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Viernes, 26 de septiembre de 2008

PRIMER AMOR

Ese bigote rubio

 Por Walter Ch. Viegas

En los ’70, el glamour acrobático se lo disputaban los rollers de Olivia Newton-John, los saltos en alto de Linda Carter —la Mujer Maravilla— y el primer diez absoluto en la historia de los Juegos Olímpicos para Nadia Comaneci. Y pese a que en los deportes nunca tuve especial destreza (incluso los más habituales, como el fútbol, se me hacían tediosos), en vez de quedarme solito en casa dibujando castillos, quise sumarme a la moda gimnástica reinante. Así que les pedí a mis viejos que me anotaran en el club para gimnasia deportiva: “Algo que no tenga pelota”, dije.

En la primera clase, los pibes me clavaban la mirada de esa forma indagadora que incomoda a los advenedizos. Pero cuando el profesor me saludó desde sus ojos azules, supe que la mirada ajena además podía ser un estanque plácido donde caer en cámara lenta, como en una zambullida. ¡Lo lindo que era con su bigote rubio y esos ojos claritos! Enseguida supe que me había enamorado. Me fue imposible suspender el embeleso, anularlo, abollarlo como un inservible papel mojado y tirarlo a la basura.

El profe daba indicaciones y sostenía a los chicos en los ejercicios de colchoneta con sus brazotes musculosos. Inesperadamente olvidé mi pasado antisociable y adquirí una seguridad absoluta. ¡Así empezó la loca a dar vueltas en el aire, mortales para atrás y todo tipo de cabriolas! Como era muy esforzadito, enseguida desperté su admiración. Ahora sus brazos me sostenían a mí: la fama cuesta y hay que ganarla con sudor.

Pronto fui su preferido: me anotó para competir interclubes y prometió llevarme en su moto hasta un club distante porque era su competidor estrella. Esa tarde en la moto, el abrazo contra su espalda fue la coronación física de todo mi amor. En el torneo no gané medallas, pero él igual me felicitó.

Todo mi empeño se vio recompensado cuando me ofreció acompañarlo a las duchas. “No es bueno andar en moto transpirado”, dijo. Mis ojos, fluidos como el agua, fueron libres de deslizarse sobre ese vikingo desvestido. No hubo centímetro que no inspeccionaran, viendo correr la espuma por el masajeo vigoroso de su mano. Tenía un sexo largo y blanquísimo, enmarcado por una niebla rubia de pelos y un culo de piedra. El agua saltaba y rompía, torcía su curso y seguía rauda hacia abajo, como una catarata.

Aunque el profesor nunca se dio cuenta, los pendejos del club igual murmuraron a mis espaldas y empezaron a evadirme. Me angustié; con excusas y mentiras abandoné para siempre las clases y mi promisorio futuro de campeona olímpica. Aunque nunca olvidaría al profesor debajo de la ducha, un regalo lúbrico y resbaladizo como el agua de sus ojos.

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