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Viernes, 12 de septiembre de 2014

MI MUNDO

EN PANTALLA SIN PANTALLA

La representación de las relaciones lésbicas en el cine nacional tiene una corta y lánguida historia si se busca en el siglo XX. Las cosas empiezan a cambiar en las últimas décadas y como muestra crítica van estos tres títulos.

 Por Laura Arnés

Estrenadas a lo largo de la última década en el Bafici, estas tres películas construyen ficciones provocativas y hablan de un presente que se dispone a eludir estereotipos. A pesar de dar cuenta de diversas violencias que atraviesan a las mujeres, ninguna presenta a la sexualidad como un problema, porque es ahí, en esa potencialidad que el cuerpo disidente encarna, donde aparece la posibilidad de otra cosa. Podría pensarse, incluso, que estas películas construyen nuevos recorridos heroicos (o anti-heroicos): protagonistas que no temen a la pérdida, a la duda ni al desconocimiento, que no escapan de la precariedad ni de la contradicción ni tampoco se espantan ante la soledad de los posicionamientos inesperados porque es, justamente, la inestabilidad de las identidades y la derrota de las certezas lo que les abre el camino hacia nuevas opciones antes invisibles.

“Las pibas” (2012)

Dos pibas, un cuarto y una conversación. Quizás, el amor. Una piba, una fábrica y varios varones. Y, claro, el mundo. Este film, del prolífico Raúl Perrone, no es, como se dijo, una historia de amor. Es una historia sobre la violencia. Tal vez sobre encontrar un refugio, si es que tal cosa existe. Dos chicas, sentadas en una cama, hablan sobre ellas: sobre su vínculo, sus deseos, su vida. El tiempo narrativo es lento. Las pausas y los silencios, fundamentales. El foco se reconcentra en esa escena que va variando mínimamente, parecería que el fuera de campo no importase. Pero, en realidad, lo que no vemos, incluso lo que no se dice, es lo que marca a las chicas, lo que las constituye o, mejor dicho, lo que las destruye. Perrone, en una entrevista, explica que quiso mostrar la realidad tal cual es. A mi criterio, se excedió pero, tal vez por eso, el film se vuelve militantemente feminista. Dos jóvenes supervivientes que en un continuo lesbiano se aferran, se quieren, a veces se lastiman, pero juntas crean un espacio de intimidad donde cobijarse en un mundo que sólo parece agredirlas: intento de suicidio y madre maltratadora; violación, la alienación del trabajo fabril y la violencia de género y de clase; también un padre abandónico que vive en la calle. Y ellas, malabaristas inocentes, tan frágiles y, sin embargo, tan fuertes. Hay un lugar común: de coger sólo se habla. O, mejor dicho, la palabra “coger” queda flotando sobre el principio de la película, mientras ellas discuten la posibilidad de tener una pareja abierta. Pero, sin embargo, como suele suceder con las representaciones de lesbianas que impugnan el modelo patologizante, entre ellas sólo hay ternura y abrazos: besos en las mejillas, manos agarradas. En el único momento de sexo, hay llanto. Porque la película presenta el intercambio sexual en términos de violación y dominación, apogeo de una heterosexualidad al palo. Esto también podría ser leído como parte de un manifiesto feminista, aunque quizá, un poco demodé. Llamativamente, frente a las otras dos películas mencionadas en esta nota, la salvación no está en el movimiento. En cambio, la fuga se da en el recogimiento, y la sonrisa aparece en la dilación. Porque es en la detención improductiva donde se interrumpe cualquier lógica estructurante de lo social. Y entonces, recién ahí, la risa (que nunca llega a ser carcajada). Al comienzo, la protagonista cuenta: “Me agarró miedo porque pensé que no me iba a volver a reír... tenía miedo de no volver a ser la misma. Creo que no soy la misma, igual. Pero me puedo volver a reír”.

Eran, entonces, dos pibas. Dos lesbianas. Dos jóvenes intranscendentes, quizá marginales, que, unidas en la afectividad de un vínculo, dan forma a un espacio menor. Dos chicas que, en la contingencia de su encuentro, abren una falla en el orden hegemónico, en las lógicas disciplinadoras del mundo adulto, heterosexual y capitalista. Dos pibas que, con su risa, congelan al mundo en un instante de peligro.

“El niño pez” (2009)

En esta película de Lucía Puenzo (directora también de XXY), todo comienza, freudianamente, con un parricidio. O con una violación. O tal vez con una canción en guaraní. Lala, una adolescente de barrio privado, y Ailín, la mucama paraguaya, encarnan la pasión y la ternura. También la violencia. Versión disidente de Romeo y Julieta o de María y Tony, tienen, además, algo de Kill Bill y de Thelma & Louis. Como sucede en la película de Lerman, este film es por momentos una road movie: la fuga y la búsqueda (o quizá los encuentros) pautan el ritmo. El recorrido incluye asesinatos, prostíbulos, cruce de fronteras y, para Lala, obliga a un tránsito físico hasta volverse irreconocible genéricamente. Ailín tiene un cuerpo deseante pero, sobre todo, deseado por varones: un cuerpo violentado por el sistema heterocapitalista blanco. Y, sin embargo, cada abuso –cada penetración– la hace más fuerte. Así es ella, en su férrea vulnerabilidad, quien pauta los movimientos del relato y da vuelta la historia: es la conquistadora. Motiva la acción y el relato; pone en contacto mundos que de otro modo hubieran permanecido separados; la que encanta con su voz (como corresponde a quien parió un niño pez; es decir, a quien convirtió un infanticidio en leyenda esperanzadora). Al igual que en los otros dos films, la historia se narra sobre tensiones deseantes y no sobre razones. Y si las pulsiones se encuentran por encima de cualquier narrativa ordenadora del mundo, entonces, las dislocaciones y las errancias tienen que ser parte también de la estructura. Como consecuencia, la película se construye sobre flashbacks y superposiciones temporales pautadas por los afectos, a veces por los recuerdos. Lala y Ailín se miran y se desean. Se tocan y se calientan (“El frío se me quedo adentro hasta que te conocí a vos”, le dice una a la otra). Después Lala busca a Ailín, la salva y escapan hacia el Paraguay. No tienen nada más que la intemperie, pero nada más necesitan porque les pertenece entera:

–Ahora me besás y se termina...

–¿Qué se termina?

–Es un final feliz...

–No sé.

–Inventá.

–Tenemos la casa y el lago.

–¿Y vas a nadar conmigo?

–Hasta el fondo.

“Tan de repente” (2002)

Blanco, negro y el grano estallado. En este film empiezan siendo una piba y dos. Así, separadas. Después, por un rato, son tres y, al final, dos y dos (se suma un varón al final tranquilizador que Diego Lerman le dio a la nouvelle de César Aira). El espíritu gregario o, mejor dicho, el impulso moderno de la pareja estable y correctiva, sin lugar a dudas, desilusiona cuando gana la pulseada. “¿Querés coger?”, con esta pregunta podría decirse que empieza tanto la película como el devaneo o la aventura de las protagonistas. La interpelación no se da en la intimidad de cuatro paredes, sino bajo el cielo de un barrio porteño: “Te quiero tocar. Te quiero dar un beso. Fue verte y desearte. ¿No creés en el amor entre mujeres? Pero mirá que no te hablo del amor platónico”, dice una de las chicas: borcegos, pelo corto y cuero. “Ya sé pero no soy lesbiana”, contesta la otra, inquieta. “Yo tampoco”, retruca la primera. La interpelada es Marcia, una joven solitaria y algo depresiva. Quienes interpelan, dos chicas: Mao y Lenin, punks o lesbianas o feministas o, sencillamente, delincuentes. En realidad, no importa porque, en esta película, o por lo menos en su primera parte, ya no se trata de entrar en el sistema clasificatorio, sino de habitar un no lugar; de desplazarse hasta que no existan límites, leyes o clases. A diferencia del relato de Perrone, que prefiere la cámara fija y los movimientos medidos, éste se sostiene sobre el desplazamiento de los cuerpos y los deseos. De un pueblo a la capital y de ahí a la costa y a Rosario, las protagonistas se internan en un viaje inesperado que las mueve en el mapa y las sumerge en las profundidades de sus deseos. Primeros planos de ojos y bocas abundan.

Las líneas nos mantienen a raya, las rectas no nos permiten perdernos: los ejes que nos dirigen dependen de la repetición de normas productivas que se heredan y se reproducen. Y, sin embargo, sólo basta una interpelación y el cuerpo se desvía. Otros mundos y posibilidades, tan de repente, se hacen visibles. El cambio (la pérdida, la inversión) comienza así con el drama de la contingencia: por el modo en que un cuerpo es tocado (conmovido) por otros cuerpos que se acercaron a él; por una palabra que quiere ser escuchada. Lo más interesante de esta película se juega en esos momentos en que la violencia recompone, al exigir escapar de las categorías y rechazar las configuraciones subjetivas y sociales, productivas y temporales. Además, sostiene Mao, las pruebas por sí mismas valen tanto como el amor porque habilitan a la acción, a la transformación. Esta última, en este caso, se da en forma de pregunta: no hay respuestas. Sólo hay pasiones y actos, cuerpos en contacto. Se roba un taxi, se sale a la ruta. Se hace dedo, se cambia el destino. Se coge. Del amor no se puede hablar porque se construye en ese instante que es pura potencia, en el que todo puede suceder (y sucede), en el que todo se transforma: el amor es la pregunta “¿querés coger?”. Pero, lamentablemente, la intensidad del relato no es pareja: cuando las pibas llegan a Rosario la historia se vuelve más tradicional, más genealógica. Se busca a la familia: razones y perdones. Los personajes pierden sustancia y si antes la muerte no importaba, ahora transforma y produce la normalización. De cualquier modo, la duda queda: ¿quién es qué? La respuesta, por supuesto, no importa. l

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