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Viernes, 27 de septiembre de 2013

¡Eh, fulana!

 Por Dolores Curia

Claudia Castro –que forma parte de La Fulana casi desde el inicio y dirigió la organización entre 2005 y 2012– recuerda que un día a la salida de un cine porno se compró una revista que venía en un folio negro con contenido semisecreto. En la parte de atrás estaban los anuncios de Lesbianas a la Vista y La Lunas y las Otras, cada una sólo con una dirección postal. Llamó desde un público al único espacio que sí ofrecía un teléfono. Una mujer atendió y Claudia, envalentonada por el anonimato que da el tubo, le preguntó: “¿Vos sos lesbiana?”. “Sí”, le contestaron. “¿Cómo te llamás?” “María Rachid.”

La primera vez

A pesar de que La Fulana es la primera organización de lesbianas argentinas en obtener la personería jurídica en la Argentina, ha sido casi una constante en estos quince años, ninguna de sus integrantes es porteña. Si bien el exilio lésbico sigue siendo corriente, de “lesbiana” como mala palabra –impronunciable y escondida detrás del mote de la tía soltera o del prototipo pavoroso de Raulito (“Estás enferma, necesitás ayuda psiquiátrica, si no, vas a terminar como la Raulito”, cuenta que la verdugueaban en su casa Verónica Capriglioni, que hoy está al frente de La Fulana)– a un momento “en el que podés ver chicas de la mano en la calle y en la tele”, hay un trecho.

Claudia se fue desde La Plata hasta el local de la calle Venezuela como una pajuerana. “Si bien ya era grandecita, no había ido tantas veces sola a Capital. Las primeras visitas a La Fulana fueron muy paisanas. Me caminaba desde la parada del bondi que me dejaba en Capital hasta el local sin tener idea de que me podría haber tomado el subte. Ese primer día era un domingo a la noche, cuando las chicas salían de fútbol. Ya estaba oscuro y me vi parada en la puerta de una casa pintada de violeta y amarillo. Espié por la mirilla y vi posters feministas y de Encuentros de Mujeres. Sentía que cada vecino que pasaba y me veía ahí adivinaba que yo era una lesbiana más, algo que en ese momento me daba vergüenza. Me fui a dar una vuelta manzana para tomar valor. Finalmente toco el timbre. María me abre. Tenía el pelo súper negro y largo. Era una hippie mal. Me hace pasar y no prende las luces. La sigo en la oscuridad y me va pasando de todo por la cabeza: que para qué me fui tan arreglada, que ahora todas estas tortas me van a violar. En esa época tenía 24 años y varios kilos menos, era un bombón. Llego a la sala y veo que eran siete chongos tomando cerveza, recién llegadas de fútbol, con olor a chivo y barro en los botines. Y ahí pienso: si yo quería levantar acá, perdí.”

En los primeros tiempos, cuando Claudia se fue de su casa a vivir a La Fulana, eran 15 chicas compartiendo la casa. María era una especie de mentora en feminismo y pensamiento queer, pero la teoría se rebajaba con fiestas. Pasaba de todo y de todas. La mayoría llegaba echada a patadas por sus familias, recién salidas del closet y, según el caso, con secundario a medio camino. María y sus fulanas se encargaban de albergar, bancar, ayudar a armar un currículum. Muchas conseguían trabajo con antecedentes apócrifos en el estudio de abogados de la mamá de María, referencia ficticia y teléfono disponible para cualquier posible empleador que quisiera conocer antecedentes de la dueña del CV. “Y a ese CV por supuesto lo imprimíamos con la impresora del estudio de Alicia, la mamá de María, que nos bancó tanto en todo que se merecería un monumento.” A los pocos meses de conseguir trabajo, más estabilizadas, seguían viaje y, muchas se iban con alguna fulana que había conocido en la casona.

Fulanas e hijos

Cuando H.I.J.O.S. se quedó sin sede para funcionar, usó la casona de Venezuela como refugio de planificación de escraches. Las relaciones llegaron a ser tan carnales que en la puerta las fulanas se encontraban, además de la clásica “tortilleras de mierda”, con otras pintadas dirigidas a los “herederos de la subversión” y amenazas anónimas en el contestador con el tema “El golpe” de fondo. “Ya por esa época estábamos involucradas con problemáticas sociales que iban más allá de nuestros temas, con los piquetes, con los docentes que ayunaban.” En el estallido de 2001, las fulanas fueron de las primeras en llegar a la Asamblea de Rivadavia y Ayacucho. Y en la casa empezó a funcionar un comedor comunitario, la misma asamblea de vecinos que aprovecharon para ir mechando con charlas sobre diversidad. “En las marchas de los maestros llevábamos nuestro cartel de Docentes Lesbianas Presentes. Era una forma de mostrar un compromiso con lo que iba pasando en los ’90, pero también de mostrar que había lesbianas en esos espacios”, cuenta Verónica.

Sabemos que todavía queda mucho por hacer, pero la realidad de muchas chicas de ahora contrasta con la de las señoras mayores que también vienen a las reuniones y cuentan que recién ahora, que se murieron sus padres y su marido, se atreven a decirlo, u otras que piensan que ya por la edad que tienen para qué lo van a blanquear. Todavía queda mucho que sacar a la luz en el Interior, y lo estamos haciendo mediante el programa ‘Kilómetros de Fulanas’, un recorrido autogestivo que hacemos por el país”, cuenta Verónica y sigue Miriam Maguicha: “Antes de viajar, tratamos de anunciar la visita en todos los medios locales y a veces no se acercan más que un par de curiosos que vienen a la feria lésbica a vernos tipo

freaks. Pero sabemos que ellas están ahí. Lo importante es que ellas sepan que estamos”. Y remata Claudia, mezclando el chiste con la declaración: “La pata de los medios masivos nos parece básica. Por eso, aunque algunos lo consideren exagerado, le mandamos una carta documento a Susana Giménez cuando dijo que ser lesbiana le daba asco y que ‘antes muerta’... Millones de familias la estaban mirando. Las expresiones son muy importantes. De hecho, mirá si no seremos invisibles que hasta a los putos se los pone a la vista con el latiguillo ‘¡eh, puto!’. ¡No vamos a parar hasta que se incorpore el ‘¡eh, torta!’. En esta Marcha del Orgullo vamos por todo, ¡hasta por tener nuestro propio insulto!”

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