turismo

Domingo, 13 de enero de 2002

CHILE
EN BARCO, DESDE PUERTO MONTT A PUERTO NATALES

Travesía por los fiordos

Un viaje navegando frente a la escarpada costa del sur chileno durante cinco días, compartiendo con pasajeros de diversos lugares del mundo la experiencia de adentrarse en la región que lleva el sello del último confín: montañas que brotan abruptamente del mar, masas de hielo glaciario colgando sobre el océano, islas y fiordos, volcanes nevados.

Texto y fotos: Florencia Podestá

Una de las más bellas navegaciones en el mundo es el viaje de 1460 kilómetros desde Puerto Montt hasta Puerto Natales, o hasta Punta Arenas por el Estrecho de Magallanes. La travesía de cinco días en la región más extrema de la Patagonia chilena permite aproximarse a uno de los pocos sitios en el mundo que todavía son completamente salvajes y vírgenes. De hecho, si miramos un mapa leeremos, sobre el trazado de una geografía que parece un espejo roto, infinidad de islas, fiordos, canales, pero ningún circulito señalando que el ser humano anda por allí. Las razones por las que a través de los siglos no se ha asentado población alguna están a la vista: una cordillera que brota abruptamente del mar, formando islas y fiordos de costas escarpadas y acantiladas; masas de hielo glaciario que cuelgan sobre el océano, clima patagónico, vientos que arrasan, niebla y lluvias heladas. No es un paisaje que nos invite a quedarnos a vivir. Sin embargo, precisamente por estas razones la región ha fascinado siempre a los exploradores, desde los antiguos Conquistadores hasta los más recientes científicos y aventureros, como Darwin, Bridges y Chatwin. Suscita poesía, terror a los navegantes y una curiosidad acrecentada por las leyendas acerca de sus misteriosos habitantes indígenas, ya desaparecidos casi por completo. Lleva un sello de último confín.
Puerto Montt, el punto de partida en una latitud similar a Bariloche, es una ciudad-puerto refugiada en el fondo del Seno Reloncaví, un fiordo rodeado por sierras verdes y a la vista de dos o tres volcanes siempre nevados. La ciudad tiene un ajetreo en torno al mar, la pesca, el mercado de mariscos y la entrada y salida de buques de carga. Aquí termina la carretera Panamericana; es más, para muchos chilenos “Chile termina en Puerto Montt”. Hacia el sur, la Carretera Austral continúa por un trecho, sorteando algunos canales con balsas para automóviles, hasta Cochrane; más allá, en los mapas ruteros chilenos hay un vacío: terra incognita. Cientos de kilómetros accidentados de canales y cordillera abrupta hicieron imposible el trazado de una ruta; sólo se puede seguir hacia Tierra del Fuego por agua, o haciendo un rodeo y entrando a la Argentina.
PROA A LA ULTIMA ESPERANZA El barco no es un crucero de lujo, pero se ve bastante grande y confortable, todo hecho de metal pintado de colores. El detalle del tamaño es importante, y ya se verá por qué. Lleva carga y pasajeros, quienes duermen en camarotes de cubierta; son pocos, algunos vienen de países lejanos, y saben que en un par de días se sentirán como en familia. En general la comida es buena, tipo casera. Se come en dos turnos; primero los tripulantes y después los oficiales y pasajeros.
Zarpamos. El derrotero de navegación pasa casi enteramente por los canales y aguas protegidas entre los archipiélagos y la costa. Pasado el Seno Reloncaví, entramos al Golfo de Corcovado. A babor y a estribor siempre se tiene la tierra a la vista; al este una bella costa montañosa sobre el mar azul con los volcanes nevados Corcovado, Michimahuida y Nevado; al oeste la espectacular Isla de Chiloé con sus graciosas colinas redondeadas y parceladas por la agricultura. Los pasajeros salen a cubierta a disfrutar del sol. Las gaviotas persiguen al barco, esperando siempre la comida. Entonces, la primera sorpresa: un lomo negro de vientre blanco sale del agua con fuerza, brillante, salta y se sumerge. Y otro detrás. Dos orcas, acaso las ballenas más hermosas. Las seguimos extasiados con la mirada, y ellas parecen seguirnos también, jugando. Durante todo el trayecto la fauna marina austral nos sorprende y acompaña: delfines, lobos marinos, pingüinos, petreles, cormoranes, albatros.
La noche es fría. Salvo alguna luz lejanísima (tal vez ni siquiera eléctrica), y el resplandor del mar apenas iluminado bajo las luces del barco, no se ve nada. Las estrellas son lo único claramente visible y por eso brillan más que nunca. Cuando se navega, dormir se hace fácil porque ayuda el rumor de los motores y el casi imperceptible vaivén de las olas. Otro día en el mar. La tarde pasa plácidamente mientras atravesamos el Canal Moraleda, con el volcán Melimoyu a la vista. Aquí, como en laPatagonia en general, los nombres narran por sí mismos una historia, a veces enigmática como el archipiélago que dejamos por estribor, el grupo Peligroso Manzano. O las islas Locos y Verdugo. O el grupo Desertores.

UNA CENA MOVIDA Cuando uno de los pasajeros va al comedor a preguntar qué hay de cenar, la respuesta es: “No hay”, mientras las sonrisas se cruzan entre los tripulantes. No vale la pena malgastar una cena, dicen: “Es que hoy vamos a pasar por el Golfo de Penas”. Como indica su nombre, el legendario Golfo de Penas causa por lo menos un dolor de cabeza. Es el único punto en que el barco navega por mar abierto, ya que no hay canales. Mientras tanto, dejamos atrás el Parque Nacional Laguna San Rafael, con su Campo de Hielo de San Valentín visiblemente gigantesco.
Si el tiempo está bueno, el golfo se deja atrás en pocas horas, sin penas ni gloria. La suerte quiso que tengamos una experiencia intensa: mal tiempo. Y aquí es donde el tamaño del barco importa; el nuestro es grande, entonces el movimiento es menor o, al menos, más espaciado. Para los que logran no marearse, la experiencia de subir y bajar las escaleras externas bajo las salpicaduras del mar embravecido, con el barco subiendo y bajando sobre las olas, es algo único; así también la cena que finalmente se sirve, digna de un film de Buñuel, en la que mesas, sillas y pasajeros sobre las sillas se deslizan desde una pared a la otra con cada movimiento del barco.
Esta noche la pasamos en el Golfo San Esteban, esperando que amaine la tormenta. Por la mañana todo está tranquilo y seguimos hacia el sur.
Por el camino nos detenemos en Puerto Edén sobre la Isla Wellington, una pequeña población habitada por trescientos indios Alacalufe, que se acercan a vender pescado. Es la única comunidad superviviente de este pueblo ex nómade que vivía de cazar lobos marinos y focas, y de la pesca. Las enfermedades y el alcoholismo introducido por los balleneros fueron culpables de su casi exterminio.
Atravesamos un número de canales (Canal Messier, Angostura Inglesa, Paso del Indio). En los roqueríos, los lobos marinos y los pingüinos descansan. Aproximándonos a Puerto Natales, la impresionante cordillera Sarmiento asoma con su glaciar; detrás ya se ve la cordillera Paine, del Parque Nacional Torres del Paine; más allá, el Campo de Hielo Sur. Los altos acantilados del Canal Kirke, uno de los más angostos, echan su sombra amenazante a ambos lados del barco.

EN PUERTO NATALES Por fin, luego de cinco días de viaje, llegamos a Puerto Natales, capital de la provincia de Ultima Esperanza. Este es un pueblito pesquero imperdible, situado en el fondo de un fiordo en donde nadan los cisnes de cuello negro. Desde la costanera el paisaje es singular; enfrente, los cerros nevados de la Cordillera Riesco surgen directamente del fondo del mar, como un espejismo. Los pescadores salen por la mañana, y por la noche podremos probar uno de los mejores salmones rosados del Pacífico. Muchos extranjeros visitan esta ciudad porque es la entrada al fabuloso Parque Nacional Torres del Paine, seguramente una de las bellezas naturales más sublimes en el mundo.
Los habitantes de Puerto Natales pronto enterarán al viajero de la leyenda del Milodón. El Capitán Eberhard, un colono alemán del siglo pasado, encontró en una caverna los restos de un animal prehistórico casi embalsamado por el frío y la sal. Este animal nunca visto antes –ni después– fue bautizado el Milodón, y tenía el aspecto de un perezoso gigante. El original fue vendido al British Museum, pero en la caverna -de por sí impresionante– hoy puede verse una singular “reproducción”, recomendada con entusiasmo por los lugareños.
La otra navegación posible es la que pasa de largo frente a Puerto Natales y va hasta Punta Arenas. Esta ciudad se encuentra a un cruce de balsa de la isla de Tierra de Fuego; más al sur sólo está la Antártida. Unas frases de Ezequiel Martínez Estrada acerca de la Patagonia vienen ala mente, y cobran sentido: “Sobre estas tierras del Atlántico y el Pacífico no sería posible contemplar el mapamundi sin sentir ancestrales escalofríos a lo largo de la médula, donde las edades geológicas han dejado inscriptas las peripecias de la forma humana. La vista comprende mejor que la inteligencia, que esta parte del mundo sobre la que luce el cielo más rico de estrellas y nebulosas está en los confines del planeta; el cielo es el lugar más próximo”. Sí, el cielo es el lugar más próximo.

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Puerto Natales, un pueblito pesquero imperdible, situado en el fondo de un fiordo.
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