turismo

Domingo, 17 de agosto de 2014

CATAMARCA. CIRCUITO DE PONCHOS, RUINAS Y VINOS

Un sueño desde lo alto

La Catamarca del siglo XXI sigue tan linda como siempre, con sus clásicos tonos de verde pero con una actualidad plena de atractivos, actividades y paisajes aptos para cautivar a cualquier visitante. Recorrerla es dar vida a un sueño de belleza andina, panoramas agrestes y cielos interminables.

 Por Frank Blumetti

Por Frank Blumetti

La ladera occidental de la sierra del Ancasti, que encierra el valle de San Fernando de Catamarca junto a sierra del Ambato, da inicio al recorrido de la cuesta del Portezuelo. En la cima, luego de un zigzagueante viaje en auto por caminos de cornisa –veinte kilómetros de los cuales uno casi no se da cuenta– a casi 1700 metros sobre el nivel del mar, el panorama deslumbra, abruma, casi aturde. Imposible no pensar en Polo Giménez, el autor de la famosa zamba que describe esta vista (y cuyo monumento se encuentra en el Mirador, primera parada previa a lo más alto) y no coincidir con la frase que la inicia: desde aquí arriba parece un sueño. Aire purísimo, sol radiante, un cielo sin nubes de un azul irreal por arriba; por abajo, chiquita, lejanísima, la capital de la provincia.

La impresión es la de haberse subido al techo del cielo y desde allí contemplar los mil distintos tonos de verde y el camino largo que baja y se pierde y que sí, efectivamente, existe y lleva hasta la Villa del Portezuelo, apenas otra manchita entre tanto verde. Al fondo, el cerro El Manchao (y no manchado; literalmente, “manchao” significa “lugar de miedo” en quechua) corta el horizonte con su desafiante presencia y sus casi cinco mil metros de altura. La cima se adorna con una vegetación austera, algunos cóndores que la sobrevuelan lánguidamente y un detalle inesperado: la hostería Cuesta del Portezuelo, anfitriona de huéspedes que disfrutan no sólo del formidable panorama sino de una experiencia única.

Atrás quedó la popular y exitosa 44ª Fiesta Internacional del Poncho, la excusa principal que dio pie a esta aventura; atrás quedaron también, al menos momentáneamente, otros recuerdos y consideraciones de este viaje. La inmensidad siempre dispara pensamientos, emociones, sensaciones: aviva el alma y al mismo tiempo impone respeto. Y este punto, que seguramente es el más alto del viaje (en todo sentido), es lo que sintetiza a la provincia y a la recorrida que realizamos a través de sus infinitos detalles y atractivos.

Las termas de Fiambalá, catorce piletones entre altos paredones cordilleranos.

AGUAS QUE NO HAS DE BEBER Pocos días antes, apenas aterrizó el avión con el grupo de periodistas y fotógrafos que integramos, una combi esperaba para partir sin demora hacia el primero de muchos destinos: las termas de Fiambalá. Por la ruta 38, rumbo a la riojana Aimogasta (para cortar camino) y después pasando por la local Tinogasta, tuvimos un anticipo del paisaje imperante: camino apacible, sierras agrestes, vegetación de montaña, plantaciones de nogales, olivares y vides, clima suave y muy agradable. Llegados a destino, a unos doce kilómetros de Fiambalá, las termas aguardan en un marco natural, entre altos paredones cordilleranos. Son 14 piletones naturales de roca de la cordillera: cada uno alimenta a los demás que están ubicados más abajo, a lo largo de nueve niveles, de modo que a medida que el agua desciende se va enfriando. Por lo tanto, el truco consiste en empezar a tomar relajantes baños de unos 15 minutos en el piletón de 30º C (el nivel más bajo) e ir ascendiendo hasta llegar –si se atreven– al de 40º, que parece ser la temperatura máxima tolerable: el primero tiene el agua a 52º, y la misma surge de lo alto de la quebrada a 75º. No sólo estos baños distienden los músculos y apaciguan el estrés, sino que también tienen propiedades saludables: son recomendados para todo tipo de afecciones óseas y nerviosas. El ambiente es familiar pero, oh maravilla, no es ruidoso ni desordenado ni tampoco aburrido: hay público de todas las edades que se encuentra muy a gusto. Es posible alojarse en confortables cabañas y seguir disfrutando de las aguas sin necesidad de trasladarse a diario (el tratamiento termal ideal dura 21 días) e incluso cuentan con un restaurante con hermosa vista y la posibilidad de preparar asaditos in situ. El lugar abre todo el día y cierra a las 22.00 para los visitantes, de modo que el tiempo tampoco es una variable molesta.

DE BARRO SOMOS El día comenzó temprano, recorriendo uno de los principales atractivos turísticos de la provincia: la Ruta del Adobe. Entre Tinogasta y Fiambalá, son 50 kilómetros de antiguas construcciones y monumentos históricos de muros gruesos (la mayor parte oscila entre 80 centímetros y un metro de espesor) hechos con la elemental mezcla de paja, barro y estiércol, creando todas las formas y utilidades posibles. Como para demostrar que el orden de los factores continúa sin alterar el producto, empezamos el recorrido al revés, es decir, por el final sugerido en folletos y mapas: la iglesia de San Pedro, el Santo Caminador. Es una obra de líneas simples que data de 1770, y el mote que recibe el santo (una imagen traída desde Bolivia por el capitán Domingo Carrizo) es debido a la creencia popular de que sale a caminar por las noches, motivo por el cual sus zapatos siempre aparecen inexplicablemente desgastados luego de un tiempo, siendo invariablemente reemplazados; hay toda una colección de estos zapatitos (el santo calza el 22) que se exhiben en la sacristía. Frente a la iglesia hay un algarrobo que tiene más dos siglos, y a pocos metros se encuentra la primera casa de adobe de la zona, que data de 1745 y fue construida por Diego Carrizo de Flite: un galpón de paredes enormes, techos altos y sólidas puertas con quicio, escenario de objetos rescatados del pasado y un uniforme color de tierra.

Cordones montañosos, vegetación de tierras áridas y el eterno adobe de las iglesitas catamarqueñas.

El ritmo no decae y el próximo punto en la agenda es una breve parada en la Bodega Don Diego (construida con adobe, claro está) para paladear un par de sus más celebrados vinos, para luego proseguir hasta la neoclásica iglesia de Nuestra Señora de Andacollo, que data del siglo XIX y fue reconstruida luego de que un terremoto la destruyera parcialmente. No muy lejos, en el poblado de Anillaco (el local, no su célebre versión riojana), visitamos la Capilla Nuestra Señora del Rosario, declarada Monumento Histórico Provincial. Sencilla, despojada, con un altar que se considera único en toda Latinoamérica, se erigió en 1712 y es la más antigua de la provincia; perteneció a Don Gregorio Bazán y Pedraza, cuya vivienda y mayorazgo aún subsiste a pocos metros. Cruzando la ruta 60 yacen las ruinas del poblado de Watungasta, una de las poblaciones indígenas que otrora habitaron la zona. La ruta se cerró visitando el puesto y su conocido oratorio de la familia Orquera, hecho no de adobe sino de puro barro, de agradable sencillez, que alberga una imagen de la Virgen traída desde Bolivia en 1717 y un pequeño museo de objetos antiguos de la familia, que una de las descendientes de la familia aún cuida con amor y esmero.

Degustación de vinos en origen, durante la recorrida por la bodega Altos de Tinogasta.

DE LOS VINOS A LOS INCAS La jornada –pero no la ruta, que comprende más sitios de interés– prosiguió con una visita al emprendimiento Altos de Tinogasta, finca que es el primer real estate productivo de viñedos y olivares de la provincia. Su modelo de negocio permite a pequeños y medianos inversores adquirir parcelas (hay 400 hectáreas) y ver cristalizado el sueño del viñedo propio; en un futuro próximo incorporarán un hotel boutique para socios. El enólogo Pablo Fernández elabora una línea de vinos llamada Venerable, que nos impactó con sus varietales, particularmente el Malbec, Tempranillo y Chardonnay. Estos vinos regaron un suculento asado en el hostal de adobe Casagrande, una vieja casona del siglo XIX restaurada y modernamente acondicionada, que no sólo alberga huéspedes en confortables habitaciones hechas de adobe, sino que tiene un adecuado restaurante, ideal para probar las delicias de la zona en platos de corte casero. Hubo tiempo de cerrar esta faceta gastronómica del viaje visitando La Sala, restaurante y salón de té montados en una casa que data de 1850, dentro de una finca de 100 hectáreas. Hacen vino y aceite de oliva, además de servir exquisitos guisos (locro, cazuelas y estofados, donde se luce el de cabrito al Malbec) y muy pronto convertirse en posada. Lo que quedaba del día se fue cambiando con el tono de la recorrida y visitando El Shincal, vecino al pueblo de Londres, en el departamento de Belén: se trata de las ruinas de uno de los primeros centros incaicos de toda Latinoamérica, que data de mediados del siglo XV. Toda una ciudad precolombina con 70 recintos de piedra que subsisten como mudos testigos de la época del imperio inca en lo que resulta un paisaje de atmósfera casi mágica, al cual se accede subiendo toscos escalones enclavados en dos principales lomas. La guía se afana en describirnos todos los detalles de la historia, pero no hay caso: la noche se avecina inexorable y emprendemos el camino de regreso. Ya en Belén y en la cena, aprovechamos para probar el jigote local, una suerte de cruza entre una lasaña y un pastel de papas: capas de carne, vegetales y huevos, cubiertas con pan, salsa de tomate y queso, todo cocinado en la sartén. Lejos de ser light, por supuesto, pero... un manjar.

NADIE LES PISA EL PONCHO En la última etapa del viaje alcanzamos a visitar la gruta de la Virgen del Valle, a unos siete kilómetros de la capital provincial y precedido por un pequeño paseo con puestos de artesanías y especialidades dulces típicas de la zona (como las nueces confitadas y los rosquetes, roscas tamaño XL bañadas en merengue). Diariamente cientos de devotos concurren a este lugar donde se encontró la Virgen de Choya hace más de un siglo, para rezar y/o agradecer los favores recibidos; la gruta, rodeada de plaquetas y cartas de los fieles, está protegida por un templete al cual se accede subiendo una pequeña escalinata. El resto del día se dedicó a visitar a Ramón Baigorria y Graciela Carrasco, un matrimonio que tiene su propia firma de artesanías (Rua Chaky) y produce ponchos de manera magistral. Ambos nos mostraron el laborioso, minucioso y detallista proceso que lleva a la confección de los ponchos de vicuña, lo cual explica los elevados precios que llegan a alcanzar. Y hubo tiempo de conocer la fábrica de alfombras de Catamarca, que se inició en 1954 y hoy alberga a 71 tejedoras que mantienen viva una tradición de calidad que se hace íntegramente a mano mediante la técnica de los nudos. Las alfombras, casi mágicas, reflejan cabalmente la impresión que nos dejó este viaje por la provincia: variedad, detalles, colorido, intensidad, tranquilidad... y mil distintos tonos de opciones para pasarla bien en cualquier momento del año. Catamarca parece un sueño, sí, y lo mejor es que concretarlo es muy, muy posiblez

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Lanas tejidas artesanalmente para la elaboración de alfombras y ponchos.
 
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