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Viernes, 12 de octubre de 2012

La emergencia de la escena disco gay

Son las once y media de la noche de un fin de semana de 1970, y en el sótano del viejo Ansonia Hotel en 74th Street y Broadway una cantante desconocida que responde al nombre de Bette Midler toma el escenario que ha sido improvisado junto a la pileta e interpreta una versión afectada del escandaloso número de Duke Ellington, “Sweet Marijuana”. No sólo es Midler la única mujer en el enorme recinto sino que además todos los hombres, su pianista Barry Manilow incluido, sólo visten toallas apenas ajustadas alrededor de sus caderas. Los hombres retozando en la pileta, por supuesto, ni siquiera llevan toalla. Mientras casi toda la concurrencia está o bien raptada por la interpretación vampiresca de Midler de “Empty Bed Blues” de Bessie Smith, o bien esperando conseguir llenar su propia cama recorriendo la abarrotada pista de baile, algunos pocos ignoran el espectáculo y se ejercitan en los aparatos de este gimnasio/club nocturno. Toda esta actividad, sin embargo, no es más que una atracción secundaria respecto del propósito central del local: el sexo. Sexo del más vehemente y desinhibido. Mientras toda fornicación desenfrenada había permanecido hasta entonces mayormente oculta a la vista en los saunas, baños de vapor, salones de masajes, cubículos privados y duchas finlandesas y rusas, una sola visita a la máquina expendedora de golosinas despeja aquí cualquier posible malentendido: este club no es otra cosa que un claustro coital. Junto a los imaginables paquetes de Snickers y Three Musketeers, la máquina expendedora ofrece sachets de lubricante íntimo. Y, si aún fuese necesario algún otro indicador claro de las prioridades del establecimiento, ahí está, enseguida, la clínica interna de enfermedades venéreas.

Este lugar de depravación carnal fue el legendario Continental Baths, abierto por el ex cantor y vendedor de escobas devenido empresario Steve Ostrow, en septiembre de 1968. Y es legendario porque, pese a que Nueva York había contado con casas de baño orientadas a un público homosexual desde por lo menos comienzos del siglo XX, cuando los hombres gay comenzaron a frecuentar el Everard Baths (inevitablemente apodado el “Ever Hard” Baths) en West 28th Street, el Continental Baths vino a marcar el inicio de una nueva era. En lugar de la reserva y la sordidez usualmente asociadas a las casas de baño, Ostrow era “la gloria de la Antigua Roma” recapturada. El gimnasio sólo-para-hombres de Ostrow estaba ciertamente engalanado con ese símbolo definitivo de la lujuria de comienzos de los ’70, el sillón orejero de ratán, pero las columnas de vidrio le agregaban cierta gracia clásica a su palacio de placer. Claro que fue una especie un tanto distinta de “clasicismo”, sin embargo, la que hizo al Continental Baths tan significativo. Aunque los primeros tiros en la batalla por los derechos civiles gay fueron disparados en 1966 por la Mattachine Society, un grupo de comunistas homosexuales que se separaron de la conducción central del partido porque éste se negaba a reconocer la homosexualidad y sus derechos como parte de la lucha, fueron las escenas tipo Calígula del Continental Baths las que marcaron los desafiantes primeros pasos hacia una sexualidad gay abierta y orgullosa.

El Continental Baths ya no se trataba de un reclamo de ciudadanía o pertenencia; era una demanda beligerante y provocadora hecha por un grupo de parias que pretendían ser aceptados en sus propios términos y una celebración ritual de esos términos. Y la escena disco habría de nacer, precisamente, en medio de esta atmósfera de invernadero.

El desconcierto transgénero caótico y casi orgiástico que construyeron los oídos y los dedos errantes de los primeros DJs reflejaba esa deliciosa promiscuidad de las casas de baño. Sus mezclas y sus transiciones suaves eran emblemáticas, no sólo de una nueva identidad de grupo que acababa de hallarse sino también de un nuevo principio de placer que acababa de liberarse y, habiendo roto sus grilletes con tanta intensidad, sólo quería seguir liberándose (sin parar, toda la noche). Fue una música y un ambiente de prodigiosa corporalidad que abrazó un cuerpo antes prohibido y empujó a ese cuerpo hasta los límites más absolutos. La cultura disco se trató en su totalidad de romper las cadenas de la vergüenza que habían aprisionado a los hombres gay por siglos, fue una declaración salvaje contra el principio según el cual el placer sólo podía ser seguido por la culpa y el desprecio. El Informe Kinsey y Masters & Johnson pueden haberle mostrado al mundo que el sexo era más que la posición del misionero; puede haber habido comunas y ashrams predicando y promoviendo el “amor libre”; el Partido de la Pantera Blanca de John Sinclair puede haber abogado por “drogas, armas y coger en las calles”; pero nunca antes un momento cultural popular se había revolcado tan lascivamente en el sórdido agujero de la depravación carnal como el disco.

Más allá de todas las marchas al Capitolio, de todas las quemas de banderas y corpiños, de todos los sit-ins y los be-ins, el cambio social más radical que tuvo lugar en los ’60 no fue causado por los hippies, los yippies o los manifestantes por los derechos civiles, sino por los licenciados en química. Con la posible excepción del avión y las computadoras portátiles, ningún otro invento del siglo XX tuvo tanto impacto en el estilo de vida americano como la píldora anticonceptiva. Saliendo al mercado en 1960, la píldora anticonceptiva Enovid-10 barrió con una nación de puritanas e intelectualoides estreñidas con la fuerza de un huracán de categoría. “El uso generalizado de la píldora a principios de los ’60 hizo del sexo algo más simple, más accesible y aparentemente menos cargado de consecuencias”, escribió el historiador gay Charles Kaiser. “También animó la aceptación pública de una noción verdaderamente radical para una nación mojigata: la idea de que el sexo quizá podía ser en realidad valioso por sí mismo. Esa sola idea representó un cambio fundamental en el modo en que millones de norteamericanos de todas las orientaciones sexuales pensaban la copulación.”

Las muchas y muy variadas ramificaciones de esta nueva actitud revolucionaria hacia el sexo sólo se hicieron sentir a comienzos de los ’70. Los primeros años de la década fueron testigos de una explosión de sexo en el mainstream de la cultura popular heterosexual: fue la era de las fiestas swingers y los cambios de esposas en los suburbios; el manual erótico y best-seller del Dr. Alex Comfort, El placer del sexo, que fue publicado por primera vez en 1972; la novela en clave de Erica Jong, Miedo a volar, fue editada en 1973 y su retrato escandalosamente franco de la sexualidad femenina y sus descripciones de escenas de sexo casual generaron gran debate; la primera película porno de “alto presupuesto”, Garganta profunda, causó sensación cuando se estrenó en enero de 1972 y supuestamente ha acumulado cientos de millones de dólares desde entonces; la apenas más respetable Ultimo tango en París (1972) y la farsa de alcoba de Warren Beatty Shampoo (1975) llevaron prácticas sexuales controvertidas al cine comercial. Pero no eran sólo los rompecorazones heterosexuales como Beatty los que estaban disfrutando de todos los beneficios de las nuevas convenciones sexuales menos recatadas.

Como escribió Kaiser, la píldora anticonceptiva y la actitud que promovió “fueron el salto filosófico fundamental, el paso indispensable antes de que el sexo homosexual pudiera ganar cualquier tipo de legitimidad dentro de la sociedad toda”. Y, pese a ser el paraíso del libertino, la palabra clave en el Continental Baths era, sin lugar a dudas, legitimidad. Quizá porque Ostrow era un bisexual con esposa e hija (ambas ayudándolo a manejar el club), el Continental Baths nunca se convirtió del todo en la fosa séptica de perdición en la que sí se convertirían más tarde casas de baño como Man’s Country, St. Mark’s Baths o Mt. Morris Baths. El programa de entretenimientos de Ostrow siempre se aseguraba de que el sexo nunca fuera el único centro de atención, ni del club ni de sus parroquianos (mal que les pesara a habitués como el escritor Edmund White, que se ha quejado de que cuando Midler cantaba “todo el mundo paraba sus actividades sexuales para escucharla”).

Dado el éxito de los shows (aparte de Midler y Manilow, intérpretes como Labelle, Peter Allen y Wayne Flowers and Madame consiguieron notoriedad gracias a sus apariciones en el Continental Baths), Ostrow decidió, en 1971, convertir la pista de baile en una discoteca que se habilitaría en todos aquellos momentos en los que no hubiera nadie sobre el escenario. El primer DJ contratado fue Don Finlay, reemplazado pronto por Bobby DJ Guttadaro, cuyas mezclas de soul animado pero altamente elegante ayudaron a que el club se convirtiera en el lugar al que ir en la noche neoyorquina. Cuando Guttadaro dejó el Baths para irse al muy top Le Jardin, el Baths se convirtió en algo así como una academia de DJ, con Joey Bonfigilio y las futuras leyendas de la música dance Larry Levan y Frankie Knuckles manejando las bandejas.

Una pista de baile atravesada por una atmósfera prodigiosamente cargada y la fama creciente de los shows que presentaba le valieron al Baths que los heterosexuales también quisieran unirse a la fiesta (claro que eso suponía, ante todo, la aceptación de mujeres en este Edén de Adonis). Para finales de 1972, la entrada de mujeres estaba permitida los sábados por la noche, pero éstas debían permanecer escrupulosamente vestidas (no había vestuario femenino). Aunque el “turismo cultural” a los barrios bajos o a los espacios ocupados por las franjas marginales de la sociedad había existido desde por lo menos la década del ’20, cuando el Cotton Club se volvió furor, el Continental Baths hizo que la movida gay fuera ferozmente transitada por outsiders. La locura alcanzó su cima en 1973, cuando Eleanor Steber, soprano del Metropolitan Opera, dio un concierto de “toalla negra” en el Baths y las toallas-souvenir del evento podían conseguirse en Bloomingdale’s. Para el año siguiente, gran parte de la concurrencia gay “vieja escuela” que el Baths había atraído originalmente estaba huyendo a casas de baño que no sentían la necesidad de presentar shows para atraer clientela y Ostrow se vio forzado a cerrar su club.

Con su rápido ascenso entre los club connoisseurs sexualmente voraces, su explosión ante y entre un público más mainstream y su subsecuente palidecer comercial, el Continental Baths representa, en miniatura, casi la historia entera, breve, de la cultura disco. La energía carnal, salvaje y desenfrenada que caracterizaba al Baths zumbó a través de la noche neoyorquina y encendió discotecas que siguieron su llamado. Y, así, fueron las intempestivas líneas de bajo y los ritmos palpitantes de la música disco los que acabaron por llevar ese dinamismo sexual de la trastienda a la pista de baile y a las calles, en donde se convirtió finalmente en estilo, acción comunal y protesta.


PETER SHAPIRO

Adelanto de La historia
secreta del disco.
Sexualidad e integración
racial en la pista de baile.

Peter Shapiro.
Editorial Caja Negra






WOODY ALLEN

Entre 1977, cuando explotaba la militancia, hasta 1986, cuando el sida dio por suspendida la fiesta, funcionó en Manhattan la mítica discoteca Studio 54. Quien no cayó en algunas de sus noches no fue jamás una estrella, no fue nadie.




LARRY LEVAN, DJ DE PARADISE GARAGE

Larry Levan (1954-1992) es el famoso DJ de la famosísima disco Paradise Garage, que comenzó siendo un reducto exclusivo para gays blancos y lindos en 1977 para convertirse gracias a él en una pista masiva que dio la bienvenida a gays punks, negros gays y freaks gays surtidos.

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