rosario

Domingo, 11 de enero de 2009

LECTURAS

Perversa satisfacción

 Por Armando Rondelli

Hacía un rato que Rubén esperaba sentado bajo el refugio de una sombrilla. El refresco de menta tenía gusto a recuerdo... El calor en la ciudad de Toulouse era intenso pero la plaza estaba concurrida. El reloj del Capitolio marcaba las diez de la mañana cuando sus campanas hicieron brotar palomas en lo alto...

El perfume a violetas que bajaba de la montaña del Midi Pyrénées había sido disipado por el sol. Floristas ambulantes ofrecían aromáticos bouquets que coloreaban con regocijo la mañana luminosa.

Las mesas de los bares bajo las galerías estaban ocupadas por turistas. Pero Rubén había conseguido una pequeña, en un rincón apartado, al reparo de miradas extrañas.

Con puntualidad, la muchacha se acercó, esquivó las mesitas ágilmente hacia el lugar de reunión.

-¡Saint, Rubén! -un par de besos en las mejillas sellaron el comienzo del encuentro. Era una joven bonita, de rostro fino y cuidado. Un vestido de verano, breve y sutil, la envolvía.

-¿Qué tal, Juliette? -Rubén respondió galante.

La muchacha fastidiada puso con brusquedad el bolso de mano en la mesa y buscó un cigarrillo. Lo encendió con movimientos rápidos, calculados.

-¡Veo que estás nerviosa, ¿pasa algo?! -dijo inquieto el hombre, que sospechó ser la causa del conflicto, a pesar de que tantos años de amistad nunca habían sido opacados por enojos y rencores.

Para Juliette era una relación basada en el respeto y la admiración, dos peligrosos condimentos para un romance apasionado. Rubén era el director de la carrera de bellas artes, y ella su docente, la más hermosa, entre todas.

-¡Perdón, Rubén, como ve estoy molesta, pero la cosa no es con usted! ﷓lo tranquilizó mientras ordenaba un aperitivo al camarero que se había acercado con amabilidad.

Y continuó:

-¡En realidad, tengo que decirle que estoy verdaderamente irritada!

Rubén había abandonado todo intento de conquista amorosa con Juliette, desde que ella contrajo matrimonio con su amigo Bernard. Pero, aún sin esperanzas, la amaba en secreto, con pudor y resignación.

-¡Sabe..., hoy Bernard estuvo verdaderamente insoportable! ﷓dijo la joven que se mostraba irascible.

-¡Dímelo, Juliette! -insistió sonriente. Supuso que se trataría de alguna broma de su amigo, que había producido un enojo exagerado en su esposa.

-¡Desde anoche Bernard quiere hacerme el amor, y yo no estoy dispuesta, está verdaderamente inaguantable! No quise, me he resistido a pesar de su insistencia. ¡Es pesado!

Lejos estaba Rubén la posibilidad de escuchar esa confesión privada, tan íntima y personal que intentó minimizar el contenido de la declaración, justificándolo:

-¡Los hombres, cuando aman de verdad, se apasionan y a veces no miden las consecuencias. Tenele paciencia, es una buena persona, es cierto que, a lo mejor es algo infantil, pero de buenos sentimientos!

Rubén logró enhebrar la idea algo turbado, hasta conquistar un silencio tranquilizador.

Juliette, mientras tanto, dejaba el rouge de sus labios impregnado en el borde de la copa, como la huella de un beso perdido y se quedó mirando a la distancia. Eso la tranquilizaba.

Y luego el diálogo transcurrió, con normalidad, sobre temas relacionados con la organización de la cátedra de Historia del Arte y con cuestiones gremiales, que habían motivado el encuentro. Tomaron nota, discutieron amigablemente, y el tiempo pasó inexorable hasta dar las doce del mediodía.

Terminada la reunión, Juliette recogió sus cosas y saludó cariñosamente a su director. El permaneció sentado por unos minutos, para verla alejarse hacia la escuela.

En la plaza, los turistas continuaban disparando fotos a la hermosa fachada del edificio del Capitolio, con inexplicable apremio.

El hombre cruzó la plaza rumbo al bar de costumbre por la calle Farahon. Se sentía azorado por la extraña confesión de su amiga. Percibió que Bernard había sido humillado, como un débil adolescente desnudo, expuesto a la multitud. De cualquier manera, pensó que había quedado abierta la puerta para arremeter, con emociones íntimas, en el alma de Juliette.

Siguió su camino con paso lento por la vereda que acompaña el río. Se sentó en el césped, bajo un pequeño árbol, para contemplar el Garona, que con su deslizar manso, lograba con frecuencia poner en orden sus pensamientos.

Finalmente en la taberna, Rubén halló a sus amigos y con sorpresa encontró a Bernard fumando su eterna pipa, frente a un vaso de vino.

-¡Bernard!, ¡¿cómo estás?! Es raro verte por acá a estas horas -dijo Rubén, con cierto asombro, luego de saludarlo.

-¡Hola, Rubén! ¿Tomás algo?

-Una Budweiser, por favor -ordenó al camarero, que se había acercado.

Bernard prosiguió con voz tranquila y pausada:

-Hoy no fui a trabajar, tuve una noche de locos.

El bullicio del lugar y una música electrónica en el ambiente generaban una distorsión en las palabras, por lo que Rubén pidió aclaración.

-¿Qué dices?

-Que tuve una noche de locos, Juliette quiso tener sexo, y tú sabes, este macho nunca se niega. Fue pura lujuria, nos revolcamos hasta el amanecer.

Quedaron en silencio. Comprobó que Bernard había mentido, escondiendo un fracaso contundente. Rubén quedó mirando a la distancia y su último trago de cerveza tuvo sabor a vergüenza...

Pasaron los días. El calor en el sur de Francia se hacía sofocante, y la ciudad de Toulouse parecía vacía, parte de sus habitantes la habían dejado en busca del clima veraniego del mar o la montaña. Bernard y su bella mujer viajaron a la costa atlántica, y Rubén prefirió quedarse en su tranquila residencia para concluir algunos trabajos pendientes. Fue en cierta oportunidad, cuando abocado a esa tarea, que un llamado telefónico resonó en el estudio del director:

-¡Aló, Juliette!, ¡qué sorpresa! -la voz de la muchacha parecía revelar cierta impaciencia a través del teléfono móvil, a pesar de que el ruido del motor del auto interfería en la claridad del mensaje. Pero Rubén había comprendido que la joven viajaba hacia Toulouse sola, y que él debía esperar.

Eran las ocho de la noche. La tarde había comenzado a teñir los árboles de un verde oscuro inquietante, y las luces de la calle se iban encendiendo poco a poco. Rubén, ansioso acomodó lo mejor que pudo la sala y se dispuso a agasajar a su visita con una cena frugal, improvisada con poca cosa. Pero se esmeró con exquisito gusto para preparar la mesa, en la que incluyó unas velas sugerentes, y un beaujolais especial.

El automóvil avanzaba a considerable velocidad por la autopista de ingreso a la ciudad. Juliette, de improviso, en la distancia, distinguió unas luces en el camino que la obligaron a disminuir la velocidad. Llevaba puesto un vestido de seda que, pegado al cuerpo, permitía descubrir la sensualidad de su contorneada y espléndida silueta. Un escote insinuante la convertía en una mujer dispuesta a hechizar a cualquier hombre. Su belleza, con seguridad, cautivaría a Rubén, hasta límites inconfesables.

Juliette, detuvo el coche al ser encandilada por una luz intensa que la obligó a desviarse hasta una gasolinera lindante. La ruta estaba en reparación. Aprovechó para cargar combustible y tomar un refresco en la cantina.

Acercándose a la barra, que curiosamente estaba desprovista de clientes, encendió un cigarrillo y ordenó agua mineral. Un par de viejos ventiladores de techo giraban lentos, intentando disipar el calor y el humo. Una luz lateral daba un clima apropiado para que Juliette cediera unos minutos a la reflexión sobre los próximos pasos a dar en casa de Rubén. Aunque sabía que, definitivamente, daría rienda suelta a sus fantasías reprimidas desde hacía tiempo.

Luego de unos minutos un hombre de tez oscura, de aspecto rudo, se sentó displicente en una mesa del salón en penumbra. Había dejado estacionado el camión, con el motor en marcha, confiando en que un refrigerio restaurador atenuaría el cansancio. Su indiferencia quedó demolida frente a la silueta de Juliette, que se reflejaba en el espejo iluminado. Sugerente, provocativa a los ojos del extraño. La joven se recogía naturalmente el cabello, desnudaba un cuello delicado, terso. El calor, la noche y un impulso atávico hicieron lo demás.

La muchacha haciendo caso omiso a las miradas del camionero, se dirigió al toilette. Un retoque final en el maquillaje era oportuno, dada la cercanía de su destino con Rubén. Pero, inesperadamente, la puerta del pequeño baño se abrió y el hombre moreno se abalanzó brutalmente sobre ella. Le cubrió de inmediato la boca con una mano enorme, inmovilizándola. Un olor a gasoil y una respiración jadeante percibió Juliette de su agresor. La otra mano empezó a recorrer impúdicamente su cuerpo, debajo del vestido de seda. De improviso fue tomada de la cintura, y contra el lavabo la giró con brusquedad para someterla desde atrás. Juliette no se resistió. Todo rechazo parecía ilusorio e inútil. Inexplicablemente sintió un placer profundo, desconocido, mientras el hombre seguía avanzando una y otra vez. El moreno finalmente retiró la mano de la cara de la joven, quien continuó soportando el embate, con un deleite múltiple, silencioso. Luego de exhalar el último y prolongado estertor, el hombre se acomodó la ropa y salió rápido. Pero antes de abandonar el baño, se dirigió a Juliette socarronamente, despidiéndose en un francés foráneo: "¡adíeu, ma petite chienne!" ("adiós, mi perrita") y luego se alejó.

La joven, atónita, quedó en silencio por varios minutos, tratando de reponerse de lo ocurrido. Salió de la cantina, y ya en el automóvil emprendió el regreso hacia el mar, junto a su marido, a quien había abandonado.

Mientras tanto Rubén, con desolación, esperó en vano toda la noche. Sumergido en un sueño inducido por el vino, logró despertarse recién entrada la mañana.

Un perfume a violetas descendía de los Pirineos...

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