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La hora de revisar

 Por Mario Wainfeld

Amado Boudou había arrancado con mal pie como ministro. Su ausencia en la cena con empresarios y sindicalistas en la Casa Rosada (de la que sí participaron la Presidenta, Julio De Vido y Aníbal Fernández) fue leída como una dilución prematura de poder, por los asistentes, por sus compañeros del Gabinete y por el mundillo político. La presunción fue robustecida por la demora en armar su equipo de colaboradores, inexplicable en quien se venía probando la pilcha de ministro desde principios de otoño. Seguramente primaron ahí nuevas internas de Palacio. Como fuera, Boudou tardó mucho en arrancar. Ayer, empezó a repechar, cumpliendo el rol que, daba la impresión, se esperaba de él. Se mostró activo, vistoso, locuaz en su encuentro con los popes de la Unión Industrial Argentina (UIA) y en la presentación del “nuevo” Indec. Las comillas vienen a cuento porque ya se perfila la discusión de los próximos días. Se tachará la reforma de gatopardista, se dará por hecho que Norberto Itzcovich es un peón de Guillermo Moreno, se exigirá que el Gobierno cante la palinodia a voz en cuello.

La suspicacia es lógica porque el oficialismo se la ganó a pulso, con años de erosión del Instituto y de negación de los nefastos efectos que eso causaba en su propia credibilidad. Habrá que esperar a ver cómo se configura el Instituto, si de veras se habilitan controles de usuarios y de académicos, si se airea el debate. En cualquier caso, el pasito de ayer, sí que sujeto a auditoría permanente, va en el sentido correcto. Reparar el desaguisado es muy complejo: destruir es más sencillo que construir, ni hablar de lo que cuesta reconstruir lo desacreditado.

El avance sólo será redondo cuando Moreno deje su cargo. Sostenerlo es un lastre adicional para el oficialismo, obcecado en no entregarlo a sus críticos. El punto es que ese colectivo crece día a día, aun en sus propias filas, y el “operativo clamor” en contra no cesará. Acaso una renuncia indeclinable, presentada con gallardía por el híper Secretario, ahorre una agonía con final anunciado. En cualquier caso, cuesta imaginar que siga ahí en primavera, si es que el Gobierno desea recobrar resuello.

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Money, money, money. El diálogo conducido por Florencio Randazzo tiene sus bemoles. La oposición se cobra años de abstinencia sin entrar en Balcarce 50 y acumula una agenda interminable, ambiciosa, barroca. Ningún gobierno puede (ni debe) conducir el país con el programa de otras fuerzas, más exótico e inalcanzable es que lo haga en base a un conjunto de demandas yuxtapuestas o eventualmente contradictorias. La finalidad del ejercicio es recobrar interlocución, disipar resquemores en dosis homeopáticas, ir armando trama de relaciones.

Los encuentros de Cristina Fernández de Kirchner con los gobernadores, de a uno por vez, rondan temas más precisos, de plata básicamente. Eso no garantiza que haya acuerdos pero encarrila la conversación. Las provincias tienen pliegos comunes de reclamos y una serie de especificidades: todas se resumen en dinero.

Mauricio Macri comenzó la ronda, un reencuentro con aires de déjà vu. Primero se congratula por lo conversado, lo hizo ayer. Más tarde se victimizará alegando incumplimientos del gobierno nacional. Ese minuet es un clásico, que le vale de coartada para justificar la ausencia de realizaciones, una marca de su gestión. El jefe de Gobierno va por el record Guinness de medidas retractadas, la última era el inconstitucional pedido de datos personales de los empleados. El corazón de Mauricio está a la derecha, la sociedad civil de la Ciudad Autónoma lo mima, aunque la última vez un poco menos, con su voto desde hace años, pero, también, es arisca y variable. Una iniciativa tan chocante a las libertades públicas no tuvo plafond. Su policía malo favorito, el “Fino” Palacios, le traerá otro dolor de cabeza más pronto que tarde. De cualquier modo, el alcalde PRO conserva el favor de muchos porteños y persiste en su modo de obrar. Pone cara de dialoguista, pide lo imposible, rezonga como un chico regañado y vuelve a su opaca labor.

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Los restantes gobernadores, entre ellos Jorge Capitanich (que también se vio ayer con la Presidenta) y Hermes Binner (que la verá mañana) procuran un New Deal con el oficialismo. Piden más fondos frescos, que se mantenga el flujo de la obra pública. También valoran que se los reciba con más asiduidad y con oreja abierta.

Ni a los propios ni a los ajenos les conviene una ruptura con el poder central, ni que se corte el chorro de su liquidez financiera. Vaya un ejemplo, que podría multiplicarse. José Alperovich es, comentan contertulios de Olivos, el gobernador más elogiado por Néstor Kirchner, que lo ranquea como el mejor administrador de provincias. Puertas adentro, el mandatario tucumano comentó con gentes de su confianza que su futuro depende, en buena medida, de obras públicas sostenidas por el Estado nacional, cuya ejecución llega al 30 por ciento. De cortarse o acotarse ese flujo, se pondría en jaque su cómoda primacía política. En todos los pagos se cuecen habas parecidas.

La mutua dependencia determina los ejes de conversación: el pago de la deuda pública, la continuidad de la ayuda federal, el cambio de alícuota del impuesto al cheque. La coparticipación, supeditada a un consenso inalcanzable en el Congreso nacional y aprobación en todas las legislaturas provinciales, es más distante que una utopía. Hay que pedirla, es “federalísticamente correcto”, pero nadie deposita en ella sus esperanzas. El porvenir remoto escapa al imaginario de los gobernadores.

Las conversaciones entre mandatarios exploran un posible común denominador, que Kirchner resolvió con soltura en sus años mejores, con rienda firme y caja generosa. Ahora, todo es más trabado: hay menos fondos, la perspectiva de crecimiento es dudosa, el poder está diseminado. Así y todo, con sintonía fina, es imaginable una trabajosa confluencia de intereses.

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El Consejo para el Diálogo Económico y Social (CDES) sigue cobrando forma, el ministro Carlos Tomada va consensuando la letra menuda del correspondiente decreto. Más allá de amagues histéricos, pinta que las corporaciones agropecuarias serán de la partida. El obispo Jorge Casaretto le dio amigable cobertura al “pedírselo” públicamente. No es una imposición, es un reclamo maquillado de la fuerza propia. La dirigencia política afín “al campo” piensa parecido: “No hay que hacer la gran Carrió”, neologiza un empinado dirigente radical.

Con contradicciones, la Presidenta va asumiendo lo que marcaron las urnas. Va cambiando su gabinete, retocando el Indec, habilitando ámbitos de diálogo.

“¿Usted se imagina todo esto al comienzo del gobierno de Cristina?”, indaga un funcionario kirchnerista de todas las horas. La pregunta socrática induce a la respuesta, que el cronista comparte. Fernández de Kirchner, legitimada, abriendo el juego, promoviendo una nueva institución (el CDES), instruyendo a sus ministros para dialogar con la Corte Suprema o la oposición, recauchutando el Indec... Habría sido otro escenario, más propicio para el Gobierno y mejor para el conjunto de la sociedad.

Lo asombroso del caso es que, puertas adentro de Olivos, así se imaginó la etapa de la Presidenta. El ámbito primero era el Acuerdo del Bicentenario. La Casa Rosada limó de a puchitos su propia iniciativa, recelosa de que otros la capitalizaran, siendo que era ése su mejor momento, aquel en el que manejaba el sabot. También habrían tenido otra valoración y otro rédito las aperturas institucionales ahora forzadas por la nueva correlación de fuerzas.

Como se dijo de su flamante ministro en el primer párrafo (pero en dimensiones temporales y de importancia mucho mayores) la Presidenta emprende con demora lo que pudo hacer de entrada. De cualquier manera, tal como le ocurre a Boudou, rumbea bien si su objetivo es revisar errores y remontar la empinada cuesta.

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