgamos para sentirnos satisfechos. Y por si fuera poco, inmersos dentro de una lógica mercantil desquiciada, les pedimos a los políticos que actúen como si fueran ajenos a los avatares históricos (y esto no pretende ser una exculpación, sino un freno al sentido común). ¿Con qué autoridad nos paramos frente a un semejante y le reclamamos una transparencia y una pureza que sólo existe en sueños?

La nota de la Nación (nadie sospechará de un giro a la izquierda en este periódico) finaliza: "Los argentinos nos debemos un profundo examen de conciencia. La preeminencia de objetivos materiales sobre los valores morales y éticos (aquí debería decir capitalismo) es el alimento básico de la corrupción. Su extensión a los negocios públicos es una consecuencia".

Ahora bien. El sentido común construido a través de las empresas periodísticas (la política es sucia, los políticos son ladrones, lo privado es mejor que lo público) constantemente intenta destruir la confianza que sentimos frente a la única herramienta de cambio social que está a nuestro alcance (quizás un marxista se ría de esto dentro de una democracia formal burguesa), la política, y nos obligan a navegar en un escepticismo que sólo beneficia a los poderes fácticos de turno (un conglomerado de capitales financieros cuyos representantes visibles son las grandes cadenas informativas).

Vemos que la lógica de la exclusión se repite: el corrupto siempre es el otro. Convertimos al político en un peligro social, cuando en realidad debería ser la condición de posibilidad de la transformación o, al menos, más humilde, cierto límite impuesto a aquellos poderes. Es así como surge la antipolítica mediática, conservadora por naturaleza, que sirve para mantener a distancia cualquier intento de cambio.

III

Hace unos días me convocaron para dar una charla sobre la pregunta "¿qué es la filosofía?". Mi recorrido tendía puentes hacia otro interrogante que yo soy incapaz de deslindar del anterior, ¿para qué sirve? Bueno. Si de verdad nos comprometemos con nuestras lecturas, si no es mera pose lo del pensamiento crítico (recordemos al célebre Luis Majul y la fórmula con la que finalizaba su programa televisivo), si incorporamos, hacemos cuerpo, nuestras reflexiones, no nos queda otra opción que comenzar una guerra contra el sentido común. O, en términos de Zizek, pensar de nuevo, volver a pensar, como ejercicio de rescate y ampliación. No existe una salida diferente para un tiempo contaminado por un leguaje comunitario dispuesto a proteger la visión de mundo más conservadora.

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