turismo

Lunes, 21 de octubre de 2002

URUGUAY FIN DE SEMANA EN LA OTRA ORILLA

Un paseo colonial

Como una plácida Penélope recostada sobre el río, Colonia espera la llegada de sus enamorados de siempre. Con un guiño cómplice, las casitas de piedra del barrio antiguo y las avenidas arboladas de la ciudad moderna abren sus secretos a los turistas en busca de descanso, distracción y un toque de pasado.

Por Graciela Cutuli

Tal vez el mayor encanto de Colonia sea su falta de vocación monumental. Aunque es sabido que la ciudad vieja fue declarada Patrimonio de la Humanidad por la Unesco, un título que en general promete turismo masivo y atracciones imponentes, esta antigua colonia tenazmente disputada entre portugueses y españoles en tiempos de la Conquista –disputa que parecía prometerla a un destino estratégico muy lejano de su bajo perfil actual– no ha perdido nada de su intimidad. Una postal típica la define mejor que muchas palabras: la tenue luz de un farolito recortado contra una flamígera puesta de sol, sin construcciones que se interpongan entre el horizonte y el río. Hay algo profundamente familiar y a la vez profundamente distante en Colonia: la herencia de su pasado portugués la acerca a los pueblos brasileños, y le da un toque exótico para quienes llegan de la otra orilla del Río de la Plata, mientras la proximidad y la tradición hispana la convierten en una suerte de barrio pródigo de Buenos Aires, más fiel a su alma y su pasado que la vertiginosa hermana porteña.

Cruzar el charco
Desde siempre, Colonia es uno de los destinos preferidos de los argentinos para un fin de semana, y una escala que vale la pena hacer en cualquier viaje rumbo a Montevideo o las playas marítimas uruguayas. Es cierto que la frecuencia de conexiones es tal que la visita es posible en el día, pero aunque no hace falta mucho tiempo para conocer este pequeño pañuelo de historia colonial, sí se desea mucho tiempo para disfrutarlo.
La historia arranca varios siglos atrás, con la fundación de Colonia del Sacramento en 1680. Vistos en un rápido pantallazo, los vaivenes de Colonia tienen aires de vodevil: al final, no triunfó ninguna de las grandes potencias que sucesivamente la destruyeron y reconstruyeron, y la pequeña ciudad terminó por ganarse un destino tranquilo sin españoles, portugueses, brasileños ni argentinos: se independizó, junto con el Uruguay, al menos hasta que el turismo del siglo XX la volvió nuevamente deseable a los ojos de sus vecinos. Pero para entonces Colonia ya tenía bien forjada su identidad.
Esa identidad se conoce sobre todo recorriendo las calles del barrio antiguo. A pie, para sentir el relieve irregular del empedrado y empaparse de su silueta modesta e irregular, pero teñida de flores; o en alguno de los vehículos que se alquilan apenas llegando al puerto: bicicletas, ciclomotores o autitos eléctricos que pueden entrar en la zona prohibida al tránsito, y llevar también hasta la parte más alejada, donde está el Real de San Carlos, la antigua plaza de toros que ya a principios del siglo XX hizo de Colonia un destino muy buscado por los porteños. La plaza comenzó a funcionar el 9 de enero de 1910, en una recordada corrida inicial que contó con la participación de los mejores toreros de España, Ricardo y Manuel Torres, frente a una fervorosa multitud de 10.000 espectadores. Pero la historia de las corridas, aunque exitosa, fue corta: en 1912 fueron prohibidas por orden gubernamental.
Cuentan las crónicas que aquellos turistas precursores del turismo de fin de semana –porteños pudientes y dispuestos a disfrutar de la prosperidad que ofrecía el alba del siglo pasado– se habían agolpado en los vapores para no perderse la temporada taurina del otro lado del río. Hoy día, junto con ellos se dan cita en Colonia los también vecinos brasileños, y turistas de muchas otras partes del mundo que generalmente destinan al menos un día de estadía en la Argentina o Uruguay a conocer el encanto de Colonia, cuando no prolongan la estadía con otra de las modalidades que se ha hecho cada vez más difundida: el turismo rural, en alguna de las estancias de la zona, típicas gracias al relieve de cuchillas que felizmente le ponen algo de ondulación a las planicies rioplatenses.

Puertas, conventos, suspiros Para empezar por el principio, la visita a Colonia puede arrancar en la Puerta de la Ciudadela, con su foso y sus pilares, frente a la que hoy se conoce como Plaza de 1811. La puerta fue inaugurada en 1745: eran los tiempos del gobernador portugués Vasconcellos, a quien Colonia le debe buena parte del impulso que empezó a revestirla de cierta importancia. De allí, al gran emblema del centro histórico, la Calle de los Suspiros, donde es muy fácil engañarse y creer que los siglos no han pasado: contribuyen a la ilusión el cielo diáfano, las casas bajitas cubiertas de tejas, las cañas sujetas con tiento, los azulejos portugueses azules y blancos, las paredes de revoques pastel que parecen teñidos por la pátina magistral de un pintor en busca de color local. Al fondo, se levanta la silueta del faro, que fue originalmente una torre del Convento de San Francisco Javier. Hoy en ruinas, el Convento es una de las construcciones más antiguas de Colonia (los expertos lo datan a fines del siglo XVII). La ciudad tiene, en materia de fechas, otro blasón: su Iglesia Matriz, frente a la plaza, con su fachada blanca de doble torre, es la iglesia más antigua de Uruguay (y superviviente, como la propia ciudad, de varias destrucciones y sucesivas reconstrucciones).
Varias casas antiguas y museos, pequeños pero reveladores, permiten adentrarse un poco en la historia local. Una de las más conocidas es la Casa del Virrey, en la esquina de la Calle del Comercio y De las Misiones, cuyo nombre es un pequeño enigma, ya que en Colonia nunca hubo virrey alguno. La casa es una síntesis del pasado de Colonia: en parte portuguesa, en parte española, hoy conserva banderas, azulejos, antiguos uniformes, un museo de armas, objetos de cerámica y toda una colorida miscelánea de miniaturas y escudos.
También es muy conocida la Casa del Nacarello, unida internamente al Museo Municipal, que se conocía como casa del Almirante Brown (otra rara insistencia histórica, ya que el almirante irlandés no vivió allí) y actualmente conserva documentos de la antigua vida social coloniense. Para completar el circuito de los museos, se pueden conocer el Museo Portugués, el Museo Indígena, el Museo del Azulejo y el Museo Español.
Por otra parte, Colonia tiene eso que tan a menudo olvida Buenos Aires: que está frente al majestuoso Río de la Plata. Y el río le devuelve esa atención con orillas más claras, ideales para pasearse bajo el sol primaveral que todo lo tiñe de una luminosidad nueva. Todos los fines de semana, cientos de veleros amarran en el Puerto de Yates, uno de los mejores lugares para ver cómo el sol se hunde derramando sus últimos resplandores sobre la bahía intensamente teñida de rojo. Con el mismo espectáculo suelen despedirse de Colonia los visitantes fugaces que después de un día en el corazón del pasado vuelven a la vecina Buenos Aires dejando siempre un pedacito de alma allá, en la otra orilla.

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La Calle de los Suspiros, el gran emblema del centro histórico, con sus casas bajas.
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