EL MUNDO › OPINION

La verdad y la impunidad

 Por Eric Nepomuceno

En vísperas de los cincuenta años del golpe cívico-militar que derrumbó al gobierno de Joao “Jango” Goulart e instauró una dictadura de 21 años, hay un poco de todo en Brasil. Están los nostálgicos, están los que no olvidan aquellos tiempos maléficos y están los indiferentes que consideran que revolver el pasado es algo prescindible. Esos son la mayoría, dueña de un silencio tan revelador del pavor crónico de los brasileños frente a un pasado infame.

Y están los pocos –poquísimos– agentes del terrorismo de Estado que, por alguna razón, decidieron contar parte de lo que saben. De esa forma, la verdad empieza, de a poquito, a salir a la superficie. Lo hace al amparo de una ley esdrújula e infame de autoamnistía decretada por los militares en el comienzo del ocaso de la dictadura y que ha sido ratificada de forma tan sorprendente como abyectamente cobarde por el Supremo Tribunal Federal hace cuatro años.

De esos poquísimos que ahora hablan, uno –el coronel retirado del ejército Paulo Malhaes– lo hace con tranquilidad asombrosa. Tiene razón: la amnistía lo protege a la hora de contar cómo arrancaba los dientes y los dedos de los asesinados, para impedir que los cuerpos fuesen reconocidos. Describe con meticulosidad de jardinero cómo les abría el vientre a los cadáveres que serían luego tirados a algún río, y la precisión empleada a la hora de meterlos en bolsas de arpillera, calculando el peso exacto de las piedras para que flotaran a media agua, sin asomar. Admite plácidamente su participación en sesiones de tortura y en asesinatos. Dice que no lleva la cuenta de a cuántos mató.

Cuando es preguntado sobre violencia sexual contra presas políticas, pasa de largo. “Si hubo casos de abuso, habrán sido uno o dos”, concede. Hay decenas y decenas de relatos de mujeres que fueron presas y abusadas. Malhaes aclara que por él, ninguna: “Una mujer subversiva, para mí, es un hombre. Han sido presas algunas mujeres lindas, pero no me atraían. Yo las consideraba y considero un enemigo”.

Dice todo eso a la Comisión Nacional de la Verdad instaurada por Dilma Rousseff, ella misma una ex presa política que pasó por todo tipo de torturas. Es de los únicos, en vísperas del aniversario, que asumen lo cometido. Otros, como el coronel también retirado Alberto Brilhante Ustra, notorio por la forma descontrolada en que torturaba a los detenidos, especialmente a las mujeres, se dan el lujo de hacer bromas prepotentes cuando son convocados a testimoniar ante la Comisión de la Verdad.

Impresiona la resistencia mineral de militares retirados en siquiera admitir que lo ocurrido en 1964 fue un golpe de Estado. Aseguran que jamás hubo dictadura: hubo una revolución, que luego se transformó en un régimen fuerte. A lo sumo, autoritario. Pero dictadura, no.

Quizá también por esa razón Dilma Rousseff haya prohibido expresamente que se haga cualquier tipo de celebración de la fecha en instalaciones militares. La determinación de la presidenta no alcanza a los militares retirados, que tienen sus propios clubes –así los llaman: clubes– para celebrar la infamia. Para los militares, inclusive para los que no habían nacido, lo que ocurrió el 31 de marzo de 1964 fue una revolución para impedir que se instalase un régimen comunista en Brasil. Es mentira, y todos lo saben.

Hay algo muy aclarador, muy simbólico. En verdad, el golpe ocurrió el 1º de abril. Los golpistas hicieron retroceder el calendario 24 horas porque en Brasil el 1º de abril es el día de los tontos. El día de la mentira.

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