turismo

Domingo, 2 de julio de 2006

MISIONES > EL PAíS DE LOS áRBOLES

Tierra guaraní

En el corazón mismo de la selva subtropical, la provincia de Misiones guarda algunos tesoros de la cultura y de la naturaleza. El Parque Nacional Iguazú, una de las reservas biológicas más importantes del planeta, las imponentes Cataratas y las Misiones Jesuíticas forman parte del patrimonio de la humanidad. La tierra ancestral de los guaraníes, guardianes de la memoria, fue también el mundo de Horacio Quiroga.

 Por Marina Combis
Fotos: Carlos Mordo

Tenía una densa barba oscura y una vida atormentada. Se refugió en las profundidades de la selva misionera, tal vez para escapar a su destino. Cerca de su casa de San Ignacio estaban las barrancas del peñón Teyú Cuaré, desde donde apaciguaba su mirada en las aguas del Paraná. En 1903 Horacio Quiroga llegó por primera vez a la tierra colorada acompañando a Leopoldo Lugones, su mentor. Su anhelo por volver se convirtió en una obsesión. También se dedicó a escribir sobre esos personajes que fue conociendo en el mundo misterioso de los peones de campo, de los desterrados, de los aventureros. Y lo fue pintando con palabras simples, algunas veces para que sus hijos pudieran conciliar el sueño, y otras, para dibujar los dramas cotidianos de los habitantes del monte, sus costumbres, sus temores, sus pasiones. Cuentos de la selva, escrito para sus hijos, o Anaconda, otro libro de relatos, nacen de su contacto con la naturaleza y sobre todo con los hombres de ese continente verde de historias secretas y misterios insondables.

YVYRA RETA

Hace un centenar de años la provincia de Misiones era todavía un paraíso de bellezas naturales, con ríos caudalosos y numerosos arroyos interrumpidos por saltos y pequeñas cascadas que intentaban superar la sinuosidad del terreno. Los guaraníes lo conocían como el “país de los árboles”.

En 1541, el Segundo Adelantado del Río de la Plata, Alvar Núñez Cabeza de Vaca, inició una increíble travesía partiendo desde la costa atlántica de Santa Catarina hasta llegar, atravesando la indómita selva virgen, a Asunción del Paraguay. En el curso de este viaje descubrió las Cataratas del Iguazú, que por vez primera veían el rostro de un hombre blanco, a las que bautizó con el nombre de “Saltos de Santa María”, que más tarde fue reemplazado por su antigua denominación indígena, Y’guazú, que en lengua guaraní quiere decir “Agua Grande”.

Niño guaraní con su maraca ritual en una ceremonia tradicional.

Entre los árboles nacen, dando forma a un paisaje cargado de magia y misterio, las imponentes Cataratas del Iguazú, alimentadas por un río que primero se despereza y extiende hasta alcanzar mil quinientos metros de ancho para dividirse en pequeños brazos separados por islotes verdes antes de despeñarse a través de un cañadón semicircular que, en territorio argentino, tiene una extensión de casi tres kilómetros. Cuando el río alcanza su máximo caudal, se forman casi trescientas caídas de agua; entre las más importantes y permanentes se cuentan los saltos Belgrano, Rivadavia, Adán y Eva, Alvar Núñez, Bossetti, San Martín y, el más imponente, la Garganta del Diablo o Salto Unión que desciende majestuosamente desde unos ochenta metros de altura.

Como resultado del desmonte y la explotación maderera, el área de selva virgen se achica cada vez más, y hoy se restringe a la zona del Parque Nacional Iguazú y a unas pocas reservas provinciales. A pesar de esto, todavía florecen los lapachos cuando llega la primavera, y los animales sobreviven en las profundidades del monte. La selva sorprende por la riqueza de la flora y fauna que la habitan. Más de dos mil especies vegetales, quinientas de aves y ochenta de mamíferos la convierten en una de las reservas biológicas más importantes del planeta.

El yaguareté es una de las especies en peligro preservadas en el Parque Nacional.

En 1986 la Unesco inscribió a este parque natural de casi 50 mil hectáreas en la lista de Patrimonio de la Humanidad, porque esta selva del noroeste de la provincia de Misiones constituye una rara mezcla de milagro y generosidad mística, donde el verdor de la vegetación contrasta sin enfrentarse con la rojiza tonalidad del terreno. Pero esto no es todo. Además de constituir el hogar indiscutible de este maravilloso universo vegetal, la región es la cuna de la cultura guaraní, un pueblo que ha convivido desde hace siglos en armónico equilibrio con esta naturaleza pródiga, al borde de las Aguas Grandes y rodeado del Yvyrá Retá, el país de los árboles.

LAS MISIONES

La tradición Tupí-Guaraní, que influyó sobre la franja oriental del continente desde el Caribe al Río de la Plata, se caracterizó por migraciones periódicas a lo largo de los grandes cursos de agua, en busca de la “Tierra sin Mal”. El centro de esta gran dispersión, que se encontraba en pleno apogeo en el momento de la conquista, estaba ubicado posiblemente en la región fronteriza de las actuales Argentina, Paraguay y Brasil.

Después de años de nomadismo, hacia fines del siglo XV algunos grupos tupí-guaraníes comenzaron a formar pequeños núcleos agrícolas y recolectores. No eran una unidad política, pero tenían un tronco cultural y étnico común con variantes locales, y poseían una economía que explotaba con eficiencia las áreas de selva, que solían rotar regularmente en sembradíos de maíz, mandioca y legumbres. Hasta la llegada de los españoles, los guaraníes obtenían sus recursos del monte virgen y de la abundante fauna que poblaba la selva y los ríos.

La conquista interrumpió en parte esta convivencia armónica con la naturaleza y modificó el modo de vida de los guaraníes. Los franciscanos, primero, y los jesuitas poco más tarde, instalaron el sistema reduccional como parte de su proyecto evangelizador y para alejar a los indígenas de los mecanismos coloniales de la “mita” y la “encomienda”, pero al mismo tiempo los apartaron de sus costumbres ancestrales. Aquellos que aceptaban someterse pasaban a convertirse en “indios reducidos” que, según el jesuita Antonio Ruiz de Montoya, ingresaban de este modo a la “vida civilizada”. Tomando como base la profunda religiosidad y la organización social solidaria de los guaraníes, los jesuitas intentaron introducir a los aborígenes en el universo político, religioso y cultural de la Europa de entonces, forzando la inserción de sus principios importados sobre las estrategias ancestrales de recolección, caza y pesca.

Las misiones consolidaron con rapidez un modelo económico y productivo eficiente, basado en la ganadería, el tejido de algodón y la producción de la yerba mate. El régimen de propiedad de la tierra era mixto aunque de base religiosa. La propiedad individual privada o Abambaé (“lo que corresponde al hombre”) coexistía con la propiedad colectiva o Tupambaé (“lo que corresponde a Dios”). La economía de las reducciones se asentaba fundamentalmente sobre la segunda. Ninguna ciudad de la época podía ser comparada con la dinámica que se generaba en las reducciones: imprentas y coros, poetas y músicos, pintores y tallistas, dibujantes y constructores conformaban un universo palpitante de actividad productiva, participación colectiva y producción artística. Las ruinas de San Ignacio Miní, Santa Ana, Nuestra Señora de Loreto y Santa María la Mayor conservan los vestigios de cuatro reducciones jesuíticas construidas entre los siglos XVII y XVIII sobre el territorio de los guaraníes.

Una de las habitaciones de los jesuitas en las ruinas de San Ignacio Miní.

En 1767 se produjo la expulsión de la Orden, que en pocos años había logrado organizar parte de la población guaraní en treinta pueblos o reducciones. Con su alejamiento, la compleja organización misional perdió fuerza hasta desaparecer.

Cuentos de la selva Los guaraníes no abandonaron, sin embargo, la tierra que los vio nacer. Alrededor de cinco mil mbyá habitan hoy en la provincia de Misiones, en más de cincuenta comunidades que conservan en sus tradiciones ancestrales el fundamento incorruptible de su cultura. Para los guaraníes, el mundo vegetal es la fuente de la vida, y los animales, sus hermanos del monte. En la selva nacen los frutos maduros, brota la cosecha milagrosa y crecen los árboles con los que se harán las viviendas y se tallarán las imágenes de los animales de la selva.

Los árboles mitológicos son también el sostén de la “primera tierra” que existió en los tiempos de la creación, y de ellos nacieron los héroes míticos, los animales y las plantas.

La lengua, las costumbres y el pensamiento religioso siguen vigentes para gran parte de los aborígenes que viven en la provincia en íntima relacióncon la naturaleza. El eje que sostiene la identidad se basa en la palabra, porque el pueblo guaraní se dice y se hace en los cantos inspirados, las danzas, los gestos, los ritos y las plegarias. En esta capacidad de convivir entre dos mundos contrapuestos, la cultura se sostiene en las Ñe’e porä, las hermosas palabras, que traducen un lenguaje que expresa la realidad del espíritu. Y esto se enseña a los más chicos, cuando el chamán los reúne, al amanecer, en el recinto ceremonial para que no olviden las tradiciones de su gente.

En las ceremonias, la selva renace en los cantos antiguos y en la danza, que expresan la sutil relación que se establece entre los hombres y el mundo que los rodea. Las fiestas más importantes son la llegada de la primavera, Ara Pia’u Ñemokandire, y el momento de consagración de los frutos maduros, Tembiu Agwyje, que se lleva a cabo a mediados de enero. Los mbyá-guaraní son los verdaderos dueños de los árboles que aprendieron a preservar desde hace milenios. Ellos escriben cotidianamente otros cuentos de la selva, aquellos que nacen de su memoria y de su respeto por la naturaleza que les dio la vida.

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Una de las maravillas del mundo: las Cataratas del Iguazú.
 
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