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Viernes, 27 de enero de 2012

MI MUNDO

Divinas glorias

¿Qué tenían ellas que no tenemos nosotros? El ciclo “Cine de los grandes estudios: Divas” (IncaaTV) presenta películas clave de las grandes actrices argentinas de los años ’40, en las cuales un solo gesto, una escena o una linea de diálogo consiguen poner en cuestionamiento la inercia de la dominación masculina.

 Por Adrián Melo

”Por qué seremos tan perversas, tan mezquinas/ (tan derramadas, tan abiertas). Por qué seremos tan disparatadas y brillantes / abordaremos con tocado de pluma el latrocinio / desparramando gráciles sentencias (...) Por qué seremos tan sirenas, tan reinas”, se preguntaba Néstor Perlongher desde su ya clásico poema “Por qué seremos tan hermosas” (1980), reflexionando quizá sobre las identidades gay. Las mismas preguntas podrían hacerse Delia Garcés, Amelia Bence, María Duval, Zully Moreno, Mecha Ortiz, Tita Merello, Olga Zubarry o algunas otras de las adoradas divas de los años de oro del cine argentino que el canal IncaaTV busca homenajear con este ciclo que empieza el lunes. Eternas en la plenitud, quizás encarnan la ilusión de congelar un instante en que la vida se abre a diferentes destinos o, mejor, de captar en un solo gesto ese momento en que la belleza puede transformarse en cualquier cosa: en la alegría y el placer, la pasión y la sexualidad, el sacrificio y el amor, pero también en la perfidia, el odio, la maldad (ya escribió Rilke que “la belleza es el comienzo del horror”). Por ello, el cine particularmente las deja extáticas en blanco y negro, en imágenes que perduran a través de las generaciones: la brutal Carancha de Tita Merello remando por la vida de su rival y la de su futuro nieto en Los isleros, o jovencísima a sus cincuenta años cantando y bailando con una gracia jamás igualada en Se dice de mí; Catita danzando paródicamente El canto del cisne, la espalda desnuda de Olga Zubarry, los ojos de Amelia Bence, Mecha Ortiz abrazada febrilmente a Roberto Escalada diciendo: “Si el amor no fuera la muerte, el cisne no moriría”. La selección del canal del Incaa hace particular hincapié en aquellas películas en donde dichas mujeres se alejaron de los paradigmas de la dominación masculina. Aquí va el retrato de dos de las menos visitadas.

La pícara soñadora: Delia Garcés

“Delia Garcés, con su encanto adolescente, sus grandes ojos suaves y su gran boca en esa carita tímida (lo de la boca grande es una suerte, pues la salva de una belleza convencional) habla y se mueve (a Dios gracias) sin la menor afectación”, escribió sobre ella nada menos que Victoria Ocampo desde las páginas de la Revista Sur. Celebrada unánimemente por público y crítica, nadie mejor que ella para interpretar La dama duende (Luis Saslavsky, 1944), aquella mujer invisible, o sea tapada o escondida en la oscuridad, que aun así logra captar la atención y enamora a los hombres.

Aunque frecuentemente las protagonistas femeninas culminen aceptando el statu quo vigente o sean sacrificadas o redimidas por la misma sociedad que intentaron transgredir, el cine argentino llamado “clásico” o de los grandes estudios permitió a sus divas vivir pasiones extraordinarias, llevar los sentimientos a la desmesura o incluso burlarse de los hombres. Así, en Mi marido y mi novio (Carlos Schlieper, 1955), la película elegida para festejar la delicada hermosura de Delia Garcés, una joven intenta vengarse de su marido mujeriego haciéndole creer que ella misma es infiel. Si bien los cánones de la época no permiten consumar la infidelidad sexual, logra burlarse de su marido y la vemos en una escena con el look de Judy Garland en Valle alegre (Charles Waters, 1950) canturreando: “Yo sé que los hombres (...) / en casa nos hacen quedar”. Aprovechando el rostro y el aire inocente que conservaba aún al borde de los cuarenta años, Delia Garcés se mueve pícara y seductora entre las mesas de hombres, señalándolos con el dedo y acusándolos en la misma canción de “apoyar a los mariditos que creen, ¡pobrecitos!, que nuestro deber es vestir santitos”. Aunque recordada por ser prototipo de la feminidad y por su sonrisa que en la coquetería no perdía el matiz angelical, la misma Garcés interpretó a la Nora de Casa de muñecas (Arancibia, 1943), la esposa que se rebela contra su marido (el afrancesado George Rigaud en la versión argentina) por tratarla a ella y a sus hijos como juguetes. Sin embargo, la película se malogra porque –¡ay!– en un final que hubiera espantado a Ibsen, la mujer perdona y regresa al hogar del marido justamente abandonado.

La cara de la inocencia: María Duval

Lejos de Delia Garcés, lejos de las mujeres dominantes, conflictuadas o conflictivas interpretadas por Amelia Bence o Mecha Ortiz (aunque Ortiz presentaba también la variante de la mujer o de la prostituta redimida que lo sacrificaba todo por amor), lejos de la fiereza de los personajes de Tita Merello o de las femmes fatales con el rostro de Zully Moreno, María Duval representaba (como luego lo hizo Mirtha) el candor de la adolescencia sin sombras ni complejidades, aunque en varias ocasiones interpretara a jóvenes huérfanas. Algunos de los títulos que protagonizó hablan por sí mismos: 16 años, Los chicos crecen, La novia de primavera, Besos perdidos, Cuando florezca el naranjo. Era tan buena y pura, que en Milagro de amor (Francisco Mujica, 1946), sobre la leyenda de la monja tornera Margarita, cuando comete el desliz de fugarse del convento con un donjuán, regresa al cabo de cinco años y descubre que todo ese tiempo la Virgen María bajó del altar-cielo y suplantó su personalidad. Su inocencia se pone más de manifiesto en aquellas películas que comparte con otras divas y que suelen acentuar el perfil de cada una de ellas. Así, en La honra de los hombres (Schlieper, 1946) interpreta a Gunna, la joven soltera que se sacrifica por su hermana casada (Aída Luz) y asume la maternidad del hijo extramatrimonial de ella. Si María Duval interpreta el sacrificio desinteresado, Aída Luz representa a la mujer sola que desea ardientemente. En efecto, el personaje de esta última, la mujer de un pescador que pasa varios meses fuera de casa y padece la soledad, busca las manos del hombre (un teniente enfermo conocido de su marido que se quedó en la casa para restablecerse) sobre su cuerpo como una necesidad imperativamente física. Y, en un final digno de teoría queer, descubierto el engaño, las mujeres se quedan solas en el pueblo, criando al hijo recién nacido y los hombres pescadores consolidan la amistad masculina basada en la honra y se hacen juntos a la mar. De manera análoga, en Las tres ratas (Schlieper, 1946), que reúne a tres grandes divas (Ortiz, Bence y Duval) como tres hermanas que tras el fallecimiento del padre deben soportar la orfandad y la pobreza, cada una de ellas reacciona siguiendo el estereotipo fijado por el star system. Así, en Mecha Ortiz se conjugan el deseo reprimido, las pasiones frustradas y el espíritu de sacrificio; en Amelia Bence, la frivolidad, el desborde de la sexualidad y la complejidad femenina (“Mi única culpa es haber querido”, dice su personaje); y María Duval es simplemente una joven que estudia dactilografía y se enamora y se casa con un profesor (Ricardo Passano).

Sólo en dos películas (y no parece casual que una de ellas sea la elegida por el ciclo de IncaaTV) se intentó cambiar la imagen de María Duval: en La serpiente de cascabel (Schlieper, 1948) y en Cita en las estrellas (Schlieper, 1949). El cambio a mujer sensual precisó del cambio de tonalidad de sus cabellos: de morocha a rubia despampanante. En el primer film interpreta a una alumna (algo entrada en años) rebelde y revoltosa que se ve involucrada alternativamente en el asesinato de la preceptora a la que odiaba y en un romance con un detective disfrazado de profesor de música. En la segunda, propuesta interesante y surrealista, que probablemente haya servido de inspiración a Manuel Puig para sus personajes de Nélida y el irresistible y mujeriego Juan Carlos de Boquitas pintadas, María Duval es una mujer casada con otro hombre, que sueña que se casa en el cielo con su ex novio muerto y añora reencontrarse con él en las estrellas. “Nuestro amor no puede ser de este mundo”, se habían dicho los frustrados amantes antes de la tragedia y el adulterio que no pudieron cometer en la Tierra y que no rige para los placeres del cielo, alejados de las normas sociales. Como en muchos de los films de Carlos Schlieper (evidentemente un feminista avant la lettre), el punto de vista es femenino y el deseo es femenino. No parece casual que varias de las películas seleccionadas en el ciclo referido sean de este director, que en Esposa último modelo (1950) se burló de las expectativas de los hombres respecto de cuáles son los roles y las actividades que debe realizar una esposa. En la mayoría de sus comedias blancas, es la mujer la que instaura el orden familiar a base de mentiras, engaños, fingimientos o incluso a través de la fuerza. La boda o la reconciliación amorosa suele ser el final y el broche de oro que redime una cadena de engaños. Ello se ve particularmente en la genial Esposa último modelo, donde una encantadora Mirtha Legrand totalmente inútil en las tareas hogareñas se enamora de un hombre y, para conquistarlo, le hace creer que es una ama de casa ideal.

No parece casual que varias de las películas seleccionadas en el ciclo sean de Carlos Schlieper (evidentemente un feminista avant la lettre), donde el punto de vista es femenino y el deseo es femenino.

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