Domingo, 27 de diciembre de 2015 | Hoy
Por Juan José Giani*
La sociología de la cultura se caracteriza por analizar los textos como emergencia de una compleja intersección de determinaciones históricamente situadas. Descifrar sus sentidos, precisar debidamente sus alcances demanda desmenuzar minuciosamente el conjunto de ingredientes extradiscursivos que originan las producciones intelectualmente relevantes.
Dicho ejercicio desata un doble efecto. Facilita justipreciar la riqueza de un libro y a su vez convierte a dicho libro en un faro desde el cual escudriñar en las tribulaciones de una época que en definitiva lo explica. Las obras en cuestión robustecen así su dimensión hermenéutica pero resignan en parte su aptitud generativa. Se tiende a suponer entonces que los textos se alimentan (de) y traslucen (un) clima social, pero sólo de manera dilatadamente mediata interfieren o direccionan la conducta de los pueblos.
Abundante tinta de calidad ha circulado al amparo de estas nociones. Se evita con ellas el mero psicologismo del autor o la hermética autonomía de los significantes. Propondremos sin embargo en estas líneas detectar excepciones que han adquirido envergadura en el discurrir de la política argentina.
En 1932, enclavado en la infausta década en la cual se proscribía electoralmente a la Unión Cívica Radical y se suscribía el ominoso pacto Roca-Runciman, el entonces ignoto Capitán Juan Domingo Perón daba nacimiento a un insólito libro titulado Apuntes de historia militar, que marcaría a fuego las décadas venideras. Bajo la liviana apariencia de una serie de clases dictadas a los estudiantes de la Escuela Superior de Guerra, aquellas líneas destilan una fina apropiación y relectura del más sustancioso filósofo moderno de la guerra: Karl Von Clausewitz.
Espectador atento de la Revolución Francesa y admirador de Napoleón Bonaparte, el estratega prusiano desarrolla una incisiva innovación conceptual destinada a enfatizar hasta donde y de qué manera "la guerra es la continuación de la política por otros medios". Sus argumentos embisten contra dos certezas hegemónicas entonces vigentes. La guerra entendida como finta y la guerra concebida como ciencia.
En el primer caso, la escenificación bélica es apenas un simulacro que prepara la negociación, el amague falazmente feroz en una resolución de las contiendas que terminarán siempre dirimiendo las pactistas noblezas de turno. El armisticio entre caballeros relega a la sangre del guerrero. En el segundo, los generales imaginan posible un diseño algorítmico de las batallas, una enhebración infalible de tácticas sostenida en principios universales y necesarios. La teoría militar se aprende y de su correcta aplicación depende el éxito de los combates. El factor humano, el azar, los imponderables, quedan excluidos de dicha visión naturalista de la lucha.
Clausewitz desdeña todo ese bagaje doctrinario. Ha presenciado con entusiasmo a los ejércitos napoleónicos protagonizar una revolución pujante, vastamente fundacional; subordinados a los tiempos acuciantes que les fija el incipiente estado-nación moderno. Una confrontación contra el feudalismo tambaleante donde la ferocidad es sincera, genuina. Ya no hay columnas de mercenarios, espadas renuentes alquiladas al servicio de nobles decrépitos, sino torrentosos ciudadanos que aspiran a conmover el porvenir de la humanidad.
No hay por tanto margen para una guerra calculada, para bosquejos de laboratorio donde el acontecimiento bélico resulte fácilmente pronosticable. El choque drástico de voluntades supone la imprevisible incidencia del elemento moral, el componente imprevisto del terreno, la inerradicable contingencia de un duelo donde el General deberá acreditar arte además de ciencia, improvisación además de saber positivo.
Perón, también subyugado por la figura de Napoleón, consumará la yuxtaposición plena de guerra y política. Aferrado al concepto de "nación en armas" establecido por otro militar prusiano, Colmar Von Der Goltz, verá a los pueblos como ejércitos sociales, enjundiosos sujetos colectivos que blandiendo las banderas de soberanía política, independencia económica y justicia social, colisionan con minorías oligárquicas asociadas vilmente con los imperialismos de turno. En la construcción de naciones dignas, hay un punto en que el diálogo se interrumpe y sólo cabe cavar trincheras. En la guerra hablará la pólvora, en la política contarán los votos. La armonía, la comunidad organizada adviene tras la resolución radical de un conflicto primordial.
Perón era, en definitiva, un moderno. Suponía que la historia se desplazaba en base a la portación de sólidas verdades, enfáticas certidumbres que abastecen el frenesí mejorativo de los pueblos y suscitan luminosos cambios de época. Como en Clausewitz, la imbricación entre guerra y política le quitaba a la primera inanidad o ceguera criminal, y le brindaba a la segunda el condimento agresivo que requiere cualquier empresa que aspire a afectar tenebrosos privilegios.
Perón era, además, un progresista, si definimos como tal a quien afirma que el sendero de la historia se estructura sobre un sentido perfectivo de tendencia indefectible. Será el Conductor quien se monte sobre la evolución estricta de los hechos, y permita concretar la bienaventurada Hora de los Pueblos. Sociedades donde se reconcilien el yo y el nosotros forjando un modelo alternativo al demoliberalismo burgués capitalista y al socialismo internacional y dogmático.
En 1952 Perón ya no era instructor militar sino Presidente de la República. Cuando publicó en aquel año "Conducción Política" ya no adoctrinaba oficiales de Ejército sino dirigentes del Justicialismo. Pronunciaba en aquel manual una sentencia que nos interesa refrescar: "conducir no es mandar sino persuadir". Esto quiere decir, lo que diferencia al estratega militar del conductor de pueblos es que, si bien ambos personifican robustas convicciones, el primero las impone y el segundo las pregona; por cuanto llegó hasta allí gracias al consentimiento activo de un pueblo que no es mera tropa. Perón fomentaba el intento de esgrimir verdades guerreras, parteras de épicas mutaciones nacionales, manteniendo a su vez un perfil persuasivo, dialógico.
El esquema propuesto por Perón no deja sin embargo de contener rasgos problemáticos. La política imaginada como emplazamiento de trincheras habilita en un punto intransigencias, afincamiento rígido en una moral renuente a cualquier transacción, animosidad vigilante contra todo aquel que se abroquela en resguardo de intereses que el adversario considera intolerables. La noción de "persuasión" implica por contraste un relajamiento de la puja, permeabilidad del contrincante a la plática del Líder, disposición sin escudo al ingreso paulatino de certezas que hasta entonces se venían rechazando.
Es más, es sintomático que Perón utilizara el verbo "persuadir" y no uno mucho más frecuente, "convencer", en aras de delinear la tarea pedagógica del Conductor de masas. ¿Cuál sería la diferencia específica entre una y otra acción? Pues que "convencer" supone la incorporación plena por parte del otro de una verdad preestablecida que le resultaba hasta allí ajena; mientras que "persuadir" define la difusión de una verdad propia pero siempre mediada por el tamiz de la receptividad crítica del interlocutor de turno. En el primer caso hay una cadena de conceptos autosuficiente que aspira a sumar a un equivocado, en el segundo un ejercicio argumental en la cual el sujeto al que nos dirigimos retiene una cuota de sabiduría que en principio se le retaceaba.
Ahora bien, ¿cómo resuelve Perón este delicado equilibrio entre belicosidad y razón dialógica? Conviene aquí citarlo textualmente. "Algunos creen que gobernar o conducir es hacer siempre lo que uno quiere. Grave error. En el gobierno, para que uno pueda hacer el cincuenta por ciento de lo que uno quiere, ha de permitir que los demás hagan el cincuenta por ciento de lo que ellos quieren. Hay que tener la habilidad para que el cincuenta por ciento que le toque a uno sea lo fundamental. Los que son siempre amigos de hacer su voluntad terminan por no hacerla de manera alguna".
Perón establece, como vemos, un régimen de circulación de las verdades en política. Una prelación estratégica en la cual cada actor se afirma en convicciones que considera innegociables, pero admite que en la comunidad transitan otras prioridades que requieren ser justipreciadas como condición de cumplimiento de los principios sustantivos que ordenan cualquier proyecto de nación.
Puesto de otra manera, la política se define por la combatividad que despliega en torno a la aplicación de su sistema de valores, pero solo adquiere eficacia en dicho ejercicio en cuanto se muestra receptiva para conceder a quien momentáneamente está enfrente parcial legitimidad a aquello que sin embargo no considera decisivo.
Talentos que se aprecian entonces en un buen militante. Fidelidad a una visión del mundo (para exorcizar el oportunismo y la claudicación), sensibilidad para la discrepancia (para no sucumbir a los microclimas) y capacidad para innovar (cuando lo que dábamos por seguro se marchita).
En estos días en donde cunden la perplejidad y el encono, pertinentes son estas recomendaciones. Ha triunfado en ejemplares elecciones presidenciales un proyecto político que trae al gobierno el más añejo recetario del neoliberalismo. Comienza a ejecutarse, claro, y la sociedad comprensiblemente se moviliza con fiereza para preservar derechos otrora conquistados. Pero cuidado, aún resta mucho para explicar porqué este inédito grupo de hombres persuadió a (un poco más de) el 50% de nuestros compatriotas, qué segmento de verdades legítimas el kirchnerismo ignoró o subestimó, en qué momento una agenda de impecables convicciones merodeó el dogmatismo.
He ahí el desafío de la hora. Voluntades enjundiosas para mantener en alto las banderas de la soberanía y la equivalencia social, y mentes introspectivas y cautelosas para indagar en las torpezas que abrieron las puertas a quien ahora disfruta de la supremacía.
La llamada "batalla cultural", por si hiciese falta aclararlo, no es nunca el asentamiento irreversible de certezas mayoritarias, sino un campo inestable de percepciones que se mueve al compás de aciertos y errores de cada contendiente. La política que en democracia se pretenda hegemónica no es la mera propalación de lo que se intuye evidente sino una articulación contingente de racionalidades heterogéneas. Haber olvidado esa enseñanza le costó al Frente Para la Victoria la elección del 22 de noviembre.
*Filósofo
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