turismo

Domingo, 15 de septiembre de 2002

ITALIA EN LA REGIóN DE LA TOSCANA

Vinos de la Etruria

Al sur de la Toscana, y como en muchos otros lugares de Italia, una ciudad medieval se encarama en lo alto de una meseta en capas superpuestas de piedra y ladrillos, rocas y casas. Se llama Pitigliano y fue un centro importante de la mítica civilización etrusca, uno de cuyos dioses principales era Fufluns, el dios del Vino. Un paseo por la ciudad y una visita a las cuevas-bodegas donde sus habitantes preservan la antiquísima cultura del vino.

Texto y fotos: Florencia Podestá

Pitigliano aparece de golpe; nada hace presentir la visión y por eso el impacto es total. Pasamos una curva, y allí en lo alto una ciudad encaramada al abismo como un hongo, una excrecencia de la tierra, compartiendo su color, su textura porosa, su disposición. Inexpugnable, ella misma una muralla. Y a la vez precaria, corroída por el tiempo y los elementos como una esfinge de arena, a punto de desmoronarse en el barranco en cualquier momento. Por un segundo la mente proyecta un espejismo de Jaipur, esa fabulosa ciudad-fortaleza en Rajasthán, India.
Los rasgos nítidamente medievales y europeos de Pitigliano no dejan de permear un aire extranjero, exótico, que no puede definirse con precisión hasta que escuchamos cómo se apodaba esta ciudad en el siglo XVI: la “Piccola Jerusalemme”.

La leyenda de Petilio y Ciliano La historia de Pitigliano puede leerse en sus piedras como en un palimpsesto. En los muros naturales de la meseta donde se levanta la ciudad pueden verse agujeros, cuevas que estaban habitadas en el neolítico. Algunas de las casas incorporaron estas cuevas y las transformaron en depósito de herramientas o garajes. También fue un centro importante durante la edad de oro de la Etruria, esa mítica civilización de temperamento dionisíaco que ocupó el centro de Italia desde el siglo XVIII a.C. hasta la supremacía de los romanos, un par de siglos antes de Cristo.
A los tiempos romanos puede remontarse el nombre Pitigliano. Siguiendo la tradición de Roma, la leyenda dice que Petilio y Ciliano eran dos hermanos que robaron la corona de oro de una estatua de Júpiter que estaba en Campidoglio, y fueron a refugiarse al espolón rocoso donde más tarde se fundó la ciudad. Durante la Edad Media estuvo bajo el dominio de los condes Aldobrandescos y luego bajo el Gran Ducado de Toscana, hasta que en 1860 el pueblo de Pitigliano se adhirió al Reino de Italia. Entre los siglos XVI y XIX se estableció una importante comunidad judía, que incluso tuvo su impronta en la arquitectura medieval. El barrio más pintoresco de la ciudad es el antiguo ghetto, y existe allí una sinagoga del siglo XVI y un cementerio.

El “mediceo” de piedra Trepar la “mesa” natural adonde se apoya la ciudad no es tan difícil como parece. Lo primero que nos sale al paso es una especie de puente de piedra que cruza las alturas de la ciudad, sostenido por una hilera de trece arcos colosales que se apoyan en el fondo del barranco. Está imbricado, unido, sin que sea posible separarlo, a los edificios contiguos; así parece ser todo en esta ciudad. La piedra y las casas crecen una sobre otra y junto a otra; la tierra se hace ladrillo, vuelve a ser muro natural en el barranco, una casa y su vecina como dos rizomas de la misma planta. El “puente” resulta ser un acueducto, el “mediceo”, construido en 1545 cuando Pitigliano estaba bajo la protección de Cózimo de Medici, Señor de Florencia. El agua, que proviene de un manantial situado a 7 kilómetros, termina en una gran fuente de cara al panorama del valle.
Subimos por un caminito peatonal escalonado y entramos a la ciudad por la Porta di Sotto, un collage irregular de piedras de diferentes épocas, colores y tamaños, amalgamada con los frentes de las viejas casas que contornan la escalinata retorcida. Nos dicen que acá todavía existen muros hechos con grandes cubos de piedra superpuestos “a seco” (sin cementos), según una técnica etrusca del siglo V a.C.

Cuevas y bodegas Nos recibe Martino, un torinés amante de los vinos que se radicó aquí. Pasamos a su casa, y nos dice “vamos a la cantina” (el sótano). Para nuestra sorpresa el sótano no está dentro de la casa sino que hay que salir a la calle, caminar una media cuadra, y de la vereda de enfrente Martino abre un pesado portón de madera bajo un arco de piedra. Adentro es... una cueva. Después de un rellano bastante amplio, una escalera esculpida en la piedra nos lleva a un nivel inferior. Es un lugar fascinante, silencioso, fresco. Allí Martino estaciona sus barriles de vino. “Estas cuevas ya estaban desde siempre”, cuenta. “No se sabe si las hicieron en la Edad de Piedra, o los etruscos, o en el Medioevo, probablemente las hay de todas las épocas. Ahora la gente las usa como bodegas, para estacionar el vino, porque son perfectas. A lo largo de todo el año, verano o invierno, mantienen siempre el mismo nivel de humedad, y 7C de temperatura. En verano casi vivimos acá, comemos acá, hacemos fiestas.” Nos señala una mesa de madera rodeada de sillas. Luego nos muestra en un costado un pozo circular profundo, cubierto con un vidrio. Abajo, una lamparita permite ver un cúmulo de vasijas de cerámica. “Cuando compré esta cantina sabía que antes, a principios de siglo, había sido una trattoría. Pero después descubrí que mucho antes, tal vez en la Edad Media, era una cocería (un taller donde se fabricaban y cocían objetos de cerámica). Al limpiar para hacer la bodega encontré todos esos cacharros. Y tal vez antes era una tumba etrusca, quién sabe.”
Martino baja al subsuelo y entre tanques donde apenas comienza a fermentar una uva blanca, trae dos botellas, una de vino blanco y una de vino tinto. Probamos de los dos, son frescos y suaves, buenísimos. “Este es un vino casero, como todos los que hace la gente por acá. No podemos venderlos en comercios, pero a veces salimos a la calle y en un puestito informal pronto nos compran todo.” Martino aclara que como no están pasteurizados, estos vinos no pueden transportarse. “Son para tomar acá mismo”, inseparables de la tierra que los produjo.

Enjambre medieval Salimos a recorrer. Como ya notamos, parece haber diferentes estratos de ciudad, y también cada edificio, fuerte, palacio e iglesia tiene una superposición de transformaciones que hace ilegible la estructura original. Por ejemplo, en el subsuelo del Bar Italia están los restos de la inglesia de San Francisco, del siglo XIV, que conserva algunos frescos.
Lo más interesante, más que los palacios y fuertes individuales, es la estructura, como un todo orgánico y compacto, del “barrio” residencial medieval. Se organiza a lo largo de tres calles principales casi paralelas, cruzadas por pasajes estrechos que terminan sobre los precipicios laterales, como balcones. Parecería que las casas, las fuentes, las escaleras, los arcos hubieran evolucionado por superposiciones sucesivas, sin orden aparente, solo siguiendo criterios de necesidad o de uso, como hiedras o musgo. Las casas antiguas del ghetto sobre todo tienen el aire espontáneo de un crecimiento vegetal, adaptativo, en donde nuevas exigencias abrieron nuevas puertas y ventanas, o elevaron la altura del piso, colmando al límite de lo posible cada espacio libre. Pequeños patios internos, puentes aéreos entre casas, sótanos o establos para el burro, el verdadero protagonista de la historia económica pitiglianense. La única materia de construcción es esa piedra increíble: su textura de roca volcánica, muy porosa, cambia de color según el ángulo de la luz, en tonos que van del gris al ocre al amarillo al naranja. En algunos puntos también es posible visitar las galerías subterráneas; abajo se conservan implementos antiguos para preparar el vino, el aceite de oliva, y telares.
Seguimos hacia el Palazzo Orsini, sede del Museo Diocesano de Arte Sacra, que guarda obras de la Escuela de Siena y de la Escuela Romana. En el Fuerte Orsini está el Museo Arqueológico, donde se exhiben piezas etruscas y pre-etruscas de las necrópolis de Vulci.
Pronto llegamos a una plaza-balcón. Frente a nosotros, del otro lado del barranco, se extiende el bosque y las montañas. Pueden verse los huertos y las viñas. Martino nos señala un punto donde tiene su huerto. Allí está construyendo, en dos o tres cuevas-tumba que encontró en el terreno, una especie de taller rupestre con posibilidad de pernoctamento. Una casita rústica en tres cuevas interconectadas.


Vino y viñas etruscas Por la tarde del día siguiente, cuando ya secó el rocío, vamos a conocer la pequeña viña de Martino. La uva es blanca, minúscula y dulcísima, de nombre Trebbiano toscano. Es la misma uva que se utiliza, junto con algo de otras variedades (Malvasia Blanca toscana y Grechetto), para producir el Bianco di Pitigliano. Este vino, de fama internacional, es un blanco fresco que se bebe joven, y tiene el sello DOC (denominazione di origine controllata).
Los etruscos fueron unos de los primeros pueblos en adquirir las técnicas para producir el vino, que transmitieron a los pueblos celtas y romanos. Así, las variedades Malvasia, Procánica y Ansónica, cultivadas en la actualidad en Toscana, descienden directamente de la uva etrusca. Tan importante era el vino en esta civilización que uno de los dioses principales del panteón etrusco es Fufluns, el dios del Vino.

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Cuevas-bodegas. Antiquísimas construcciones subterráneas donde madura el vino artesanal.
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