turismo

Domingo, 30 de agosto de 2015

NICARAGUA LA CIUDAD DE LEóN Y RUBéN DARíO

Poeta, casa y museo

En la colonial León, donde se lo conocía como “el poeta niño”, vivió hasta los 14 años Rubén Darío. Después de residir en varios países, el escritor regresó a morir en la ciudad de su infancia, donde la Catedral alberga su tumba y su casa es hoy museo y archivo.

 Por Julián Varsavsky

En León la arquitectura guarda una coherente mezcla de estilos antiguos, combinando las líneas simples del colonial con el barroco americano y un neoclasicismo de columnas griegas. Sus casas bajas con tejas rojas tienen patios internos, muchas convertidas en caserones algo derruidos, en majestuosa decadencia, que a duras penas mantienen su estirpe de nobleza. Hay calles adoquinadas por donde transitan carros tirados a caballo, y por doquier se ven altas ventanas con barrotes de madera torneada y puertas esquineras de doble hoja en ángulo recto, como en la casa Museo y Archivo Rubén Darío, en la calle Real.

A simple vista uno imagina que la docta León no debe diferir mucho de aquella donde se crió el gran poeta nicaragüense. Al entrar a la casa de Rubén Darío –nacido el 17 de enero de 1867 en Metapa– lo primero que se ve es un gran dormitorio ambientado con el mobiliario típico de una familia leonesa de cierta alcurnia. Aquí vivieron Bernarda Sarmiento y el coronel Félix Ramírez, tíos abuelos del futuro poeta, quienes lo criaron desde los dos años. El matrimonio conformado por los padres de Rubén Darío tuvo desavenencias y decidieron entregarlo a estos familiares, que acababan de perder a una pequeña hija.

El dormitorio no tiene su mobiliario original pero sí uno de la misma época: una cama matrimonial de madera torneada con pilares para sostener un techo de tela, un cofre y un arca de madera, tinajas de barro para tomar agua y un gran ropero. Además hay un Cristo de plata que el poeta mexicano Amado Nervo le regaló a Darío, y un retrato del poeta enfermo en su lecho de muerte (una cama que sí está en la sala y es la original).

El museo tiene una antigua puerta esquinera de doble hoja, ubicación muy valorada en la época.
Imagen: Julián Varsavsky

La siguiente sala es donde ocurrían las tertulias, veladas intelectuales a las que asistían poetas, políticos y sacerdotes, al igual que el niño Rubén, quien se sentaba en las piernas de tu tía abuela. Esta parte de la casa quizás haya sido la que marcó el destino poético del autor, ya que fue su primera inspiración y donde comenzó a recitar poemas a los cuatro años.

En una de las fotos se lo ve precisamente al niño Rubén en las faldas de su tía abuela. En su autobiografía el poeta escribe: “Fui algo niño prodigio. A los tres años sabía leer; según se me ha contado... De mí sé decir que a los diez años ya componía versos, y que no cometí nunca una sola falta de ritmo... Del centro de uno de los arcos, en la esquina de mi casa, pendía una granada dorada. Cuando pasaba la procesión del Señor del Triunfo, el Domingo de Ramos, la granada se abría y caía una lluvia de versos, versos brotados instintivamente. Yo nunca aprendí a hacer versos. Ello fue en mí orgánico, natural, nacido”.

Durante sus primeros años el creador del modernismo literario en la lengua castellana estudió con los jesuitas, a los que dedicó algún poema donde se refería a sus “sotanas carcomidas” y los catalogó de “endriagos”.

A los 14 años el “niño poeta” fue enviado a Managua porque un grupo de políticos liberales consideró que debía ser educado en Europa a costa del erario. Pero el liberalismo y anticlericalismo del artista no le cayeron bien a don Pedro Joaquín Chamorro y Alfaro –el conservador presidente del Congreso– y el plan fracasó. Darío se definía como “pagano por amor a la vida y cristiano por temor de la muerte”.

AMORES PLURALES En las salas de la casa hay fotos de las tres esposas que tuvo Rubén Darío y algunos manuscritos originales de los poemas que les compuso. Sobre su vida sentimental un verso reza: “Plural ha sido la celeste / Historia de mi corazón...”

El precoz artista fue también prodigio en el amor, ya que a los 13 años se enamoró perdidamente de una prima lejana. Un año después, en Managua, conocería a Rosario Murillo, quien fuera su amor fatal a lo largo de casi toda su vida: la conoció de 13 años y la describió con su “rostro ovalado, color levemente acanelado... boca cleopatrina... y cuerpo flexible y delicadamente voluptuoso, que traía al andar ilusiones de canéfora”. La consideraba la encarnación de Afrodita, recibió de ella el primer beso de su vida romántica y estaba decidido a casarse. Para evitar semejante apresuramiento sus amigos y parientes conspiraron para embarcarlo a El Salvador.

Según relatan los paneles del museo, en 1890 el poeta se casó en El Salvador –donde ejercía de diplomático– con Rafaela Contreras, una mujer con quien compartía intereses literarios. Dos años después la pareja llegó a España, donde el nicaragüense era ya una celebridad literaria respetada por reyes y presidentes. Pero a los pocos meses su esposa murió de manera inesperada, refugiándose el viudo en el alcohol.

Dos meses después regresó a Nicaragua y descubrió en la puerta de su casa a la irresistible Rosario Murillo de su adolescencia. Se acercó a saludarla, reanudaron el noviazgo y casi de inmediato se casaron a la fuerza.

El plan de casamiento fue urdido por Rosario y su hermano, conocedores de la debilidad del poeta por el alcohol. Los novios estaban una tarde entregados a la bebida y a las mieles del amor en una casa frente al lago de Managua, cuando el hermano de la novia apareció en la casa y los encontró en la cama. Tal cual lo planeado, el futuro cuñado desenfundó una pistola y amenazó al desconcertado Darío con matarlo si no se casaban. De inmediato apareció en la casa un cura miembro de la familia y se inició la ceremonia. Al novio le siguieron dando de beber y cuando el cura le preguntó si aceptaba a la mujer que tenía al lado como esposa hasta que la muerte los separara, dijo “sí”, sin saber lo que estaba haciendo. En su autobiografía el poeta definiría este episodio como “una historia de violencia y engaño”.

Al poco tiempo la pareja emprendió viaje hacia la Argentina, a cumplir tareas consulares. Pero en el camino la mujer enfermó, y regresó a Nicaragua embarazada, mientras el hombre siguió su camino. El hijo nació y murió al poco tiempo. La pareja no se volvería a ver en muchos años.

En la Catedral de León, donde pasó su infancia, se encuentra la tumba del poeta.
Imagen: Julián Varsavsky

Luego de un lustro en Buenos Aires y ya con una carrera de periodista, Rubén Darío se fue a vivir a España como corresponsal del diario La Nación. En 1899 conoció a Francisca Sánchez del Pozo, la hija analfabeta del jardinero de un palacio real, y le pidió una flor. Comenzó a frecuentarla y viajó en tren y burro hasta el pueblo de Navalsáuz para conocer a sus pretendidos suegros.

Al ser Darío un hombre casado, no pudo contraer matrimonio, pero se fueron a vivir juntos engendrando cuatro hijos, tres de los cuales murieron a los pocos años. Francisca Sánchez fue alfabetizada por su marido y sería su pareja por 17 años. En las paredes del museo de León se leen unos versos que le dedicó: “Francisca es la alborada, / Y la aurora es azul: / El amor es inmenso / Y eres pequeña tú. / Mas en tu pobre urna / Cabe la eterna luz, / Que es de tu alma y la mía / Un diamante común”.

Rubén Darío abandonaría a su amada española dejándola en la pobreza, a pesar de lo cual ella nunca le guardaría rencor y se dedicaría después su muerte a recopilar y editar su obra dispersa.

SOLITARIO Y TRISTE FINAL En noviembre de 1915 Rubén Darío enfermó gravemente estando en Guatemala y regresó a León, donde la multitud desenganchó los caballos de su carruaje para llevarlo ella misma. Rosario Murillo lo había ido a buscar al país vecino donde estaba pasando penurias económicas. Más o menos por aquel tiempo el poeta escribió: “Juventud divino tesoro / Te fuiste para no volver / Cuando quiero llorar no lloro, / Y a veces lloro sin querer...”.

En León fue operado, pero murió a las 22.15 el 6 de febrero de 1916, en medio de dolorosas alucinaciones, momento exacto en el que comenzó a crecer el mito de quien –según un panel escrito en su museo de León– “reformaría el habla española y también la prosa. Aligeró el idioma de las largas frases y de los abusos del adjetivo y el adverbio, enseñándonos a construir oraciones con períodos cortos y de esencia sustantiva... hoy hablamos y escribimos un español dariano”.

Entre las reliquias del escritor exhibidas en el museo están la mascarilla mortuoria de yeso tomada minutos después de su muerte y una canasta de las que llevaron durante el entierro unas jóvenes que, al estilo de las canéforas griegas, iban arrojando flores al paso del cortejo. A las exequias de seis días asistieron 15.000 personas, entre ellas el obispo León Simeón Pereira y Castellón y el presidente Adolfo Díaz Recinos.

El cuerpo del poeta fue depositado en una tumba al costado del altar en la Catedral leonesa, hoy un punto magnético para lectores del mundo enteroz

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Las ventanas de la casa de Rubén Darío nacen a la altura del suelo y llegan al techo.
Imagen: Julián Varsavsky
 
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