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Viernes, 13 de agosto de 2010

WEDDING PLANES

La ley del escondite

 Por F. C.

El otro día, charlando con una pareja de amigas lesbianas, les pregunté si iban a casarse y, así, destaparse de una vez por todas. Llevan años fingiendo que son buenas amigas y, a estas alturas, podría decirse que las únicas que no están enteradas de su relación son ellas mismas. La respuesta fue que no sólo no iban a casarse sino que iban a seguir en el closet. Que no querían disgustar a los padres, ya mayores, ni poner en un compromiso a los hijos, adolescentes... (habría que escribir un artículo aparte sobre el tema de cómo las familias aceptan mucho mejor a las parejas homosexuales que “no lo dicen” que a las que “lo dicen abiertamente”).

La respuesta de mis amigas me quedó resonando en el cráneo como una potente campanada. ¿Cómo? ¿Qué? ¿Por qué?

Está claro que no todos los homosexuales tienen por qué optar por el matrimonio —una forma sin duda burguesa, conservadora y probablemente anticuada de organizar la sociedad—, pero habrá que convenir en que ya no hay razón alguna para esconderse. La homosexualidad se ha equiparado a la heterosexualidad por el solo hecho de haber alcanzado un mismo rango delante de la ley. Por decirlo de algún modo, las relaciones entre personas del mismo sexo pueden llegar a ser igual de respetables (al menos si sus miembros se casan). Y eso es algo que nuestra sociedad, que ha dado un paso adelante gigantesco en la defensa de la igualdad de derechos, admite desde el momento en que lo ha regulado. Como en su día aceptó el voto de la mujer, el matrimonio civil o el divorcio.

¿Qué es entonces lo que lleva a mis amigas a seguir en el closet? ¿De veras vamos a creer que se trata de no disgustar a nadie? Entonces, ¿por qué pelean con padres e hijos por otros temas? No decir quién es uno acaba por ser una tortura que causa heridas profundas y a la larga incurables. Es una fuente de infelicidad, tanto para uno mismo como para quienes lo rodean. A fin de cuentas, es peor que nos rechacemos nosotros mismos a que nos rechacen los demás. Y, finalmente, ¿para qué queremos cerca a quienes nos rechazan? Como dijo Greta Garbo: “Quien no me quiere, no me merece”. Ese puede ser el trampolín sobre el que saltar para dejar atrás el miedo. Sólo nos quiere de verdad quien nos respeta. Por nuestra parte, respetar a los que amamos es, entre otras cosas, dejarles saber quiénes somos. Ese es el trueque justo.

Está claro, sin embargo, que las leyes que rigen nuestra sociedad no son las mismas que mandan en nuestra cabeza. Muchas personas heterosexuales seguirán pensando que la homosexualidad “no es lo mismo, no es igual, es otra cosa y debería recibir otro nombre cuando dos de ellos se juntan”. Y muchas personas homosexuales, incapaces de identificarse por completo con su opción, pensando tal vez durante toda la vida “que al final se les va a pasar” (o algo parecido, no sé), seguirán siendo esclavas de, llamémosla así, la ley del escondite, una ley no escrita y perversa que hace que los que no son mayoría no se sientan minoría sino inferiores.

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