turismo

Domingo, 29 de noviembre de 2015

CRUCERO> DE CARTAGENA A PANAMá POR LAS ANTILLAS HOLANDESAS

El ABC del Caribe

Es la estrategia del caracol: viajar con la casa a cuestas, en este caso en forma de barco. Una opción que duplica el encanto de zarpar en Cartagena de Indias, hacer escala en Curazao, Bonaire y Aruba, tocar el puerto de Colón en Panamá y cerrar el círculo nuevamente en la costa colombiana.

 Por Graciela Cutuli

Una hilera de coloridas casas coloniales que encierran la leyenda de un excéntrico alcalde en Curazao. La instantánea de cientos de peces de colores que aparecen apenas se abren los ojos bajo las aguas quietas de Bonaire. El mar turquesa que se vuelca transparente sobre la fina arena de Aruba. Un barco gigantesco pasando casi al límite del roce las esclusas del Canal de Panamá. La proa de un crucero que enfila hacia el perfil de edificios modernos de Cartagena de Indias, mientras asoma detrás la histórica Torre del Reloj. Y los atardeceres en el corazón del Caribe Sur, rodeados sólo de un tranquilo espejo sin olas y el sonido de las aves que siguen, recortándose a contraluz, la estela del barco que avanza como flotando sin esfuerzo ni gravedad sobre las aguas. En un puñado de postales se puede resumir una semana de viaje a bordo del Monarch, un buque de casi 74.000 toneladas con capacidad para transportar a 2700 pasajeros con su “casa a cuestas” (y dos piscinas, diez bares, cinco restaurantes, dos jacuzzis, una discoteca, un gimnasio, un piano bar, un casino... and counting). Pero la experiencia no está hecha sólo de postales, sino de la suma de pequeños y grandes momentos que implica, literalmente, soltar amarras.

Muelle del bar y restaurante Pelican Nest, sobre una de las playas de Aruba.

VIDA DE CRUCERISTA Visitar los destinos insulares del Caribe uno por uno implica cierta logística, tiempos y costos que no están al alcance de la paciencia de cualquiera. Las islas están cerca, pero ¿cómo llegar de una a otra? ¿Cómo no multiplicar los costos al planificar esos traslados? ¿Y cómo no dejar tiempo de vacaciones en cambios de hotel y trámites migratorios? El crecimiento de la industria de cruceros en los últimos años –con el Caribe a la cabeza- tiene la respuesta. Hasta el viajero más desconfiado se sorprende al comprobar que la valija dejada junto a otras cientos a la hora de embarcar aparecerá puntualmente en la puerta de su camarote a la hora de zarpar. Los trámites migratorios son sólo dos: en el embarque en Cartagena; y en el desembarque en el mismo puerto. Y una organización impecable logra que tantos pasajeros como habitantes podría tener una ciudad chica dejen el barco en cada escala en forma ordenada y rápida.

Cada noche, el “diario de bordo” informará lo esencial del día siguiente: los atractivos del próximo destino y las excursiones optativas al desembarcar, los cambios de huso horario si los hay, el entretenimiento previsto en el teatro y los horarios de la cena. Camila y Fernando, pasajeros argentinos en su primera experiencia como cruceristas, se prestan a conversar un rato en espera de desembarcar y admiten que después de unos días ya ni se acuerdan de sus dudas iniciales: “Nos lo habían aconsejado y desaconsejado al mismo tiempo. Que el barco se mueve. Que es complicado subir y bajar en las islas. Que es muy ruidoso. Que en general viaja gente muy grande. Pero vinimos igual porque queríamos conocer las Antillas Holandesas –las seguimos llamando así por practicidad, aunque ahora tengan otro estatuto- y esta nos pareció la mejor opción, con el plus de salir de Cartagena y visitar el Canal de Panamá. Y nos encontramos con que hay gente de todas las edades, y muchas familias con chicos. Con que no hay nada estructurado porque no hace falta ‘vestirse’ para ir a cenar ni es obligatorio quedarse en los restaurantes con horario. Con que dormimos mejor que nunca gracias al balanceo de la navegación. Con que el personal es amable todo el tiempo y nos sentimos cómodos con el idioma, porque la compañía es española. Y con que The Waves, el salón del último piso del Monarch, es nuestro nuevo lugar en el mundo”.

En poco tiempo, los compañeros de viaje y los tripulantes se harán caras conocidas, que se cruzan en en las distintas cubiertas del barco en el vaivén constante que implica para unos el descanso... y para otros el trabajo. En el puente de mando, el capitán Arkadiusz Branka está en su reino y aclara que sólo “supervisa y da órdenes”. El capitán “prepara el plan de viaje y lo carga en la computadora. El GPS verifica la posición del barco y ajusta la posición del timón en forma automática; también se puede programar el tiempo de llegada al próximo puerto”. En un castellano tan bueno que hay que remitirse al nombre para descubrir su origen polaco, Branka cuenta que el clima y los famosos huracanes del Caribe son una consulta muy común entre quienes dudan en embarcarse: pero si por un lado el itinerario del Monarch por el Caribe Sur queda a salvo del trayecto habitual de los ciclones tropicales, por otro “cada cuatro horas tenemos un nuevo pronóstico. Para todos los barcos el tiempo es lo más importante, y sobre todo los vientos, porque un viento fuerte puede implicar el cierre de un puerto. De modo que, si es necesario, se cambia la rotación de los puertos o se cambia de isla: claro que no es algo tan fácil, recuerden que en general un puerto se reserva con dos años de antelación”. Branka se despide y sigue su trabajo, jefe supremo de unos 800 tripulantes de quienes muchas veces sólo vemos el resultado de un paciente trabajo, como cada plato que llega al comedor. De los 800, unos 180 trabajan precisamente en nuestro próximo destino a bordo: el restaurante, donde Rama –el gentilísimo camarero indio- nos acompañará durante casi todo el itinerario. Luego desembarcará para volver a su país, pasar un par de meses con su familia... y regresar a bordo. Son las vidas circulares, como circulares son los itinerarios de navegación, que impone trabajar en un crucero.

El buque listo para dejar el puerto de Cartagena de Indias y navegar por el Caribe Sur.

HOP ON-HOP OFF En el Monarch, la semana empieza en sábado. Y por la tarde. Es la hora en que se deja el puerto de Cartagena para iniciar la navegación por las islas ABC –Aruba, Bonaire, Curazao, una sigla para las tres en virtud de que las une la cercanía pero también el pasado colonial neerlandés- y el puerto de Colón en Panamá. Pero ¡Cartagena es Cartagena! La ciudad asociada a la memoria de García Márquez y sus amores en tiempos del cólera merece su tiempo: entonces, vale llegar con anticipación –un día por lo menos- y recorrerla de día y de noche. La ciudad amurallada, sobre todo, porque atesora el repiqueteo de los pasos sobre el empedrado; las fachadas majestuosas de las iglesias; el verde brillo de las esmeraldas engarzadas en oro; los exóticos sabores tropicales del Portal de los Dulces. Mientras se cuela por los callejones la música que se escapa de los bares, por ahí están Gertrudis, la generosa dama de Botero; la plaza de San Pedro Claver; la Torre del Reloj y la India Catalina. Y fuera de las murallas, el castillo San Felipe de Barajas y el Convento de la Popa: hay que visitarlos de día, porque la noche es toda del “corralito de piedra”, que se vuelve mágico y bañado en nostalgia cuando brilla sobre las murallas la luz de la luna.

La misma luna traza sobre el mar una brillante estela blanca en la noche del embarque. El Monarch resplandece, engalanado de luces. Está listo para una noche y un día entero de navegación: sólo después, ya lunes en un calendario que hay que esforzarse en recordar en esta burbuja sin tiempos, se llegará a Curazao y su famoso barrio de coloridas casas coloniales. “Hasta 2010 era parte de las Antillss Holandesas. Ahora es un territorio autónomo del Reino de los Países Bajos”, dice Ivonne, la guía encargada de darnos la bienvenida. Con argentinos en el grupo, es inevitable la pregunta: “¿Y Máxima?”. “Es nuestra reina”. “Pero es argentina”. “Es holandesa nacida en la Argentina”, replica Ivonne mientras avanza por las calles de Willemstad, la capital, rebosante de publicidades que no están ni en holandés ni en inglés, sino en papiamento, el créole local, una mezcla de todo lo que anda dando vueltas por el Caribe: neerlandés por supuesto, pero también inglés, portugués, francés, español. Que nadie diga que no tiene oportunidad de entenderlo, porque tiene palabras para todos los gustos. ¿De qué vive la próspera Curazao? Del turismo, pero también de refinar el petróleo de la cercana Venezuela. ¿Por qué tiene relucientes fachadas de colores? Porque un antiguo alcalde aseguraba no poder soportar el reflejo del sol sobre las casas blancas, y ordenó pintarlas –como hasta ahora- de colores variados, siempre impecables y renovados cada seis meses (sólo después se sabría que el astuto gobernante era dueño de una fábrica de pinturas). Pero las casitas perfectas y los negocios de lujo no ocultan otra historia: como las demás islas del Caribe, Curazao se regó con sangre esclava. Lo recuerda el museo Kura Holanda, que traza la triste y cruel historia de las poblaciones africanas traídas a lo que habrá sido un paraíso, pero ajeno. Vale la pena visitarlo.

Las escalas no son en orden alfabético sino al revés: de Curazo se pasará, al día siguiente, a Bonaire. O Boneiru, en papiamento. La isla forma parte de los Países Bajos como municipio especial e integra los países y territorios de ultramar de la Unión Europea. Pero su gran riqueza está debajo el agua, y los peces no piden pasaporte. Tal vez el nombre de su capital es un indicio: si Curazao, con Willemstad, y Aruba, con Oranjestad, recuerdan el dominio holandés, en Bonaire se llama Kralendijk: “arrecife de coral”. Más pequeña que Curazao, menos turística y más apacible, Bonaire es un remanso que parece alejado de la mundanidad y la vidriera caribeña. No siempre los cruceros hacen escala aquí, y sin embargo realmente vale la pena: sobre todo, lo que realmente importa es lo que está guardado debajo de la línea del horizonte. Para quienes buscan alejarse del turismo masivo, Bonaire es ideal. Hay varias opciones para pasar el día durante la escala en la isla y recorrerla de distintas maneras, pero la navegación que lleva hacia la zona conocida por sus bancos de peces tropicales es imperdible: con las máscaras puestas empieza la verdadera fiesta. Azules, amarillos, rojos, a rayas, grandes o pequeños, los hay de a miles. Los improvisados buzos que se sumergen en su mundo parecen imitarlos en el asombro de sus ojos muy abiertos, y cuando salen de nuevo a la superficie se llevan grabado en la mirada el recuerdo del increíble espectáculo que pone la naturaleza en el mar de las Antillas Menores. Por la tarde, en un club de playa como el Spice Beach Club, se puede descansar al sol, nadar, probar los mejores tragos y volver a sumergirse, hasta que se haga la hora de volver a la “nave nodriza” que espera firme en el puerto.

La cuenta regresiva de las islas ABC termina en Aruba, sin duda la más turística de las tres. Nuevamente: ex Antilla Holandesa, ahora es un país autónomo del Reino de los Países Bajos. De formación volcánica, tuvo un pasado rico en oro y hoy es la más atractiva para quienes llegan en busca de buenas playas –aunque no se puede decir que falten en las otras- acompañadas de restaurantes internacionales, paisajes emblemáticos como su puente natural y negocios de lujo. Para Javier Díaz, argentino, responsable de las excursiones en el Monarch, “es una pequeña Miami. Las playas son muy bonitas y es popular para los deportes relacionados con el viento. Hay muchos norteamericanos, mientras en las otras hay más holandeses”. Faros, capillas, grutas y rocas completan el panorama, que se puede conocer con un paseo abarcativo pero no exhaustivo durante la escala del Monarch. Otra opción hacer eje en un almuerzo con vista al mar en el muelle de The Pelican Nest, sobre Eagle Beach, y antes o depués explorar el fondo del mar en el submarino Atlantis. Un auténtico sumergible, que brinda la experiencia de bajar a unos 35 metros de profundidad y divisar algunos naufragios y barreras coralinas visitadas por numerosos peces. El Caribe en su máxima expresión.

La cubierta del Monarch en el atardecer, hora en que zarpa tras las escalas en cada isla.

Y LA NAVE VA Un nuevo día de navegación es la excusa perfecta para disfrutar del crucero sin apuro. Y para conversar con Michael Siebold, que tiene a cargo un tema sensible: la cocina. O sensibilísimo, considerando que el crucero es un all inclusive donde se elaboran 80 toneladas de comida por semana. Sólo de fruta hay que contar 10 toneladas. Alemán, con experiencia en Estados Unidos, Japón y Sudáfrica, Siebold asegura que cocinar para tantos a bordo “es muy fácil. Lo pensamos como en casa y lo multiplicamos por 2500”. Y sí, cuesta creerle que sea tan fácil, pero la impecable organización de la cocina lo hace convincente. Durante la charla, cuenta algunos secretos: en esta ruta, lo que la gente prefiere es rice and beans, arroz con porotos. “Y sale más pescado que carne, pero recuerden que el pescado crudo está prohibido a bordo”. Ningún detalle queda librado al azar, porque “hay menús para requerimientos dietéticos especiales, y toda la comida se prueba antes de la cena con los pasajeros, para tener tiempo –si es preciso- de modificar lo que sea necesario”.

La última escala del viaje será en Colón, desde donde Javier Díaz recomienda no perderse la excursión al Canal de Panamá y la Ciudad Vieja. “Nosotros –cuenta- llegamos al Atlántico, pero la capital está sobre el Pacífico, así que cruzamos el país entero”. Claro que Panamá es angosto y permite atravesarlo, visitar el Canal el Canal, si queda tiempo hacer algunas compras y volver. Todo a tiempo para regresar a las 18.00, la hora del “todos a bordo”, que hay que cumplir a rajatabla. Porque ahora el Monarch pone proa hacia Cartagena y su cierra su círculo, su sueño, en las aguas del Caribe. Hasta la próxima vuelta.

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El espectacular fondo marino de Bonaire, la meca del buceo y el snorkelling.
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