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Viernes, 19 de diciembre de 2008

ENTREVISTA > AMANDA ROSENFELDT

Mujer no se nace, padre tampoco

Amanda no nació mujer, comenzó a hacerse ella misma cuando promediaba sus 37 años. Para entonces ya había formado una familia con esposa y dos hijos. La transformación de hombre a mujer no dejó en el camino su rol de padre ni el respeto y el amor que sus hijos sienten por ella.

Te definís como una “mujer-padre”, ¿qué significa?

–Yo me identifico como mujer y soy padre. Tengo dos hijos que durante buena parte de sus vidas me conocieron como hombre. A partir de la transición yo sigo siendo su padre, pero soy mujer. Ellos me dicen “papi”, lo cual no llama la atención de nadie, porque la gente, con la apariencia que yo tengo, no piensa que soy el padre sino que mi nombre es “Papi”.

¿Se modificó la relación con ellos a partir de tu transición?

–Se modificó porque, para mí, pasar de hombre a mujer significó separarme de mi esposa, mudarme de casa y alejarme de mis hijos, con quienes yo convivía. Ese, creo, fue el cambio más importante. Y ellos sufrieron esta separación como la sufre cualquier chico cuando sus padres o sus madres se separan. Tuvimos que reconstruir la relación a partir de esta separación física, pero nunca hubo un alejamiento afectivo.

¿Cómo empezó tu transición?

–A los 37 años. Antes lo había intentado, pero no me animé. Tenía mucho miedo al rechazo, a la censura familiar y social, y también a perder a mi esposa, a quien quiero mucho y que, sin duda, es la mujer de mi vida. Sin embargo, yo sabía que en cuanto ella supiera que yo quería cambiar de género, que me sentía mujer viviendo en un cuerpo de hombre o cualquier otro cliché por el estilo, en cuanto ella supiera esto, yo sabía que me iba a dejar. Así que lo postergué hasta que no soporté más y tomé la decisión. Empecé con las hormonas, al poco tiempo algunas cirugías, primero la cara, después seguí por el cuerpo. El orden en que cada una hace sus operaciones es muy personal. Hay algunas que no se operan nada y otras empiezan por la parte que más les importa, y que en mi caso fue la cara.

Sos escritora. ¿Has escrito algo sobre tu experiencia?

–Desde que empezó mi transición no escribí una sola línea. Todas mis energías fueron destinadas a crearme a mí misma. La verdad es que no sabría sobre qué escribir. Mucha gente me dice que cuente mi historia, pero la mayoría no la entendería. Es una historia difícil de comprender. Cuando pasás de un género a otro hay un momento en que estás fuera de género y empezás a ver cómo funciona la sociedad. Después volvés al género, pero del otro lado, y esa es una experiencia casi de iluminación. Hay que vivirla para saber qué es. Me encantaría tener la capacidad de poder narrar eso. Y quizás algún día tenga tiempo; hoy por hoy, no.

¿Eso que describís como el paso de un género a otro fue “un momento” o más que eso?

–Un tiempo en que yo estuve prácticamente en un lugar intermedio entre hombre y mujer, fuera de los géneros físicos. No encajaba en ninguno de los dos y vi el funcionamiento de la estructura social. Y fue inevitable volverme feminista y notar las diferencias que hay, el trato de la gente, las autoridades tan dispares que se le asignan a cada género, el diferente valor. Y cómo se relaciona cada género con el resto de las personas. Por ejemplo, en cosas muy simples, cuando sos hombre tenés que cederle el paso a todo el mundo, y cuando sos mujer, las más viejas pasan antes y las más jóvenes pasan después, son códigos. Y hay un momento en que no encajás en ningún lado, lo cual es una experiencia de mucha soledad. Conozco personas que predican la transgeneridad, y yo lo creí posible para mí, pero no, no serví para eso. Creo que hay personas legítimamente transgenéricas, yo no pude; considero que tengo elementos transgenéricos, pero con una base en la mujer. El hecho de declararme mujer–padre es una declaración transgenérica.

¿Pensás que todo transexual pasa por un período de transgeneridad?

–No, no... o quizá sí, pero no lo ven como tal. Depende de qué conciencia tenés de tu situación, tu aspecto físico, tu rol social. Porque hay estadíos intermedios, tanto en lo social como en lo físico. Y también hay transexuales que se operan los genitales y dicen “ya está, ya cambié de sexo” y, sin embargo, siguen teniendo la apariencia anterior, y socialmente no son considerados de la misma forma en que se conciben a sí mismos o a sí mismas. Pero están felices con eso y está todo bien. Yo tengo quizás más conciencia de algunos detalles.

¿Cómo les transmitiste a tus hijos lo que te estaba pasando?

–Fueron dos momentos distintos, porque uno tenía 13 años y el otro 5. Al mayor se lo dije directamente. Fuimos a una pizzería y le conté. Yo en esa época estaba cambiando de trabajo. Había trabajado como vendedor en una inmobiliaria, con saco y corbata, empecé mis cambios en ese momento y me echaron. De pronto iba al trabajo con la cara medio rara, me empezaba a crecer el pelo, me estaba depilando, iba con la piel picada por la electrólisis. Tenía un aspecto extraño. Cuando me fui de ahí, seguí buscando trabajo en el rubro y al mismo tiempo surgió la posibilidad de poner un negocio propio, en el cual yo iba a poder hacer mi transición libremente. Era un locutorio, trabajo chato, aburrido, mediocre, todo el tiempo vendiendo cosas que valen 20 centavos. Pero me servía para ir cambiando sin que nadie me estuviera criticando. Y yo le planteé a mi hijo: yo quiero ser mujer y tengo dos opciones: volver a trabajar como hombre o en el negocio, llevando adelante mi transformación, ¿qué te parece? Y él, que estaba shockeado todavía con la noticia, me respondió: Hacé lo que te haga feliz a vos. A pesar del golpe, prevaleció el afecto. Y a mí eso, como padre, me llenó de satisfacción. A partir de ese momento, él fue mi mejor compañero.

Y con el menor, ¿cómo fue?

–Con el otro fue más complicado porque su madre estaba convencida de que antes el nene tenía que ir a una psicóloga. Cosa que yo no compartía, pero accedí. Al principio yo me vestía toda la semana como mujer y cuando lo iba a buscar me ponía ropa de hombre. Muy incómodo para mí. Usaba camisas grandes para que no se notara que me estaban creciendo tetas. Y al mismo tiempo las hormonas empezaban a hacer efecto, y no sé si el nene se daba cuenta o no, pero yo tenía que simular para no pelearme con mi ex. Yo quería decírselo lo antes posible porque estoy segura de que cuanto menor es el chico mejor lo acepta, porque no tiene prejuicios. Un chico que se cría con una familia con costumbres distintas a las del resto de la sociedad, acepta lo que ve en la casa como normal. Y yo quería que mi hijo aceptara que tener un padre-mujer fuera normal, porque para mí lo es. Y la terapia con esa psicóloga fue un desastre. Pasaba el tiempo y el chico parecía nunca estar preparado, según ella, para que yo le cuente. Un día me cansé y le reclamé que le estábamos pagando por algo que no hacía. Un día lo hizo jugar con un muñeco de la Pantera Rosa y le preguntó a mi hijo si era hombre o mujer, a lo que él respondió: hombre. Ella sostenía que era mujer porque es “la” pantera y era rosa. Entonces mi hijo agarró el muñeco, tomó la cola y se la pasó por adelante, entre las piernas del muñeco, y le hizo un pito. Así que un día dije: basta, yo voy a hablar con mi hijo, no me lo van a impedir más. Y tuve a toda la familia en contra, a la madre de los chicos, a mis padres, amistades. Pero lo hice igual porque es mi hijo y tengo conciencia de cómo está nuestra relación. Quería decírselo para evitar que en el futuro me reprochara: ¿por qué no me lo dijiste antes? Eso es lo que me reprochó todo el mundo cuando a los 37 años les dije que iba a ser mujer. Bueno, a mi hijo lo encaré por el lado de los cuentos. Le dije: ¿te acordás que en el cuento de la Sirenita, ella era en parte mujer y quería ser totalmente mujer? Bueno, yo soy igual, y aunque tenga que sufrir como sufrió la Sirenita, lo voy a ser, de todos modos. Se quedó perplejo y se pensó que le estaba haciendo un chiste. Le dije que no, que era verdad, entonces empezamos a reírnos mucho, juntos.

¿Te sentiste acompañada por ellos?

–Sí, totalmente. Para darte un ejemplo: cuando yo hacía prácticas para tener una voz más femenina —porque no me salía, siempre me decían “señor”— no me animaba a hacerlo delante de nadie más que de mis hijos, y ellos me daban consejos. Son mis mejores amigos.

¿Por qué dijiste que querías ser mujer recién a los 37 años?

–No lo dije porque no me animaba, me parecía que todo el mundo se me iba a venir encima. Yo fui el primogénito de una familia judía. Y siempre había tratado de no defraudar a mis padres, fui abanderado, me casé, tuve hijos. Hice todo lo que se esperaba de mí, y siempre tuve la mirada de mis padres muy presente. Pero es que, en realidad, yo tampoco sabía lo que me pasaba, porque las pocas transexuales que había se sentían atraídas por hombres, y no era mi caso. Y del mismo modo que tenía muy claro que quería ser mujer —había envidiado a todas mis compañeras de escuela, porque yo quería ser como ellas— sabía también que me gustaban. No tenía idea de que existían las lesbianas. Siempre te dicen que mujer es alguien que gusta de los hombres, nadie te dice que a una mujer pueden no gustarle. Entonces, para mí, ser mujer implicaba convertirme en algo que no era yo. No debo ser transexual entonces, pensaba. Pasaron casi cuatro décadas, hasta que empecé a usar Internet y vi que había otras personas a las que les pasaba lo mismo que a mí. Se puede ser mujer y gustar de las mujeres, me di cuenta, y ahí empecé mi transición. Es muy fuerte el discurso desde el poder, las instituciones, la medicina, la psicología. Es decir, de la heterosexualidad obligatoria. Esta semana que pasó, por ejemplo, quise empezar terapia y la profesional me preguntó: ¿Cómo fue que dejaron de gustarte las mujeres para estar en pareja con un hombre? Le contesté que estaba equivocada y respondió: Pero, ¿cómo? Si te hacés mujer es para estar con un hombre. Este pensamiento, como mujer y feminista, me ofende muchísimo. Yo no me hice mujer para estar con nadie sino para estar bien conmigo misma. Esta ignorancia institucional de la psicología que baja un discurso ignorante al resto de la sociedad a mí me cagó la vida. Si yo a los 15 años hubiera sabido que siendo mujer podía gustar de otra mujer, hubiera cambiado en la adolescencia y no a los 37.

Y cuando te tocó formar parte de la estructura heterosexual, ¿cómo te sentías?

–En ese momento no me molestaba, me parecía “lo normal”. Porque una vive inmersa en eso y recién cuando lo dejás te das cuenta cómo funciona, de los derechos que tiene el hombre y que la mujer no tiene, de cómo te trata la gente. Si sos mujer te toman menos en serio cuando hablás, tenés que justificar mucho más lo que decís hasta que te hacen caso. Yo, cuando era hombre, no me daba cuenta de los privilegios que tenía. Es como cuando se te corta la luz; recién con el apagón te das cuenta de cuánto la usás.

¿Conservás tu nombre anterior?

–Sí. Y para hacer cualquier trámite tengo que dar explicaciones. Al principio me daba vergüenza andar explicando, pero ahora me divierte mucho ver la cara que pone el otro. Es una provocación, una desestabilización casi activista. Esto pasa también cada vez que uso la tarjeta de crédito. Doy explicaciones hasta en un supermercado. No me las piden, pero digo: ese el nombre que figura, yo me llamo Amanda. En la obra social usan los dos nombres. Uno es el que tienen registrado y otro el que usan para llamarme, por ejemplo, si cancelan un turno.

A la hora de relacionarte con una chica, ¿te presentás de entrada como una trans-lesbiana?

–Hasta que salimos dos o tres veces, no lo digo. Y, en general, cuando lo hago veo cómo se extingue el deseo en su mirada. No digo que soy trans de entrada porque eso me dejaría, directamente, fuera del juego. Si yo lo dijera de entrada me querrían como amiga, compañera, pero no como amante. La manera de tener una relación amorosa es no decirlo rápidamente. Si veo que la cosa no puede progresar, no lo digo, ¿para qué?, ¿para qué romperles la cabeza? Pero este tema a mí me tiene muy mal, me refiero a la soledad.

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Imagen: Sebastián Freire
 
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