turismo

Domingo, 5 de febrero de 2006

LECTURAS DEL AUTOR DE “EL GATOPARDO”

Viaje siciliano

Giuseppe Tomasi di Lampedusa, autor de la célebre novela El Gatopardo, escribió una serie de relatos, algunos decididamente autobiográficos, sobre los lugares donde pasó su niñez. De Recuerdos de infancia, se ha seleccionado un fragmento en el que describe las peripecias de un viaje en 1905 desde Palermo hasta Santa Margherita Belice a través de la calcinada tierra siciliana.

 Por Giuseppe Tomasi di Lampedusa *

El entusiasmo por la aventura, que forma parte de mi recuerdo inexplorado de Santa Margherita, empezaba con el viaje. Era una peripecia llena de incomodidades y atractivos. En aquella época no había automóviles: hacia 1905, el único que circulaba por Palermo era el electrique de la anciana señora Giovanna Florio. Un tren partía de la estación de Lolli a las cinco y diez de la mañana. Era necesario levantarse a las tres y media. Me despertaban, pues, a esa molesta hora, y para mí, además, cargada de un tenor siniestro, por ser la misma en que me propinaban el aceite de ricino cuando me dolía el vientre. Los criados y los cocineros ya habían partido el día anterior. Nos cargaban en dos landaus cerrados; en el primero, mi madre, mi padre, la institutriz –supongamos que fuese Anna I–, y yo. En el segundo, la doncella de mi madre, Teresa o Concettina; Ferrara, el contable, que era de Santa Margherita e iba a pasar las vacaciones con los suyos, y Paolo, el camarero de mi padre. Creo que seguía después un tercer coche, con el equipaje y las cestas para la comida.

Generalmente sucedía a finales de junio, y en las calles desiertas empezaba a amanecer. Tras la plaza Politeama y la calle Dante (que entonces se llamaba calle Esposizione), se llegaba a la estación de Lolli. Allí subíamos al tren para Trapani; en aquella época los trenes no tenían pasillo y, por lo tanto, tampoco retretes; así que cuando yo era pequeñito llevaban para mí una pequeña bacinilla de horrible cerámica marrón, comprada nada más que para el viaje, ya que se arrojaba por la ventanilla antes de llegar a destino. El inspector cumplía su trabajo aferrado al exterior del vagón; de repente veíamos surgir desde afuera su gorra galoneada y su mano enguantada de negro.

Durante horas y horas atravesábamos el paisaje bello y tremendamente triste de la Sicilia occidental; debía ser el mismo que encontraron al desembarcar los Mil –Carini, Cinisi, Zucco, Partinico–: después las vías seguían la costa del mar; los rieles parecían estar sobre la arena. El sol, ya ardiente, nos asaba en nuestra caja de hierro; no existían los termos, y en las estaciones no podía esperarse refresco alguno. Después el tren cortaba camino hacia el interior, entre montañas pedregosas y campos de trigales ya segados, amarillos como la melena de un león. A las once, finalmente, llegábamos a Castelvetrano, que entonces distaba mucho de ser la pequeña ciudad presumida y ambiciosa que es ahora: era una aldea lúgubre, con zanjas al aire libre y cerdos exhibiéndose por la calle mayor, y con millones de moscas. En la estación, que ya llevaba seis horas achicharrándose bajo el sol, nos esperaban nuestros coches, dos landaus a los que habían adaptado cortinitas amarillas.

A las once y media retomábamos la marcha: hasta Partanna, durante una hora, el camino era llano y fácil, a través de un maravilloso paisaje de campos cultivados; viajábamos señalando los lugares conocidos: las dos cabezas de negros en mayólica sobre los pilares de la entrada a una villa, la cruz de hierro que marcaba el sitio de un asesinato, pero cuando llegábamos al pie de Partanna la escena cambiaba; se presentaban tres carabineros, un sargento y dos soldados, que a caballo y con la nuca protegida por un pañuelo blanco, como los jinetes de Fattori, estaban destinados a escoltarnos hasta Santa Margherita. El camino se volvía montañoso; alrededor se extendía el desmesurado paisaje de la Sicilia feudal, desierto, sin un soplo de aire, oprimido bajo el sol de plomo. Buscábamos un árbol para merendar bajo su sombra: no había más que algunos raquíticos olivos, que no protegían del sol. Al final encontrábamos una casa colonial abandonada, casi en ruinas, aunque con las ventanas celosamente cerradas. A su sombra nos apeábamos y comíamos; cosas suculentas, en general. Un poco más allá también comían los carabineros, a quienes se les había entregado pan, carne, pastel y algunas botellas, alegres y ya quemados por el sol de mediodía. Cuando acababa el almuerzo, el sargento se acercaba, con un vaso lleno en la mano: “En mi nombre y en el de mis hombres, doy las gracias a Sus Excelencias”. Y se tomaba de un trago el vino, que debía estar a cuarenta grados. Pero uno de los soldados se había quedado de guardia y, prudentemente, daba vueltas alrededor de la casa.

Volvíamos a entrar en los coches. Eran las dos, la hora realmente atroz de la campiña estival siciliana. Marchábamos al paso, porque empezaba el descenso hacia Belice. Todos estábamos silenciosos, y entre el ritmo de los cascos sólo se oía la voz de un carabinero que tarareaba: “la española sabe amar así”. Se levantaba la polvareda. (Anna I, que había estado hasta en la India.)

Después se atravesaba el Belice, que era un río importante para Sicilia, y que hasta tenía un poco de agua en su gran cauce desnudo; y allí empezaba la interminable subida hasta el paso, entre curvas que se sucedían sin pausa en el paisaje calcinado.

Parecía que no terminaría nunca, y sin embargo terminaba: en lo alto de la vertiente los caballos se detenían, temblorosos y sudados; los carabineros desmontaban, y también nosotros bajábamos a estirar las piernas. Y se retomaba el camino, al trote. Mi madre comenzaba a advertirme: “Presta atención, dentro de poco, a la izquierda, verás la Venaria”. En efecto, llegábamos a un puente y a la izquierda se divisaba finalmente un poco de verdor, unos cañaverales y hasta un naranjal. Eran las Dágali, la primera posesión de los Cutó que encontrábamos. Y detrás de las Dágali, una colina empinada, con un largo camino de cipreses que llevaba a Venaria, un pabellón de caza que nos pertenecía.

Ya no estábamos lejos. Mi madre, impelida por su apego a Santa Margherita, no podía mantenerse quieta, se asomaba por una ventanilla y por la otra. “Estamos casi en Montevago. ¡Ya llegamos a casa!”. Pasábamos, en efecto, por Montevago, el primer sitio con signos de vida que encontrábamos después de cuatro horas de camino. ¡Pero qué sitio! Anchas calles desiertas, casas oprimidas tanto por la pobreza como por el sol implacable, ningún alma viva, algún cerdo, algún gato muerto.

Pero una vez superado Montevago las cosas mejoraban. El camino era recto y llano; el paisaje, risueño. “¡Ahí está la villa de Giambalvo! ¡Ahí está Madonna delle Grazie y sus cipreses!” Hasta saludábamos con alegría al cementerio. Después, Madonna de Trapani. ¡Ya llegamos! Ahí está el puente.

Eran las cinco de la tarde. Hacía doce horas que viajábamos.

En el puente estaba formada la banda municipal, que arremetía con ímpetu una polka. Nosotros, desarreglados, con las cejas blancas de polvo y la garganta reseca, nos esforzábamos por sonreír y agradecer. Un breve recorrido por las calles y desembocábamos en la Plaza; descubríamos las agraciadas líneas de la casa, pasábamos por el portón: primer patio, atrio, segundo patio. Habíamos llegado. Al pie de la escalera exterior el grupito de los “de la familia”, encabezado por el extraordinario Don Nofrio, minúsculo bajo su barba blanca, y flanqueado por su corpulenta esposa. “¡Bienvenidos!” “¡Qué alegría estar acá de nuevo!”

Arriba, en un salón, Don Nofrio había hecho preparar unos refrescos de limón, espantosos, pero que resultaban igualmente una bendición del cielo. A la rastra, Anna me llevaba a mi cuarto, y a pesar de mi resistencia me sumergía en un baño tibio que Don Nofrio, el irreprochable, había previsto, mientras mis desgraciados padres enfrentaban la oleada de conocidos que empezaban a llegar.

(...)

La “excursión” por excelencia era la que nos llevaba a Venaria, el pequeño pabellón de caza situado sobre una elevación, cerca de Montevago. Era una excursión que siempre hacíamos en grupo, un par de veces cada temporada, y nunca faltaban en ella repetidos episodios graciosos. Se decidía: “El próximo domingo a comer en Venaria”. Y por la mañana, hacia las diez, nos poníamos en marcha, las señoras en coche, los hombres sobre burros; a pesar de que todos o casi todos tuviesen caballos, o mulas, lo tradicional era ir en burro. Sólo mi padre se rebelaba; había encontrado una estrategia para sortear la dificultad, declarándose la única persona capaz de conducir por aquellos caminos el “dog-art” en el que viajaban las señoras, y en cuyos jaulones destinados a los perros, en la parte inferior del vehículo, se guardaban en esta ocasión las botellas y los dulces para la comida. (...)

Alrededor caracoleaban los asnos (mejor dicho, i scecche, porque en siciliano el asno es casi siempre femenino, como los barcos en inglés), agitando las orejas. Había caídas verdaderas, y auténticos amotinamientos asnales, pero también se los fingía para la animación general. Atravesábamos Montevago, despertando la vocal indignación de todos los perros del lugar; llegábamos al puente de las Dágali, se descendía a las orillas y se comenzaba a subir la cuesta.

La avenida de acceso era realmente grandiosa; se prolongaba por unos trescientos metros y subía recta hacia la cima de la colina, acompañada por una doble hilera de cipreses. Y no unos cipresitos adolescentes como los de San Guido, sino grandes cipreses centenarios que desde sus espesas copas expandían en todas las estaciones un perfume austero. Las filas de árboles se interrumpían cada tanto para dar lugar a una encrucijada de bancos y, también, a una fuente cuyo mascarón todavía lanzaba agua intermitentemente. Y subíamos en esa sombra fragante hacia la Venaria, que estaba allá arriba, inundada de sol.

* Los relatos, Buenos Aires, Libros Perfil, 1998.

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