turismo

Domingo, 21 de febrero de 2010

BRASIL PLAYA Y OLAS DE FERRUGEM

Paraíso surfer

Amplias playas y bucólicos paisajes, en pleno estado de Santa Catarina. Es el paisaje de Ferrugem, verdadero remanso del litoral brasileño y sobre todo el principal destino joven del sur del país, donde los expertos de las tablas insisten en desafiar sus olas picantes.

 Por Pablo Donadio

Desde la altura de un morro-mirador, un panorama de olas aparentemente mansas.

Todo ocurre en apenas segundos: dos jóvenes pasan corriendo y de un salto se colocan el encastre en un tobillo, antes de que la tabla toque el agua. Comienzan a remar con las dos manos y el torso desnudo, arrastrándose con fuerza mar adentro. Un instante después, todo es vértigo y adrenalina. A una velocidad que da susto, comienzan a desafiar tubos, canaletas y picantes rompientes de una costa alborotada por el viento mañanero de Ferrugem. Son apenas las seis de la mañana, la mejor hora –dicen– para “correr olas”. Largos rebotes, giros, saltos, combinaciones de piernas y manos, y otros movimientos que el cuerpo humano pareciera no poder realizar. Pero lo hacen, claro, sumergidos más que nunca en su mundo: el mundo surfer. Convertido en los últimos años en “el” destino juvenil del sur brasileño, cada temporada llegan hasta aquí miles de argentinos que, además de los deportes náuticos de moda, aprovechan sus extensas playas, la siempre verde vegetación de la mata atlántica y una agitada vida nocturna.

LA COSTA OCRE Apenas ocho kilómetros separan este balneario de su ciudad de referencia, Garopaba, reconocida por sus servicios e infraestructura. Y no sólo eso: también se destaca por una exuberante vegetación que la define como destino ideal para la práctica del turismo ecológico; por la abundancia de mariscos y ostras; por balnearios paradisíacos como Praia do Rosa, con avistaje de ballenas francas incluido. Localidad destacada de Santa Catarina, Garopaba ve crecer con ritmo juvenil, muchas veces rápido y furioso, un balneario de olas bravas: Ferrugem. Y es que a las muchas posadas, preparadas especialmente para grupos numerosos, llegan cada año miles de turistas de los países vecinos, pero sobre todo de la Argentina. No es casualidad: el fenómeno responde tanto a las condiciones naturales del balneario como a una puesta a tono en bares, boliches y restaurantes de estilo Bali. Son los ingredientes que ejercen sobre adolescentes y jóvenes una atracción casi irresistible. “Está cerca, no es tan caro como otras playas de Brasil, y te encontrás con todos... La movida está acá”, resume un grupo de compatriotas en su tercera temporada al hilo en estas playas brasileñas.

Los buenos surfers entran y salen de las canaletas que forman las olas con gran destreza.

Ferrugem debe su nombre a un canal marítimo próximo a la orilla, que en días de mar agitado (la mayoría lo son) lleva las aguas hacia un color ocre, como resultado del movimiento de las arenas del fondo del océano. Este detalle les da a los alrededores un aspecto ferroso, de foto sepia. El pueblo es relativamente pequeño pero desborda de gente en enero y febrero. Son los meses en que las competencias de surf, que se organizan todo el año, hacen gala de sus valores locales, formados en las numerosas Escolas do Surf de la zona. Pero ni siquiera esto puede restar calma al clima reinante, tal vez por las calles sin asfaltar, la presencia de pequeños comercios al estilo almacén y proveeduría, y los pocos edificios de altura. Apenas suele notarse un movimiento constante en la avenida principal, paralela al mar y de pocas cuadras de extensión. Sobre la playa, sobre todo por la noche, la cosa realmente cambia y se transforma en una locura de jóvenes que van y vienen de los tres boliches bailables a los muchos bares dispersos, y de los chiringuitos onda Polinesia a los fogones playeros, al son de los instrumentos de percusión.

SOBRE LA PLAYA La movida, entonces, comienza por la playa central, una enorme bahía que supera los tres kilómetros, con arenas finas y dos morros a ambos lados. Pero antes de que el turismo lo colme todo, cada mañana se ven pescadores de este y otros pueblos cercanos que llegan desde tierra adentro con sus redes para obtener la pesca del día. Quien se levante temprano podrá contemplar, casi con religiosa ritualidad, cómo van apostándose sobre las enormes piedras clavadas en la orilla, descalzos, mientras observan por dónde vienen las corrientes y qué dicen las olas y el océano. Al rato, entran de a pie unos, y con sus barcazas fabricadas a mano en garapuvú otros, a retirar lo que el mar ha de ofrecerles en la jornada.

Los chicos suelen aprender con rapidez los movimientos y técnicas del surf.

Más tarde, cerca del mediodía, los anchos playones de arena que van desde la costanera hasta el mar se llenan de grupitos, y entonces arranca la jornada de tragos frutales, frescos abacaxis y caipirinhas, mientras suena la música a todo volumen con bandas en vivo o grabaciones desde los paradores. Algunos practican vóley y fútbol playero mientras otros se entregan a la madre de las disciplinas locales, con grandes rompientes que son tomadas con tablas de body por los más humildes, y con las de surf por los ya avezados. Explican allí que uno de los secretos de estas aguas perfectas es la presencia de esos dos morros (uno grande y otro más chico), que aprietan las olas a su entrada y las elevan casi hasta la perfección. De buena “consistencia y variedad”, alcanzan medidas de entre uno y tres metros, formando estupendos tubos cuando se arman bancos de arena.

Justamente la arena es protagonista de otra disciplina juvenil: el sandboard. Camino al sur se encuentra un peñasco cubierto de selva, donde comienza un sendero que concluye sobre médanos gigantes de muy buenas pendientes. En ese mini-desierto las bajadas rasantes muestran la destreza de los amantes de estas otras tablas, que pueden alquilarse junto a las de surf en muchos paradores de la ciudad. Hacia el este del balneario central, otras playas extensas suelen ser visitadas por los locales en temporada alta, buscando escapar de las multitudes y disfrutar a pleno del mar vacío. Hacia el otro extremo, la cita es con la Lagoa da Encantada, una laguna que ofrece morros y serranías donde la mata atlántica abraza un silencio perfecto.

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