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Domingo, 11 de septiembre de 2016

CONTRATAPA › FOTOGRAFIANDO LA ZONA

En los armarios

 Por Adrián Abonizio

  • El de su casa, el de sus abuelos, lucía como un animal en el rincón de la sala. Ella lo respetaba como una estatua de Da Vinci con temor reverencial. Olía a guerra terminada, a viajes, a Europa, entre platería que nunca se tocaba, campanas que nunca se usaban, un reloj cucú preso tras el vidrio, fotos de ríos congelados y una mantilla tejida a mano. Una vez abrió a fondo la puerta alta superior y, tras acariciar el papel crêppe que cubría el final del armario, descubrió un bulto. Levantó la chinche dorada con óxido y descubrió en un sobre azul oscuro unas fotos que seguro pertenecieron a su abuelo y eran de señoritas desnudas, dentro de un marco de inocente pornografía. Se sonrió: luego abrió otro sobre y había allí dentro cartas que iban y venían desde la casa de su nona hasta un pueblecito de Italia, al sur. Romances secretos y un sexo angelical, lo que la llevó a pensar que sus abuelos también habían llevado una vida paralela, amores ocultos, pensamientos y anhelos.

  • Hacía quince días que los albañiles trabajaban en su casa. Cerca del mes la abandonaron, una vez culminado el trabajo. Ella, que los había contratado, no encontró el caro reloj pulsera que estaba segura había guardado en el armario. Acusó a los albañiles, quienes se fueron consternados, con pudor y saludando con la cabeza baja. Al tiempo a ella se le ocurrió cambiar de lugar el armario y desplazarlo unos centímetros: el reloj cayó al piso de un chasquido. Se llevó la mano a la boca y tomó la resolución de subirse al auto e ir hasta la casas de los trabajadores. Aceptaron las disculpas porque fueron sinceras. El mayor solo dijo murmurando sin malicias: "Hay que revisar bien, señorita. Los armarios te esconden las cosas y le hacen pasar a uno un mal rato".
     
  • El la visitó un domingo, cuando sus padres no estaban. Fueron a su habitación y en el breve recorrido observó las fundas plásticas sobre los muebles y el piano, todo conservado como en un museo. Era un domingo de ala triste. Estando en su cama, tocó sin querer la puerta del armario y aparecieron bultos envueltos en papel strass, apilados en puntas opuestas, sin tocarse. Intrigado, dejó de besarla para inquirir sobre el asunto. Ella, distraída, le comentó que eran las "cosas" de su ajuar, de sus bodas inconclusas, donde la habían dejado esperando sendos novios arrepentidos.
     
  • En un cajón del armario encontró la foto de cuarto grado y la abrió: estaba atrás de todo, mirando para otro lado, y al darla vuelta donde se leía en letras de imprenta "Firma de los compañeros". Pero no había nada, ni un garabato. No se había molestado en hacérselo firmar a los suyos ¿para qué?, si lo odiaban y nadie iba a acercar una birome para estampar su sello indeleble. ¿Por qué lo odiaban? Era simple: rebelde sin causa, irónico, audaz y arrogante; le llevaba varios cuerpos, incluso a las maestras. Fue un alivio para todos cuando se enteraron de que se cambiaba de cole: nadie quiere ver en el espejo bruñido de la heroicidad, el ingenio y el valor su reflejo grisado, costumbrista, acogedor y utilitario. Las buenas costumbres, el casamiento y un empleo seguro. El les echaba en la cara con su accionar todo ello. Revisando fotos descubrió otras: en medio de la selva, fusil al hombro, habiendo peleado y cayendo herido por otras causas que no sean el ganar una carrera en los recreos, ser mejor alumno, un adaptado. Se tenía merecido la no firma de sus compañeros. Se echó a reír con ganas. Y tiró el álbum a la basura.
     
  • Abrió el cajoncito marrón y bajo el papel glacé azul estaba la cara horripilante y mentirosamente amable del Ministro de Economía de aquellos tiempos tristes: Domingo Cavallo, sorprendido llorando antes de mandar a degüello a los jubilados. A su lado, en otro recorte, Carlos Menem y un atadito de ruda macho. Lo había puesto allí para evitar la yeta. Con fe, sabiendo lo que hacía, recortó una cara de Mauricio Macri y la agregó a las otras dos, y luego, como quien cierra la tapa de una tumba, corrió el velo mortuorio del papel glacé que él creyó ver se tornaba negro, conforme juntaba las tres caras del horror. Le dio escalofríos.

  • "....muchas de ellas -las Madres- usaron a sus hijos embrionarios como escudos humanos para combatir". De una declaración en un alegato del dictador Jorge Rafael Videla, donde juraba ante Dios y todos los santos del cielo que jamás habían apropiádose de bebé alguno en cautiverio, pues respetaban la vida. Una pila de papeles en un piso del armario,una entrada para Sui Generis, la foto de su novia desaparecida y una canción de lucha y de amor inconclusa. Eran tiempos donde lo lésbico era prohibido y ella no pudo hablar, ni buscar, ni reclamar. Recuerdos del armario de la piecita de arriba, mientras anochece en la ciudad que mira al río y extraña mucho ese cuerpo calentito de su amor nunca encontrado en huesos o algo que palpar. Solo ese altar que mantiene en la terraza la acerca un poco a ella.
     
  • El armario era rectangular, caoba y estaba a su disposición. Se lo había regalado un amigo, pero antes había pasado por Eduardo, amigo de ambos, de quien se decía había salido del "armario" hacía poco, pero una enfermedad se lo había llevado. Revisó la fortaleza de los laterales, el piso, la firmeza de las patas. Encontró papeles, diarios viejos y una cartulina ilustrada, como escondida entre otras cosas. Se enteró de lo que imaginaba, pero hasta no verlo impreso o escrito no le otorgó validez: un pequeño poema, escrito por Eduardo donde le dedicaba su amor en un escrito lánguido e imperfecto. Se emocionó por la devoción escondida, de todos las adoraciones prohibidas y calladas que andaban por ahí, dedicados a amigos, parientes y vecinos sin que ellos se enterasen de boca directa de los enamorados. Oró por Eduardo, saliendo del closet en algún sitio del Paraíso de los amores no dichos.
     
  • La Casa de la Loca era redonda de mugre y objetos apilados. No era de extrañar que se perdiera todo allí dentro en ese laberinto y el ambiente rebasara de humedades. Dentro de ese cuadro, un sobrino que intentó hallar unos platos al abrir el armario se encontró con un hormiguero , instalado y funcionando a pleno como una fábrica. Cuando lo comentó, uno de la familia se le rió: "Eso no es nada, !Yo encontré en el armario a la propia tía leyendo un Patoruzú con una linterna!".
     
  • Contaba su abuelo -quien participara de la Primera guerra Mundial- que en un revuelo de bombardeos y trincheras fragmentadas, huyeron como pudieron por las campiñas de Francia. Dieron en recluirse en un viejo molino destruído y allí encontraron algunas gallinas y un armario. Con toda delicadeza le hicieron un nido allí dentro, tibio y acogedor para que ellas todas las mañanas les entregaran el alimento. Así pasaron el resto de la guerra infame, entre plumíferos y un buen armario transformado en gallinero. Como trofeo y recuerdo contaba que su abuelo solía exhibir en algunas sobremesas la manija labrada de aquel mueble tan proveedor como protector.
     
  • Los armarios son muebles inclasificables: no son roperos, no son escritorios, no son bibliotecas. Pero sirven para todo ello y suelen reemplazar su utilidad. El los mira devotamente, más aún porque los cuatro que tiene en su taller, protegidos del óxido y la tierra, fueron obtenidos merced a la estupidez de su dueño, un conocido que habiendo vivido en Estados Unidos creyó ver en esos "armatostes", según sus palabras, todo un símbolo de lo añejo, de lo nefasto e impráctico. Se los ofreció "antes de tirarlos" y los reemplazó por estanterías de chapa, según había visto en los depósitos del país del norte. A veces, la estupidez del colonizado favorece a quienes entienden la belleza de ciertas cosas que se suelen escaparse de los catálogos y son la viva estampa de lo prodigioso, lo artesanal, lo vivo en un mundo de muerte eficiente y mal gusto.
     
  • Recordaba a su amigo ya muerto, de quien se decía que jugando al fútbol lo hacía como la torre en el ajedrez o un armario: siempre de costado o de frente, por ausencia de cintura. Ella cotejaba el mueble en el día final de su mudanza: no combinaba con nada: azulino por experimentos hippies, desvaído por la edad, minúsculo, lleno de calcomanías. "Va a molestar donde vamos", le dijo al pasar su nuevo cónyuge de las tierras altas y monarca de una fortuna. Pero ella acarició el animal y decidió llevarlo, allá, en la zona de cerros y altura donde el confort lo haría desentonar aún más, pero evocando a su pasado y su honor consideró que no se abandona un amigo jamás de los jamases.
     
  • Era Navidad y él con diecisiete años no sabía que haría luego de las doce,tras la previsible cena familiar. Las aspas de un ventilador, ruido infernal de chillidos de niños y alegrías enajenadas; y ella, la nueva invitada, expatriada de un marido que la abandonara con su hijito de meses que vino a dar a esta casa, la de su abuela, aún mareada por los tóxicos de una cura de sueño, pero insinuante y un poco borracha. En el transcurso de la noche, cuando las barreras se levantaron y cada cual hizo lo que quiso por la casa, él fue abordado por ella que acechaba su paso entre dos armarios y entre las sombras prácticamente se lo devoró. Lo que le extrañó fue que en toda la noche siguiente, y hasta el amanecer, ella ni lo miró. En las manos aún olía su perfume y el lustre recién pasado al mueble aquel. Entraba al exótico mundo adulto donde entre claroscuros, de parados, apoyándose en una madera añosa que sostiene un vitrina cargada de vasos, la felicidad se torna posible.

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