rosario

Domingo, 18 de enero de 2009

LECTURAS

Isla blanca

 Por Francisco Pavanetto

Sebastián había encontrado a su mujer en la cama con otro y le dio dos días para que empaque y se mande a mudar. Ella había intentado tranquilizarlo y Sebastián con su mano en el cuello la había aplastado contra una pared. "No intentes detenerme, no intentes justificarte, no me pidas que me calme, no me pidas que no grite, porque si no grito te mato". Le explicó.

Era viernes.

Con Irene habíamos alquilado a principio de año una modesta casa en las afueras de la ciudad y todos los viernes, luego de salir de trabajar, ella me esperaba en la puerta de mi oficina con un bolso listo para partir. Aquella tarde Sebastián esperaba junto a ella.

Sebastián se ubicó en el asiento de atrás, del lado de Irene. Rápidamente logramos salir de la ciudad. Se encontraba callado. Iba recostado contra la ventanilla y de vez en cuando la abría y permanecía con la cabeza fuera unos minutos. Al llegar al primer peaje se apresuró a alcanzarme el cambio justo. Luego volvió a su posición original. Era un viaje largo. Sólo cuando pasamos frente a lo que parecía ser una colisión entre dos camiones Sebastián alteró su posición y se pegó a la ventanilla. No la bajó. Aminoré la marcha. Parecía que había personas heridas. Una ambulancia se encontraba en el lugar sólo con las luces de precaución encendidas dibujando círculos contra los autos que pasaban. Un oficial nos hacía señas para que tomásemos el carril derecho. Sebastián observó cada detalle del violento accidente. En un momento pareció murmurar algo, demasiado leve para entenderlo. Al sobrepasar la zona pudimos advertir las marcas de una extensa frenada que terminaban en la cabina de uno de los camiones. Las luces de la ambulancia fueron desapareciendo. Sebastián volvió a su posición.

Ya estábamos a mitad de camino. Pronto tendría que cargar gas. Irene se detuvo en mis ojos un instante y dijo: No puse las alarmas.

-¿No te importa saber a donde vamos?

Sebastián miraba un punto ciego. -No.

Irene trotó desde la casa hasta el auto. -Listo. Emprendimos nuevamente el viaje.

Nos detuvimos en la primera estación de gas. Sebastián esperó apoyado en un cartel a veinte metros. Se apresuró y pagó el gas, luego me alcanzó el cambio justo para el peaje. A la derecha un cartel prohibía fumar, quedarse en el auto y hablar por celular. Nunca entendí esta última.

Nuevamente el accidente.

La ambulancia ya no estaba. El personal policial había disminuido. Un periodista buscaba el mejor fondo para su reporte. La luz de la cámara brindaba una perspectiva mucho más dramática, pintaba todo con una potente luz blanca. Un bombero esperaba fuera de cuadro a ser entrevistado. Ya no había balizas y el oficial que desviaba los autos ahora estaba sentado en su patrulla hablando por un teléfono celular. Sebastián contemplaba la escena como si intentase encontrar la pista exacta que le permitiera comprender lo sucedido.

El camino se hizo de tierra. Podía escuchar los dientes de Sebastián rechinar por el polvo que levantaba un auto delante nuestro. Subió la ventanilla. A los costados se veían infinitas extensiones de campos agotados. Algunos con vacas que pastaban, otros esteparios. El abundante hidrógeno de su abono tardará diez años en devolverla la vida. Las vacas no vivirán hasta entonces.

Pasamos el resto del día tirados en unas repoceras sin hacer prácticamente nada. Irene se había quedado dormida en su mecedora. El calor distorsiona todo lo que toca. Sólo unas pocas nubes. El sonido del tanque cargándose. Algunos pájaros. El río más allá.

Sebastián permaneció junto al alambrado observando fanáticamente las estúpidas rutinas de los cerdos del terreno contiguo. Luego me pidió las llaves del auto para ir a un mercado que había visto a la entrada del pueblo. Me preguntó si Irene era vegetariana y luego partió con mi auto. Mientras, me recosté a dormir una siesta y al levantarme lo encontré sentado observando los juncos detrás de la casa.

-Deberían cortar la maleza -dijo. La totora ascendía a más de un metro. Se levantó y se fue hasta un pequeño galponcito al final del terreno. Al rato apareció con una guadaña.

Entró a la cocina con la ropa empapada en sudor. Aún permanecía la guadaña en sus manos. Tomó un encendedor, perdí el mío, dijo, y salió nuevamente. Irene salió detrás de él. La sola presencia de Sebastián la alteraba. Se sumía en un estado de perturbación extenuante. Aceptó que nos acompañe sólo cuando le conté el episodio con su esposa. Nunca logró entenderse con Sebastián, decía que él hacía lo imposible para alejarnos. Nunca comprendí las razones de semejante desprecio, de tamaña renuencia. Era una cuestión de piel.

Salimos y fuimos hasta la calle. Sebastián se encontraba parado frente a una gran fogata que había conformado con todos los juncos del fondo. Irene se volvió y contempló el terreno lacerado. El fuego era transparente. Nos quedamos parados alrededor de la fogata, hipnotizados. Ninguno dijo nada. El fuego era paz.

Volvimos a la casa. Todavía había luz. Irene entró a la casa con una gallina viva aferrada con sus manos. Frente a nosotros la apoyó con total serenidad sobre una tabla de madera, tomó la cuchilla más grande y de un potente golpe la desnucó. La mantuvo apretada hasta que cedieron los estertores. Irene era profesora de natación para niños y adolescentes con disminuciones físicas. Era una situación impropia para los de su especie, los profesores de natación no matan gallinas con sus manos. Giro la cabeza por sobre su hombro y dijo vamos a tardar en comer.

Aquella demostración de poder nos mantuvo silenciado durante toda la cena. Era un pequeño pollo, concluí que vivo parecía más grande.

Sebastián se levantó y fue hasta la heladera. La abrió y permaneció mirando como intentando localizar algo ausente. Luego la cerró y volvió a la mesa. Con Irene decidimos juntar sueño jugando una partida de scrabel. Sebastián se tiro frente al televisor y se quedó dormido. Irene lo cubrió con una ligera sábana y le dejó sobre un velador una muda de ropa limpia. Mi ropa le calzaba perfectamente debido a que había engordado considerablemente los últimos meses. Fui hasta la alacena, Irene se dirigió al cuarto, estiré mis brazos y saque, no sin esfuerzo, un viejo Chivas Regal que había adquirido cinco años atrás en un viaje relámpago por Cataluña. Permanecía cerrada desde entonces y esperaba una ocasión especial para abrirla.

El audio viró de repente. Me volví hacia donde había visto por última ves a Sebastián, en el canal seis transmitían un viejo concierto de la orquesta nacional interpretando el Réquiem de Mozart. Sebastián resopló en el lugar y dijo carente de intención "Mozart es muerte".

Guardé la botella y me quedé parado junto a él observando el concierto. La síntesis de su sentencia impidió que lograse echar sueño hasta entrada la madrugada. Alrededor de las seis me despertó el sonido de la ducha que se amplificaba a través de la pared. Por las rendijas de la persiana comenzaba a surgir la claridad de la mañana. Eché un toallón sobre la persiana y logré dormirme.

Irene había preparado el desayuno. Fue ese segundo huérfano, artificialmente ancho, entre "hice" y "tostadas" el que me perturbó, sin razón aparente, durante toda la mañana. Sebastián había salido me dijo cuando bajé del cuarto. No sabía dónde ni cuándo volvería. Me pareció extraño. Encontré sobre el sillón, frente al televisor, su vieja ropa humedecida aún por la transpiración. Salí, fui hasta la calle. La montaña de totora se había consumido por completo, sólo un montoncito de pasto húmedo y un leve olor a quemado. El rocío de la mañana lo habría apagado. El rocío es una fuerza desestimada. Volví adentro. Irene se encontraba lavando los platos de la noche anterior. Me arrojé sobre el sillón. Prendí el televisor. Una madre les había prendido fuego a sus hijos y luego se había suicidado. Inútilmente intenté comprender desde mi sillón las razones de aquella madre. ¿Qué podría haber ido tan mal? No tenía deseos de subir el volumen. La imagen mostraba lo que deberían ser sus dos hijos carbonizados. Un familiar buscaba consuelo en el lugar equivocado. Una vecina se había transformado en el informante clave. Comprendía que era una vecina por la forma en que estaba vestida. Nuevamente una ambulancia, celulares, policías. Irene me tomó de la mano y se sentó sobre mí. Pasó sus piernas a cada lado de mi cadera y me beso con vehemencia. Nos sacamos la ropa torpemente. No recuerdo la última vez que habíamos tenido sexo. No parecía importarle que Sebastián pudiera llegar en cualquier momento. Hicimos el amor salvajemente. Al finalizar aún permanecía con la camisa puesta. Nos quedamos recostados sobre la alfombra del comedor. El televisor permanecía encendido. El servicio meteorológico pronosticaba fuertes lluvias para la noche. Nos cambiamos rápidamente sin decir palabra. Irene me pregunto si tenía hambre, le contesté que todavía no, y de todas formas puso a hervir arroz. Me dirigí al baño. Sólo deseaba darme una ducha.

Almorzamos a eso de las cuatro. Sebastián no había aparecido aún. Irene se retiro al cuarto, prefería dormir la siesta cómodamente en la cama, bajo el ventilador. Yo me dirigí a la galería. Encontré sobre la mesa el diario del día que debería haber comprado Sebastián antes de salir. En la portada aparecía un pequeño recuadro del accidente sucedido en la ruta. Busque el desarrollo de la noticia. Al no haber foto anticipé que solo se trataría de una colisión más entre tantas que sucedían a diario de las que uno nunca tenía conocimiento. Cerré el diario. Recordé que Sebastián había quedado en cenar con su familia por la noche y que no tardaría en llegar. Sequé un plato y cubiertos para que llevase puesto que su madre se acababa de mudar y todavía no había desembalado. Esperé sentado sin hacer nada. Reposé la vista en una pila de leña que formaba una pequeña muralla prolijamente construida y olvidada desde quién sabe cuando.

Hacía demasiado calor y decidimos sacar la mesa y comer fuera. Irene preparó unos tomates rellenos con atún y el arroz sobrante. También había un pote con unas pocas lenguas a la vinagreta y en un plato trozamos el resto de una milanesa fría. Corté algunas rodajas de limón y prendí un espiral aunque por alguna razón no había demasiados mosquitos. Irene había dispuesto solo dos platos. No esperaba a nadie más. Cenamos.

El cable del televisor no llegaba hasta la galería, lo dejé dentro apuntando a través de la ventana. Irene hablaba por teléfono con su madre. Nuevamente reponían la noticia del accidente en la ruta. Entre tantos patrulleros y personas que iban y venían me llamó la atención mi auto. Eran imágenes del día anterior y recordé que Sebastián me lo había pedido para llegar hasta el mercado. Me quedé observando detenidamente el informe. Allí estaba, sentado en el arcén, sin hacer nada. Su rostro pálido carecía de toda expresión. Una presencia fugaz y etérea. Los policías pasaban junto a él sin notarlo. Su anodina presencia sólo podía ser capturada por la obstinación de una cámara. Permaneció allí. Siempre estuvo allí. Cortaron a la entrevista del oficial que hablaba por celular. Esa fue la última vez que lo vi.

Irene se encontraba extrañamente serena y relajada. La noche entera se expandía impenetrablemente oscura y sosegada. Pensé en lo último que había dicho. "Mozart es muerte". Y entendí que jamás comprendería su significado.

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Imagen: Germán Aponosovich
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