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Jueves, 26 de abril de 2007

CONTRATAPA

DON JOSÉ CINEL

 Por Jorge Isaías

A Norma Cinel

A Degly y Luisito Broglia


Cuando los Cinel se mudaron al pueblo yo estaba por venirme a Rosario.

Recuerdo a don Cinel siempre silencioso y retraído, con su sombrero negro que nunca se quitaba, su hablar mezclando un español con dialecto de Italia, y sus tres hijos ya con familia formada: Pieri, Atilio y Lino.

En la esquina de su campo, justo donde el callejón que va hacia "La Chispa" corta el Camino del Diablo, don Cinel hizo construir una capillita en virtud de una promesa a la Virgencita de Pompeya. Manos anónimas han ido dejando constantemente flores allí, que se marchitan al sol y también dejan rosarios y alguna que otra medallita de plata y no es raro ver a un grupo de mujeres rezando y pidiendo alguna ventura o agradeciendo alguna intercesión pedida anteriormente.

No debe haber sido un campo muy grande, pero les daba para vivir a todos, porque era tierra apta para la agricultura que ellos hacían rendir.

Los pasos de Don Cinel por el pueblo, cuando ya se instaló en él, estaban determinados por los paseos matutinos por los bares donde se jugaba "mus" o un "chinchón" jubiloso. El resto lo pasaría visitando paisanos, que los había en gran número entonces, ya que la mayoría vivía .

Otra de las actividades que desplegaba Don Cinel eran sus paseos por las calles del pueblo, que eran todas enteramente de tierra, con sus hondos zanjones a los costados para desagotar rápidamente la lluvia de los temporales de marzo.

Una anécdota risueña que me arrima Luisito Broglia dice que una mañana, en su habitual paseo de ciclista pacífico tuvo un pequeño percance que fue anécdota ya que no llegó a mayores. Parece que se le fue quebrando de a poco la horquilla sin que él se percatara, por lo tanto la rueda delantera fue alejándose ante su asombro y su pánico creciente hasta que finalmente se rompió del todo y dio con Cinel en el piso. Ante los primeros comedidos que lo auxiliaron y sus requisitorias sólo atinó a explicar:´

﷓ Ío vedeva que se longheva.

Quiso decir que él veía estirarse la rueda y no supo a ciencia cierta a qué se debía.

El pueblo era entonces un caserío que flotaba como un saurio pachorriento bajo la inclemencia de enero, defendido eso sí, por largas hileras de plátanos añosos que la mente enferma de un presidente comunal, nombrado por uno de los tantos gobiernos de facto que sufrimos, y que dejó a todo el pueblo a merced del solazo abrumador de todos los veranos.

Todavía, luego de cuarenta años, no se recuperó totalmente esa sombra, porque bien no acertaron con los árboles de reemplazo, y pese al tiempo los mayores añoran esa sombra protectora que daban los plátanos.

La generación de don Cinel se fue de este mundo con la conciencia más que tranquila.

Habían cruzado el mar, habían trabajado deslomándose al sol y formado una familia a la que dieron un futuro como era en esos tiempos y tuvieron una idea clarísima de la honestidad y de la función disciplinadora del trabajo y que éste tarde o temprano daría sus frutos.

Hay una imagen de Don Cinel que se reitera en el tiempo.

Un atardecer volvíamos de una jornada de pesca, en barra bullanguera y con el fruto de ella que por lo que recuerdo era más que modesta. El sol ya caía sobre el Camino del Diablo, sobre el pueblo y esa parte del mundo, y en esa huída presentimos el trote de un caballo y el ruido de un sulky. Cuando se nos fue acercando, ya que iba hacia el campo, camino a la Capillita, vimos sobre él un bulto embozado en un poncho, con un sombrero negro, y el sol que con su luz violácea le borraba la cara.

El ocupante solitario no era otro que Don Cinel, que al cruzarnos nos hizo un saludo levantando la mano derecha donde portaba un látigo, ya que en la izquierda llevaba las riendas.

Seguramente se habría retrasado en el pueblo jugando una partida de naipes en el Bar de Cataldi, que antes fue de don Juan Triachini, donde dicen los memoriosos que en una gira política paró Lisandro de la Torre. Allí se reunían casi todos los italianos que vivían en las chacras.

El sol, cuando hubo pasado el sulky a los barquinazos, le pegaba ahora en la nuca a don Cinel y le iba borrando casi todo el cuerpo, dejándole el aro del negro sombrero para que supiéramos que lo que allí pasó era un hombre y no un fantasma salido de un cuento.

Nosotros después sólo recordaríamos el chicotazo del látigo que dio en el anca del moro y que saltó hacia adelante, imprimiendo más velocidad al vehículo y lo hizo con esa misma mano que nos había saludado, mientras nosotros nos paramos un minuto para ver ese movimiento extraño que producía el sulky metiéndose en el camino de tierra, en el campo y en la obviedad de ese crepúsculo de luces violetas y rojas hasta ser ya un recuerdo que se nos clavó para siempre en la memoria de todos.

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