rosario

Sábado, 21 de abril de 2007

CONTRATAPA

PEQUEÑOS PAISAJES CONTRA EL SUICIDIO

 Por Gary Vila Ortiz

O Remedio para suicidas. O por qué no Antídotos para el suicidio. O incluso Del suicidio y otras eficaces prácticas autodestructivas. O también Suicidas otoñales (el otoño, esa obsesión). Todos títulos que se me ocurrieron después y que fui abandonando por distintas razones, o acaso porque me pareció que el primero que había pensado era el que usaba palabras de Nicanor, el que mejor le caía a esta última parte de los escritos que recibí junto a su carta en minúsculas, la misma que respondí hace una semana. Ignoro si a Nicanor le gustan los títulos que elijo para sus textos: nunca se lo he preguntado y jamás me ha dicho si le molesta que siempre cambie los que él sugiere al principio de sus envíos por otros que invento cuando los transcribo. Supongo que ahora, como no me queda más material, volveré a verlo o al menos me lo hará llegar por alguno de sus inesperados medios. Quizás pueda conocer a su escriba, detective y amigo, el enigmático mister Wingren. Igual, no me hago muchas ilusiones. Desde el comienzo de esta historia sin principio ni fin es Nicanor quien mueve las piezas, quien hace que el relato avance y retroceda y se demore en algún desvío; es su desordenada memoria la que le dicta los fragmentos; por sus paréntesis y digresiones respiran, asmáticas, sus desventuras. A veces creo que no soy más que un personaje de su novela, Los criminales eruditos, y que seguiré existiendo mientras sea útil a su trama. Amigo Nicanor, antes de saludarlo permítame regalarle (las citas, esa otra obsesión) un párrafo de Charles Bukowski: "... el suicidio no sirve cuando uno se vuelve viejo: cada vez hay menos que matar". Hasta la vista.

El final antes del final. Anticipemos el final antes de que el lector espere algo inesperado o algo que es lo común, lo obvio: "el mayordomo" es el autor de todo. Don Nicanor nunca tuvo nada parecido a un mayordomo, pero hubo algunos que hicieron muy bien ese papel. No hubo algo semejante a un final, nunca se resolvió nada. Si se hubiera tratado de una de "cowboys", los malos fueron los que ganaron pero los buenos sobrevivieron. Perdieron mucho, es cierto, pero en ese plano de las cosas que nadie desea comprender demasiado bien. Que prefieren ignorar. Y en esta sociedad es lo más sencillo, al menos lo que no tiene mayores complicaciones. En esta historia, como en otras del estilo, suele haber expedientes. ¿Se sabe que esos expedientes fueron hechos desaparecer? ¿Que el tipo que los hizo desaparecer era ese que ya nombramos y que era como una caricatura de Elliot Ness? Ya no importa. Queremos decir, el final nunca ocurrió como en las novelas policiales. Tampoco es un final abierto. Se puede pensar en Rayuela, esa novela que no empieza ni termina, a la que siempre hay que andar inventándole lecturas porque (a nosotros, claro) cada lectura nos provoca una nueva forma de placer de eso que es leer. Como en las novelas de Agatha Christie, habría que hacer una lista de personajes y calificarlos. Don Nicanor se niega terminantemente a eso. Quiere seguir con algunos pormenores del relato, simplemente eso, y no calificar a nadie (aunque algunas veces lo hace) porque dice que nadie tiene derecho a ser juez de nadie, ni siquiera en aquellas ocasiones en las que parece obvio que eso es precisamente lo que debe hacerse.

Metáforas. ¿De qué era acusado don Nicanor? En primer lugar, de su gran simpatía por una tribu poco conocida (o muy conocida) cuyos integrantes vivían en distintos sitios pero estaban unidos (sobre todo, pero no todos) por su adoración por un par de libros escritos antes de que los libros existieran. En segundo lugar, de su particular odio a un grupo de seres particularmente inteligentes y tan crueles que don Nicanor sostenía que no eran humanos sino extraterrestres inventados por el demonio. En tercer lugar, de su poquísima simpatía por un grupo que tenía una formidable cohesión pero que nadie podía saber en qué consistía la misma (tan es así que terminaban cada tanto matándose entre ellos). Sin embargo no corren ningún peligro de extinción, todo lo contrario: se multiplican como conejos. Y en algunos sitios son una plaga. Cosa que, por otro lado, les parece muy saludable.

Breve interrogatorio. Se ignora quién lo hizo y cuándo se hizo. Don Nicanor dice que es verdadero, pero no recuerda quién fue el que le hacía las preguntas ni en qué fecha se las hizo. Fue en el norte de Santa Fe, y el tipo que lo interrogó simpatizaba con él. Ha olvidado el nombre del pueblo, pero no que era pequeño, que la gente era atenta, que el edificio de una insólita biblioteca que se llamaba "Rafael Barrett" era hermoso. La biblioteca era de principios del siglo veinte, cuando ese lejano paraje del mundo se encontraba cerca de La Forestal. Y fue por esa infamia de La Forestal que en ese remoto pueblito se inició y duró un tiempo un movimiento anarquista. Además de eso, don Nicanor recuerda los huevos fritos que le convidaron las personas que en ese momento manejaban la biblioteca.

-¿Pensó alguna vez en el suicidio?

-No, en ningún momento, y eso que hay unos cuantos en este país que decidieron partir antes de que la muerte viniera a buscarlos y son gente que admiro, como Lisandro de la Torre, Alem, Horacio Quiroga, entre otros. Pero mi camino, si es que tal cosa existe, no es el suicidio. Por otra parte, hay otras formas de suicidarse, de lo que suele llamarse autodestrucción. Los argentinos tenemos facilidad para practicarlas. Lo venimos haciendo, para dar un par de fechas tentativas, o desde la apoteosis del progreso asombroso del centenario de la revolución todavía no hecha de mayo o desde el golpe a Yrigoyen, cuando empezamos nuestra caída libre que sigue y sigue sin remedio. Con algunos paréntesis que quieren olvidarse, hace setenta y siete años que nos dirigimos al infierno, que parece que nos hundimos sin remedio, como sin pena ni gloria.

¿Hubo algo determinante para que se cargaran sobre usted las tintas?

Es un sentimiento muy personal que no puedo probar y que siempre anduve con miedo de decir. En un país donde la coima y la corrupción se han transformado en una forma de vida, oponerse a ese sistema tan bien armado es algo muy mal visto, que debe ser castigado. Tal vez exagere. Acaso el tiempo me haga exagerar.

¿Ha mentido?

No, creo que no, pero en ocasiones supongo que sí. Por ejemplo, al comienzo de esta charla le he mentido. Sí, he pensado en el suicidio, pero no por el acoso al cual usted parecía hacer referencia. Lo he pensado en relación a la gente que amo y a la que creo que me ama. Los hice sufrir por dos hechos concretos, dos actitudes compulsivas de mi ser que nunca he podido evitar: tratar de seducir a ciertas mujeres y sentir la necesidad de comprar y comprar libros y discos en cantidades poco comunes. Una constante ha sido, por ejemplo, comprar libros que a veces ni leo pero que creo que sólo el hecho de tenerlos me hace conocerlos: los manoseo, los amo, los dejo cerca mío por un tiempo. En cuanto a las mujeres, una vez entregadas a algo parecido al amor (pero tan sólo creo haber amado dos veces, si es que puedo hablar del tema), llegar a la cama no era imprescindible. Un psicólogo, o psicoanalista o psicoterapeuta, me dijo claramente que yo era un tipo muy enfermo y que debía hacerme revisar y atender cuanto antes. Me lo dijo agresivamente, pero curiosamente no me hizo mal. Me causó gracia. No me revisé, por cierto, pero consulté a varios especialistas amigos y no sobre mí sino sobre el que me había dicho tal cosa. El calificativo (fueron varios los calificativos utilizados) podría reducirse a que el tipo en cuestión era un farabute de quinta, lo cual me dejó conforme. Pero hablaba del suicidio. Me preguntaba: si he hecho y sigo haciendo mal a la gente que amo, ¿qué experimentarían si me suicidara? Se sentirían aliviados, aunque cierto dolor los perseguiría por un tiempo, no lo sé. Algo de culpa habría, o ninguna. Por lo cual, para serle sincero, todavía lo pienso. Tal vez el suicidio resolvería muchas cosas, pero amo la vida disminuida a los setenta y un años y la amo con desesperación. Es curioso, pero soy feliz con un pequeño paisaje que he creado en el pequeño departamento.

¿Es creyente?

Sí, pero cada vez me cuesta más rezar, la plegaria es algo que acaso se me ha prohibido. ¿Hasta cuándo? No lo sé. Y esto sí me importa. Es doloroso. ¿Es merecido? No lo sé, como tantas otras cosas.

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