EL PAíS › TRES REFLEXIONES DESPUES DEL RECHAZO A LAS RETENCIONES

El debate en el nuevo mapa

OPINION
Por Atilio A. Boron *

Crónica de una crisis anunciada

A escasos seis meses de su gobierno, la Presidenta sufrió una significativa derrota política que trasciende con creces la aritmética de la votación senatorial: se deshilachó hasta la irrelevancia la transversalidad kirchnerista; se dividieron la CGT, el PJ y la bancada oficialista en el Senado y la Cámara de Diputados; se desplomó la popularidad de la Presidenta y de Néstor Kirchner; la economía, sobre todo en el interior, está semiparalizada y, para colmo, se perdieron unos 4 mil millones de dólares, todo para obtener con las retenciones móviles un ingreso adicional que en el mejor de los casos no habría llegado a los mil millones. Como si lo anterior fuera poco, se puso en discusión algo que no lo estaba: la legitimidad del Estado como regulador del proceso económico y redistribuidor de la riqueza. Y, además, se instaló en la agenda pública el tema del raquítico federalismo fiscal, fuente de irritantes inequidades regionales.

Por eso, apelar a categorías tales como traición, deslealtad u otras por el estilo para comprender lo ocurrido sólo servirá para debilitar aún más el menguado poder de la Casa Rosada. Lo que hay que explicar no es tanto por qué Cobos votó como lo hizo, sino por qué los senadores que acompañaron a los K durante todos estos años ahora apenas si lograron un agónico empate. Es evidente que ante la primera prueba crítica planteada después de la recomposición capitalista posterior al 2001 el modelo de construcción política de los K –y especialmente las heteróclitas “colectoras” pergeñadas para enfrentar la elección presidencial del 2007– desnudó su insanable fragilidad.

A la Presidenta le quedan todavía tres años y medio de mandato, y sería una catástrofe que no pudiera cumplirlo en su totalidad. Pero se trata de un trayecto que sólo será transitable si se modifican ciertas premisas que informan la labor de su gobierno.

Premisas en crisis

En primer lugar, la Presidenta debe comprender que más que saber hablar, cosa que ella hace muy bien, lo decisivo para un buen gobernante es saber escuchar. Si algo probaron estos cuatro meses de abusos retóricos e irresponsables maniqueísmos cultivados ad nauseam tanto por “el campo” –esa tramposa ficción que mantuvo en la penumbra a los agentes del nuevo capitalismo agrario: el “agronegocio”– y sus representantes mediáticos como por el Gobierno es que tanto la Presidenta como el jefe del PJ padecieron de la peor de todas las sorderas: esa que sólo permite oír lo que se desea escuchar. Olvidaron una enseñanza básica de la historia del peronismo: “desconfiar de los consejos y la supuesta sabiduría del entorno”, precepto que nadie obedeció con más intransigencia que Eva Perón. Si hubieran podido escuchar los reclamos que procedían de la sociedad –y que el complaciente entorno áulico atribuía a la perversidad de los “movileros”–, esta derrota podría haberse evitado. Predominó una visión paranoica y una gritería desenfrenada que impidió oír lo que decían las propias bases sociales del kirchnerismo, un sinfín de intendentes y políticos del FpV, algunos técnicos e intelectuales con una larga trayectoria de izquierda (seguramente no “los mejores”, elogio que en un alarde de sobriedad y mesura José Pablo Feinmann reserva sólo para quienes se encuadran con la postura oficial) e inclusive algunos periodistas o colaboradores de este diario, como Mario Wainfeld, Eduardo Aliverti y Mempo Giardinelli cuyas sensatas observaciones fueron igualmente desoídas. Otra habría sido la historia si la Presidenta y su esposo hubieran sabido escuchar.

Segunda premisa: “Para ganar hay que avanzar, siempre”. Aparentemente ése es el “estilo” K de hacer política y de gobernar. Pero una compulsión a ir siempre para el frente más que valentía o firmeza de convicciones revela temeridad. Aquí es conveniente recordar las continuidades existentes entre el arte de la guerra y la lucha política. Y al igual que en la guerra, en la política no puede ser bueno el general cuyo arsenal estratégico y táctico se limita a avanzar bajo cualquier circunstancia y sin medir las consecuencias. Esto lo planteó Sun Tzu 500 años antes de Cristo, cuando anotó que “una de las maneras más seguras de perder una guerra es cuando el general se deja llevar por la pasión irracional”. Esa pasión, ligada a una concepción absolutista del poder, inflamó la conducta del oficialismo desde el estallido del conflicto hasta los momentos finales del mismo: desde la ridícula, además de injusta, caracterización de un dibujo de Hermenegildo Sábat como un “mensaje mafioso” hasta la insólita alusión del presidente del PJ a los “comandos civiles” y los “grupos de tareas” para calificar algunas repudiables iniciativas de sus opositores. Si el adversario se dejó llevar por las pasiones la única respuesta políticamente ganadora era la que se desprendía de la serenidad y la racionalidad. Si la oposición apela a consignas incendiarias o se agrupa detrás de un energúmeno o un demagogo, manipulando el “sentido común” más reaccionario, es responsabilidad del Gobierno instalar el debate en otro nivel. Y si no quiso, o no supo, o no pudo hacerlo mal puede lamentarse del resultado de este enfrentamiento. A lo largo del mismo se dieron algunas oportunidades en las que con un paso atrás el Gobierno podría haber dado dos o tres pasos adelante poco después. Las desaprovechó todas, porque la racionalidad política sucumbió ante los embates de la pasión y una autodestructiva obcecación.

¿La salida? Sólo por la izquierda.

¿Está todo perdido para el kirchnerismo? De ninguna manera; ha sufrido un impacto muy fuerte si bien a años luz de la tan temida “destitución”. Dependerá de la rapidez de su reacción y la orientación política de sus actos de gobierno para saber si estamos o no asistiendo al comienzo del ocaso de su hegemonía. Lo que está claro es que la única chance de sobrevivencia del Gobierno reposa sobre su voluntad de impulsar profundas políticas de cambio y transformación económica y social, algo que hasta ahora los Kirchner no han siquiera insinuado. Es decir: la única salida a esta crisis, la única alternativa a una prolongada –y tal vez muy tumultuosa– agonía sólo se encuentra por la izquierda. Ante ello no faltarán quienes aseguren que “a la izquierda de Kirchner” está la pared –recurso retórico que a menudo, más no siempre, oculta una penosa resignación o un impresentable macartismo–. Pero ésa es una verdad a medias que ignora la densidad y gravitación que tiene una “izquierda sociológica” que hasta el día de hoy (pero atención que esto puede cambiar) no encuentra una expresión política que la contenga. Además también podría argumentarse que “a la derecha de Kirchner”, aunque un poco más lejos, también está la pared. En materia de política económica si la “nueva derecha” que algunos juran percibir culminara exitosamente su “ofensiva destituyente” no es mucho lo que le quedaría por hacer. En efecto: toda la riqueza del subsuelo ha sido privatizada y extranjerizada; en la tierra los procesos de concentración y extranjerización avanzaron extraordinariamente; la regulación económica es endeble, intermitente e ineficaz porque el Estado destruido por el menemismo no fue siquiera comenzado a reconstruir desde el inicio de la hegemonía kirchnerista. Por otra parte, si no existe un plan de desarrollo agropecuario (¡como tampoco hay un plan minero, de hidrocarburos o industrial!) es porque este gobierno y el anterior aceptaron, algunos abierta y otros veladamente, los preceptos del Consenso de Washington y dejan que sea el mercado, y no el Estado, quien oriente las actividades económicas. Es imprescindible revertir el funesto legado de los noventa; si el Gobierno rehúsa salir de la crisis por la izquierda y opta por el continuismo su suerte estará echada. Si, en cambio, avanza en una reforma tributaria, suprime los privilegios impositivos de que goza el gran capital quitando las exenciones impositivas que favorecen a los grandes pools de siembra (¡que al funcionar como fideicomisos no pagan el impuesto a las Ganancias!), grava con fuertes retenciones a los más grandes productores de soja y acaba con los privilegios de que gozan los exportadores mineros destinando esos fondos a combatir la pobreza y reconstruir la infraestructura física del país, su suerte podría ser bien diferente.

* Doctor en Ciencia Política.

OPINION

Por Norma Giarracca *

Ley, bien común e intereses sectoriales

El vicepresidente de la SRA, Hugo Biolcati, dijo que lo ideal para el futuro inmediato sería que la Mesa de Enlace –espacio de las cuatro entidades ruralistas– y el Poder Ejecutivo se sienten a elaborar una ley para el sector agropecuario (en Hora Clave, el domingo 20 de julio). Una manifestación descarnada para una concepción de la política que, lamentablemente, no sólo circula por los gremios empresariales, sino por los ámbitos de los partidos políticos. Es una idea burda –un marxismo vulgar, diría en afán didáctico– de la relación entre economía y política. La ley como rústica traducción de la suma de intereses sectoriales.

Alguna vez, a fines de 2002, en la Comisión de Ciencia y Tecnología de la Cámara de Diputados, cuando se discutía un proyecto de ley para fomentar la biotecnología, en mi carácter de socióloga les recordé a los diputados presentes que sólo ellos estaban en condiciones para legislar para el bien común; que ni las empresas de biotecnología con sus fuertes lobbies ni el aparato científico con sus intereses académicos propios del campo o en articulación con “el mercado” (financiamientos de Monsanto), estaban en condiciones de decidir lo mejor para el conjunto del país.

La decisión es un acto político y en ella se juega la posibilidad de mantener y afianzar una determinada gramática del poder o introducir reformas que se orienten a generar otra política agroindustrial. El Estado como garante del bien común es el que promulga las leyes. No obstante, se puede pensar que en nuestra historia muchas veces han sido los movimientos sociales –el obrero, el de derechos humanos, el de mujeres, etc.– los que han impulsado leyes reformistas importantes. Expansión de derechos que los legisladores tomaron de las luchas de los movimientos sociales. Pero hace falta hacer una distinción: una cosa es la acción colectiva de protesta por la tierra, por el “no a la minería”, por el agua, por el gatillo fácil, etc., y otra es la acción corporativa como la de estas cuatro entidades agropecuarias u otras. En las primeras, el núcleo central de la acción está constituido por un reclamo que incluye un bien común (los recursos o bienes comunes naturales) o un reclamo “universalizable”, que incluye a toda la población (la vida de los jóvenes, por ejemplo). Otra cosa es la defensa por intereses sectoriales.

El país necesita urgentemente una ley agraria y con la memoria fresca acerca del funcionamiento del sistema agroindustrial es más fácil legislar con propiedad. Nunca la sociedad tuvo tanto acceso a los pliegues ocultos del poder. Las denuncias acerca de los exportadores, las consecuencias sociales del proceso de sojización en la salud, en la concentración de la tierra, sobre los trabajadores rurales, los campesinos, las comunidades indígenas; los disparatados pedidos de subsidios para producir soja en Chaco o Santiago del Estero ganando tierras del algodón (que ahora es rentable) o a las economías locales; el sufrimiento de las comunidades wichís perdiendo tierras, cementerios e hijos, etc. Todo se dijo, todo se sabe. Es hora de legislar, de poner límites al modelo sojero.

Los legisladores tienen potestad para consultar a todas las entidades representativas, a la Mesa de Enlace, a los campesinos, consejos indígenas, trabajadores rurales; pueden recibir a los técnicos, a los especialistas en el tema desde las distintas disciplinas, a los consumidores, etc., pero tienen que asumir la responsabilidad de generar políticas públicas para el bien común. Para nosotros, con muchos años de conocer el campo, ese “bien común” posible para esta compleja Argentina actual podría apoyarse en una economía sustentable, diversificada y basada en los alimentos, con rentabilidades razonables para los pequeños agricultores, orientada a la soberanía alimentaria; un modelo que equilibre los mercados interno y el externo (tan promisorio) con institucionalidad y no con el puro mercado; que grave y limite la rentabilidad de los exportadores, fondos de inversión, semilleras, etc., y sobre todo, con una fuerte protección estatal para los recursos naturales y para las poblaciones campesinas e indígenas; respeto a otros modos de producir y vivir. Seguramente existen muchas herramientas legislativas posibles, desde la creación de un ente estatal de exportación (o reformas sobre el uso de la tierra) hasta medidas intermedias en los eslabonamientos agroindustriales. Es una decisión del Poder Ejecutivo y el Poder Legislativo trabajando en conjunto o separados en una o varias leyes. Pero la ley está por encima de los intereses sectoriales.

* Profesora titular de Sociología Rural, coordinadora del Grupo de Estudios Rurales (UBA).

OPINION
Por Alcira Argumedo *

El núcleo esencial

Si quiero replicar declaraciones de Alberto Lapolla en una entrevista realizada por PáginaI12 el 22 de julio, bajo el título “Lozano no tendría que haber votado en contra”, se debe a que, por encima de algunas facetas menores, señala tres temas que considero pueden aportar al debate sobre el conflicto “del campo” en un ambiente de menores tensiones. El entrevistado afirma que el voto de Claudio Lozano no respetó la propuesta programática de Proyecto Sur y jugó a favor de la Sociedad Rural y que, en mi caso, habría señalado que “la Sociedad Rural no era la misma de antes”. Tal vez por dificultades de comprensión conceptual, o debido al apuro por informar acerca de mis opiniones, Lapolla no captó el núcleo esencial del tema. Por una parte, la heterogénea composición del sector agropecuario actual, donde juegan nuevos grupos de poder, como los pools de siembra y las grandes exportadoras transnacionales de granos y oleaginosas, junto a una recomposición social derivada de la pérdida de cientos de miles de pequeñas y medianas propiedades por parte de productores, víctimas de las políticas catastróficas del menemismo, junto al fortalecimiento de sectores medianos y nuevos grandes terratenientes beneficiados con la entrega de tierras fiscales especialmente en ciertas provincias. Además de los pequeños campesinos y las comunidades indígenas acosadas por los desalojos y desmontes con destino a la soja.

La simplificación de la “contradicción principal” entre el gobierno “nacional y popular” y “el campo” que caracterizara a la estrategia de confrontación kirchnerista permitió meter en la misma bolsa a sectores muy diferentes entre sí, y de este modo otorgó bases de movilización a la Sociedad Rural que jamás hubiera tenido de haberse planteado de entrada una política clara de correctas retenciones móviles y claramente segmentadas en función de la capacidad productiva de cada uno de ellos: allí estaba el dato acerca de la existencia de un 20 por ciento de los empresarios que controlaban el 80 por ciento de la producción. Con los estudios y evaluaciones rigurosas del caso, la aplicación correcta de una medida correcta podría haber evitado la movilización de miles de ruralistas: los medianos y pequeños de la Federación Agraria –que, aunque algunos tengan 500 hectáreas, no es lo mismo que poseer las más de 10 mil o 20 mil hectáreas de los grandes en serio– y por supuesto tampoco a los autoconvocados de los pueblos del interior, que protagonizaron el grueso de las movilizaciones, más allá de las acciones incorrectas de favorecer el desabastecimiento. Advirtamos que este error restó consenso a las medidas gubernamentales y al propio Gobierno, al plantearse la paradoja de que esa oposición se sustentaba en miles de personas que habían votado al Frente para la Victoria en las elecciones presidenciales y ahora lo repudiaban: el caso de Las Parejas en Santa Fe fue tal vez el paradigma.

La presencia de otros grupos de poder en el sector llevó a situaciones paradojales: llama la atención el persistente silencio de intelectuales y militantes que apoyan al Gobierno sobre la existencia de un negociado cuyo monto supera los 1100 millones de dólares –denunciado en su discurso por Claudio Lozano, en función de la investigación realizada por Ricardo Monner Sans y Mario Cafiero– en favor de las exportadoras transnacionales de granos y oleaginosas. Gracias al tratamiento que el Gobierno dio a la Resolución 125 durante casi cuatro meses y contando con la complicidad de funcionarios distraídos, exportadoras como Bunge Argentina, Cargill, Nidera, Aceitera General Deheza y otras se apropiaron de esa suma mientras las fuerzas populares combatían con “el campo”. En ese marco, pareciera más fácil acusar a Lozano de estar con la oligarquía y así eludir cualquier tipo de cuestionamiento sobre ese negociado, planteando espurias polarizaciones que tienden a silenciarlos; porque supuestamente esa denuncia era desestabilizadora y favorecía el golpe de derecha. La negativa de los diputados gubernamentales a incorporar en su proyecto una comisión encargada de investigar ese hecho de corrupción fue la causa de la presentación de un proyecto propio en minoría y el consiguiente voto negativo al proyecto gubernamental: aceptar los términos de este proyecto hubiera significado una complicidad con negocios corruptos a favor de las corporaciones transnacionales. Esta ha sido una posición pública tanto mía como de Proyecto Sur.

Con referencia a la “vocación de helicóptero”, también hice pública mi opinión en un artículo de PáginaI12, publicado el 22 de agosto de 2006, bajo el título “Superpoderes”. Allí se advertía sobre el peligro de pretender controlar la suma del poder público. Cito textual: “Los superpoderes (se vinculan) más bien con el síndrome de pequeñas monarquías absolutas que se han conformado en la historia de algunas provincias chicas de nuestro país. En ellas el gobierno se ejerce controlando el Poder Ejecutivo, el Poder Legislativo, el Poder Judicial, las fuerzas de seguridad, los medios de comunicación, la posibilidad de dar empleos o subsidios, de amedrentar o silenciar a los opositores, de ejercer un poder precisamente absoluto y en la mayoría de los casos de modo vitalicio, gracias a las reformas constitucionales acomodadas al respecto (...) Pero cuando se trata del conjunto de la Argentina, es diferente ejercer un poder absoluto: en 1995 Menem controlaba el Ejecutivo, el Legislativo y el Judicial; tenía el apoyo del FMI, del Banco Mundial, de Estados Unidos, de los grupos económico-financieros locales y extranjeros, de un sector de la Iglesia y de la mitad de los electores; meses más tarde, ese poder se había disuelto. Luis XIV ejerció una monarquía absoluta; Luis XVI y María Antonieta, también”. La vocación de helicóptero se relaciona con esta tendencia a la conducción política basada en un reducido grupo de toma de decisiones, que pretende imponerlas sin buscar consensos previos y bajo condiciones de enfrentamientos exacerbados. Esto se escribió años antes del “conflicto del campo”, desde una mirada de análisis estratégico y sin complicidades golpistas. Por eso la derrota en este conflicto debe ser un llamado de atención; y en vez de las acusaciones de gorilas, golpistas o miembros de la “nueva derecha” a quienes criticamos los errores del Gobierno, conviene evaluar los propios errores y las modalidades de conducción política.

En cuanto al “odio visceral”, no debe confundirse con críticas duras. Aunque confieso que, más allá de las políticas favorables a las petroleras, la minería, Techint, las grandes exportadoras y otros integrantes del bloque de poder dominante, sí me despertó un odio visceral –que también hice público– la medida anunciada en un acto en el Salón Sur de la Casa Rosada el 23 de febrero de 2007, sobre el aumento de los montos de ayuda del Programa Familia, en beneficio de más de un millón de chicos carenciados. Se trata de una ayuda a hogares de madres solas, con baja educación y uno o más hijos: bajo toda evidencia, la situación más endeble de un hogar. Si la madre beneficiada tiene un solo hijo, el incremento pasaba de 150 pesos a 155 pesos y así sucesivamente a un valor de 5 pesos mensuales por chico: el equivalente a poco más de 15 centavos por día. Cito textual parte de la nota publicada en la revista El Grito de los Excluidos, de marzo de 2007: “No se necesita demasiada suspicacia para saber que de ese millón procede una parte mayor de los chicos de la calle, de los que trabajan, se prostituyen, mendigan o roban –y para afrontar la dureza de su vida aspiran pegamento o consumen paco– porque sólo así pueden sobrevivir y ayudar a sus madres y hermanos menores; también pueblan las cárceles y correccionales”. Subsidios que contrastan con los otorgados al sector de las corporaciones privadas, que ese año fueron del orden de 37.841 millones de pesos. Si esto es vocación por redistribuir la riqueza, estamos mal. En síntesis, consideramos que es imprescindible bajar los decibeles y afrontar un debate profundo acerca de un proyecto de país justo en un proceso de integración latinoamericana autónoma, capaz de superar en serio las secuelas de la dictadura militar y de las políticas neoliberales. Es extraño, pero el espíritu de la entrevista de Lapolla me evoca al genial Alberto Olmedo y su programa El Botón en Canal 9.

* Proyecto Sur.

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