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El invierno del bañero

 Por Juan Sasturain

En la vida de Salvador “Dudoso” Noriega, el legendario bañero de la playa Popular, todo tendía a lo previsible, a convertirse en rutina. Resultaba difícil ni siquiera esperar cualquier tipo de sorpresa en su existencia cotidiana. Desde el principio, el futuro Dudoso desarrolló una consecuente cadena de acciones mínimas convertidas en hábitos que le saturaron el tiempo y la concentrada atención, sin huecos ni fisuras. Siempre tuvo la suerte –o la desgracia– de que sus trabajos fueran consecuencia de la desviación informal, de la deriva, sin mediar vocación previa ni otro mecanismo de continuidad que el uso y la mera costumbre. Y así fue en todos los órdenes.

Porque Noriega fue bañero para siempre porque una vez, simplemente, pasó por ahí. Y del mismo modo que fue por décadas parte del paisaje de la Popular, una vez instalado se quedó también en el cuarto número once –arriba, al fondo del pasillo– del Hotel Alga en la Avenida Independencia, como pensionista empedernido por una docena de años.

Y siempre anduvo en bicicleta. En principio, para su movilidad, el Payo Cequeira, su mentor en el oficio, le había prestado una Raleigh inglesa, negra y pesada, de mujer. Después él mismo se compró una Legnano usada amarilla que le duró muchos años. Le puso un farolito a dínamo y un portaequipaje para sujetar el bolso y con eso iba y venía de la playa en temporada. El resto del año la usaba menos; sólo para ir a pescar cuando tenía un día libre. Se iba con la caña y el cajoncito de anzuelos incluso hasta Mar Chiquita, se conocía toda la costa.

Claro que eso lo empezó a hacer sólo cuando quedó resuelta la cuestión del laburo durante el invierno. Porque el oficio de bañero, aunque haya una vocación real, totalizadora, no deja de ser un trabajo estacional que se acaba con el verano, y todos los que se dedican a eso –quien más, quien menos– viven de otra cosa. Y a veces es un problema.

En cuanto a la idea de buscarle una solución integral a la cuestión del “invierno del bañero”, siempre se recuerda en la costa el frustrado proyecto “Salvataje a Dos Aguas”, que intentó desarrollar unos años después el tano Attilio Gemmelli, fundador de la dinastía que todavía conserva los Helados Vesuvio, y que tenía –ya en esa época, a fines de los cincuenta– varios locales en Nápoles y varios en la Feliz que explotaba alternativamente: el tano iba y venía de Italia dos veces al año, cuando cerraba los boliches allá, abría acá y así.

El viejo Gemmelli tenía y padecía –entre los varios integrantes del contingente familiar heladero– un hijo o sobrino que laburaba poco, el Cucurucho Gemmelli, un vago irreparable, siempre dispuesto a viajar pero no a ponerse el delantal detrás de los baldes helados. Y no se sabe de quién fue la brillante idea –acaso suya– pero en algún momento se pensó en la posibilidad de reproducir el mecanismo del traslado estacional dentro del rubro del salvataje.

El propio Cucurucho, que era buen nadador de aguas abiertas –había salido cuarto en la Capri-Nápoles dos años seguidos–, pero que sobre todo era un gran caradura, se encargaría de activar sus contactos en la Península para garantizar trabajo estable a los bañeros criollos dispuestos a hacerse la Europa en las mucho más placenteras aguas del Tirreno. “Allá no hay bañeros profesionales porque no hay un mar en serio como acá”, decía el Cucurucho. “En esa palangana cualquiera parece Abertondo. Vamos y arrasamos.”

Hubo una primera experiencia en julio del ’59, cuando los únicos cuatro bañeros que llegaron a juntar la guita para el pasaje –les pagaban la vuelta, no la ida– se tomaron el Conte Rosso en tercera clase con el sobretodo puesto y las ojotas en las valijas. Una vez allá, como era previsible para los observadores más avezados –el cauto Noriega, entre otros– las cosas se complicaron. Sindicalizados o no, más o menos profesionales, los custodios de las playas y los bañistas napolitanos no estaban dispuestos a dar un paso al costado o sacar los pies del agua ante la llegada de los bañeros argentinos. Sobre todo porque el turismo internacional dejaba mucha guita y había negocios conexos que los recién llegados desconocían. Así que hubo algunos encontronazos verbales, una breve y contundente campaña de prensa y un tácito ultimátum.

El miedo no es tonto, así que cuando un par de callados muchachos de la camorra irrumpieron en el vestuario argentino y tras amagar cortas cachetadas les quemaron la ropa, el Cucurucho se excusó primero y se borró después.

Así que el proyecto “Salvataje a dos aguas” fue debut y despedida. Menos aún: algunos ni siquiera llegaron a meterse en el agua. Los bañeros criollos terminaron trabajando en las gelaterías del viejo Gemmelli e incluso varios nunca volvieron. El Cucurucho, entre ellos.

En el caso del novato Noriega el consabido problema laboral se le planteó cuando acabó su primera temporada en marzo del ‘53, y el Payo –que además de procurarle aguantadero playero, bicicleta e instrucción profesional le pasaba unos pesos por no dejarlo en banda– colgó el silbato y los anteojos negros y volvió a ocuparse de la pollería que tenía con un hermano en Plaza España y de la que comía el resto del año.

–Con la máquina del spiedo hay menos laburo en la cocina... Además, está mi hermano. Si no, te llevaba –se excusó ante el pibe.

–Faltaba más.

Así, Salvador Noriega, con el invierno en ciernes, estaba por considerar la posibilidad de volverse a Maipú e incluso al campo cuando –como en el caso del alojamiento, y del modo menos pensado– se le presentó un laburo ocasional, algo que en principio sería para pucherear apenas. Y el pibe agarró viaje. Nadie hubiera dicho entonces que eso que empezó como una changuita, porque no era otra cosa, se convertiría en el trabajo que lo mantuvo durante una punta de años.

Pero esa alternativa, esa otra rutina de laburo en el Cine Atlantic –primero de caramelero y finalmente de acomodador–, que ocupó la segunda mitad de la vida del Dudoso, merece un tratamiento aparte. Porque así como hay una épica del bañero, existe una dramática del acomodador de la que ha dado cuenta el infalible Felisberto Hernández.

Pero ésa es otra historia.

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Imagen: Alejandro Elias
 
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