Viernes, 26 de noviembre de 2010 | Hoy
PSICOLOGíA › CONSIDERACIONES SOBRE LA MUERTE DEL EX PRESIDENTE NéSTOR KIRCHNER
Cuando el doliente enlaza su trabajo cotidiano con la honra al nombre, están dadas las mejores condiciones para atravesar ese duro rubicón llamado duelo. No en vano, Lacan afirmó: "No hay amor sino por un nombre".
Por Sergio Zabalza *
Las figuras públicas suelen condensar los dramas y avatares que atraviesan el común de los mortales. Por ejemplo, la especial situación que atraviesa la primera mandataria, a causa del fallecimiento de su esposo, ha suscitado una serie de curiosos pronunciamientos, muchos de neto corte psi.
Periodistas, comunicadores o dirigentes políticos se permiten insólitas declaraciones acerca de lo que debe o no debe, lo que supone o lo que no supone, esa tan delicada, particular y especial situación que se llama duelo.
Entre ellas, se destacan las recientes declaraciones de una legisladora que se distingue por sus anuncios apocalípticos. En efecto, habida cuenta de la firme decisión con que la Presidenta retomó el trabajo, este personaje fiel a su habitual estilo mesiánico fustigó: "Si no se hace el duelo como lo establecen todas las religiones eso se termina pagando".
Por empezar, semejante afirmación insinúa que el duelo consiste en marcharse al hogar para dejarse caer en el llanto o sumirse en el dolor. La casa de Bernarda Alba es un clásico que representa acabadamente esta posición oscura y sacrificial frente a las pérdidas.
En realidad, tal estrategia consiste más bien en un simulacro de duelo. Se cumple con las convenciones sólo para ocultar el trasfondo de mal habidas pasiones. Al compás del rosario se cuece el hervor del resentimiento, esa suerte de odio constipado que el sujeto no está dispuesto a asumir.
En segundo lugar, vale la pena destacar que el duelo es un trabajo. El encierro, el retiro, el llanto, los consuelos y desconsuelos de ninguna manera suponen por sí mismos la dura tarea de soltar el objeto amado.
Por eso, la obra ejemplar que ilustra la posición opuesta es Antígona, quien eligió la lucha para honrar al fallecido hermano varón. En lugar de irse a casa, ella resuelve el duelo por la vía del acto. Y no es casualidad el carácter femenino de la protagonista de esta obra señera para la cultura occidental.
En efecto, la mujer abraza el símbolo del deseo -en este caso, el nombre de la persona amada en el lugar definitivo de la tumba porque sabe que su dignidad subjetiva depende de esta inscripción. Se queda con esa marca que testimonia el objeto que ella era para él. De no otra cosa depende el duelo: soltar eso que fui para el otro, ("algo de mí se fue con él", dijo CFK).
Pero esto no se hace sin honrar al finado. Por eso y sin pretender hacer futurismo , cuando el doliente enlaza su trabajo cotidiano con la honra al nombre, están dadas las mejores condiciones para atravesar ese duro rubicón llamado duelo. No en vano, afirma Lacan: "No hay amor sino por un nombre" (1).
En tercer lugar: Antígona tiene capacidad trágica porque está dispuesta a pagar los costos de su deseo. Entrega su vida por ello. Por el contrario, cierta posición religiosa reniega de las pérdidas.
En efecto, cuando la susodicha legisladora amenaza con no sabemos qué cobranza del más allá, da a entender que sería posible no pagar algo. Se trata de la posición cristiana que resuelve la angustia con el expediente de la inmortalidad del alma; claro, siempre y cuando me quede en casa llorando el rosario. En realidad, así no se paga nada.
Por eso, al referirse al núcleo perverso del cristianismo Slavoj Zizek observa: "La estructura fundamental en este caso es la del sacrificio fingido, la de simular que no se tiene el objeto, para poder ocultarle al Gran Otro que lo tengo" (2).
Luego tenemos esos muertos en vida, como las hijas de Bernarda: Angustias, Martirio u otras que ya se insinúan como vetustos cadáveres políticos.
* Psicoanalista. Recientemente participó en Rosario en las Jornadas sobre la Cuestión del Padre.
1) Jacques Lacan, El Seminario: Libro 10, La Angustia, clase 25 del 3 de julio de 1963.
2) Slavoj Zizek, El títere y el enano, El núcleo perverso del cristianismo, Buenos Aires, Paidós, 2006, p. 72.
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