EL PAíS › EL PROGRAMA DE REMES LENICOV, UNA LICUACION SIN CONTRAPARTIDAS

La manía de no tocar a los ganadores

El Gobierno cree jugar su suerte en dos tableros: la cotización del dólar libre y la negociación con el FMI. Pero desdeña cuidarse las espaldas exigiendo una prueba de amor a los ganadores del nuevo modelo.

 Por Mario Wainfeld

¿Es posible que un país que casi no tuvo inflación en diez años pase sin escalas a una altísima o aún a la hiper, digamos en el transcurso de este mes? ¿Es posible, siendo que la recesión es feroz, no hay un mango ni un seudomango en la calle y el Banco Central tiene 14.000 millones para defender el peso? Sí, es posible. No es el escenario más factible, pero sí una perspectiva imaginable que mete miedo a los decisores del Gobierno y que alegraría (porque los beneficiaría) a más de cuatro. Punto especialmente preocupante porque entre esos más de cuatro revistan conspicuos integrantes de la coalición de gobierno.
¿Paradoja? Sólo aparente: la administración Duhalde ha obrado una rotunda modificación del tablero de ganadores y perdedores en la cruel economía nativa y los actuales ganadores –adunados a circunstancias complejísimas y llenas de riesgos– pueden jugar contra el Gobierno que los benefició y cómo.
El domingo pasado Jorge Remes Lenicov definió en un estilo llano, coloquial y calmo, un nuevo escenario de la economía y la política. Una fenomenal licuación de pasivos benefició al “partido de la producción” en detrimento ostensible e inconfeso de otros sectores: los asalariados, la clase media, los desocupados, quienes sólo producen para el mercado interno, las generaciones futuras. Todos los primeros vivirán –en el corto plazo, que es el único que los argentinos solemos atisbar y, cada vez menos, entender– con pesos devaluados y carcomidos por la inflación. Las generaciones futuras pagarán miles de millones de dólares para darle fijeza al nuevo pacto.
Las razones gubernamentales para justificar tamaña decisión son básicamente dos:
* La primera, volcada por Eduardo Duhalde en su discurso de anteayer, es la necesidad de favorecer la producción como locomotora de la reactivación. Pasar de una economía especulativa a una productiva, generadora de empleo y de bienestar. Aliviar a las empresas de sus deudas es darle alas, generar un círculo virtuoso que, en su último (y ¡ay! distante) rizo derrama sobre trabajadores actuales y virtuales.
* El segundo, menos expresado en voz alta, tiene como el anterior una parte irrefutable de sensatez. En un sistema sin bancos ni crédito las únicas empresas que pueden prosperar son las que están en capacidad de autofinanciarse. Traducido al criollo: las que tienen importantes saldos en dólares en el exterior y carecen de débitos gravosos en estas pampas.
Queda dicho, ninguno de esos argumentos es falso o banal. Pero, tal vez, como suele ocurrir en estas tierras, el Gobierno ha elegido un camino -quizás ineludible– de modo fundamentalista, sin establecer límites y contraprestaciones a los poderosos. A los nuevos ganadores, aunque no se los nombre así. Un escamoteo quizá no inocente y bien posiblemente errado.
El túnel del tiempo
Una mirada apresurada induciría a pensar que la Argentina ha vuelto, sencillamente, al pasado. Devaluación, inflación en ciernes, gobiernos débiles, rumores de golpe. Ese primer vistazo es correcto, a condición de aceptar que es parcial o incompleto. Cabe añadirle al menos la experiencia colectiva de una larguísima estabilidad institucional y monetaria. Y los lastres colectivos del terrorismo de estado y de la hiper.
Nadie se baña dos veces en el mismo río y esas memorias gravitan sobre las conciencias y –ojalá– sobre las conductas. Esto asumido, vale recordar que –aunque en el Gobierno cundan distracciones al respecto– el país ha vuelto a una contradicción que signó buena parte del siglo XX: la dificultad de armonizar los intereses de sus habitantes con los de sus sectores exportadores de punta. Los que viven (porque ganan) en pesos y los que ganan en dólares. El siglo XX es imposible de narrar sin computarese choque, que se dirimía pendularmente yendo de los ajustes pro exportadores a los populismos controladores y distributivos. El primer peronismo (el muy primero, acaso del ‘45 al ‘51) fue la jauja de los “internistas”: los trabajadores, los compradores del departamentito, los profesionales, los inquilinos. El peso económico de los exportadores tenía su contrapeso en la dinámica del voto y en la capacidad de presión de los sindicatos en tiempo de pleno empleo y alta afiliación.
El recuerdo patentiza diferencias. Hoy la desocupación signa el poder de la clase trabajadora. El peso relativo de los gremios es –por este dato primero y por las inconsecuencias de muchos de sus líderes luego– infinitamente menor. La sociedad se ha complejizado con miríadas de cuentrapropistas, profesionales empobrecidos, desocupados estructurales, organizados o no. Sectores populares que se están desperezando y lamiendo sus heridas... pero les tomará un tiempo articular protestas e intereses, como podía hacerlo de pálpito, “objetivamente”, el sindicalismo, burocrático o combativo, peronista o de izquierda o cualquier mix imaginable.
El repaso viene a cuento cuando el Gobierno –en plena malaria general– ha emitido un cheque en blanco a un empresariado de escueta tradición de preocuparse por los intereses nacionales. Corporativo, cerril en la defensa de sus intereses, ausentista a cada rato, la clase dirigente empresaria no puede preciarse de haber formado un país o haber contribuido a su integración. Por eso, la jugada oficialista de darle alas sin pedirle contrapartidas está preñada de riesgos.
Distintos tonos de verde
Dos hechos signan la expectativa en Hacienda y en la Rosada para la semana que empieza mañana: la cotización del dólar en el mercado local y la suerte de Remes Lenicov en su viaje a Washington. El gobierno espera ponerle un ancla al dólar libre, un precio que no dispare la espiral inflacionaria. David Blejer y Remes han resuelto que determinar un valor razonable es “un secreto de estado” pero es lógico inferir –y anhelar– que no llegue a dos pesos. Los argentinos solemos ser apocalípticos y desmesurados pero una devaluación del 100 por ciento en dos meses es una desmesura. Brasil zozobró y mucho cuando depreció el real algo menos del 60 por ciento en un año.
El Banco Central tiene importantes reservas para intervenir en el mercado y, vía oferta, enfrentar la especulación y la corrida. Pocas experiencias de flotación tuvo el país y seguramente ninguna con tanta “espalda” para afrontarla. El Gobierno y con él la Argentina tiene las de ganar en la pulseada. Pero una pulseada es una pulseada y en ella pesan no sólo datos objetivos sino también la decisión de ganar, de pujar a fondo, de no entrar en pánico. Habrá que ver. Los que crean en Dios, recen.
Volviendo al hilo conductor de esta columna, el problema es que, del otro lado de la mesa, tal vez no esté sola la “coalición dolarizadora” denunciada y demonizada por el oficialismo. También podría estar, siendo apenas suspicaz (o memorioso) parte de la tropa propia, la “coalición licuadora”, a la que un tanto de inflación no le vendría nada mal. Quienes deben en pesos y se aprestan a cosechar en dólares pueden lucrar con un desagio de la divisa nacional, licuar aún más.
Eso les permitiría repetir conductas del pasado, antisociales, pero beneficiosas sectorialmente: ahorrar en sueldos, tener menos producción enfeudada al consumo local y por ende exportar más, acrecentar su porción de la torta.
Una prueba de amor
Transitando sobre la cuerda floja, el Gobierno eligió una experiencia casi inédita en la Argentina: una bruta devaluación sin imponerretenciones a los exportadores. Es decir, se mutila un mecanismo obvio de redistribución y –ejem, perdón– de socialización de los sectores que ganan.
La verba oficialista induce a engaño cuando se mimetiza y despotrica contra los “ganadores del modelo”. Esos ganadores, básicamente bancos y privatizadas, medraron de lo lindo, intentarán seguir haciéndolo y habrá que ponerles coto. Los aumentos de tarifas de los servicios públicos serán uno de los rectángulos de juego donde se diriman esos partidos.
Pero en un modelo en construcción se impone exigir aporte –una prueba de amor– a sus actuales triunfadores y no a los del pasado. Es en parte un tema moral (ninguna sociedad puede llamarse cabalmente tal si sus privilegiados no aportan algo para los eslabones más débiles), pero esencialmente práctico: es mucho más redituable distribuir el flujo de recursos que prospera en el presente y crece a futuro que disputar un stock acumulado en el pasado.
Avido de divisas como razón misma de su existencia el Estado argentino se mutiló, en años de desvarío, de medios para atesorarlas. Cuando el peronismo era liberal llevó su fundamentalismo a vender YPF y –para redondear el delirio– renunció a poner impuestos a la renta petrolera. Un dislate sin precedentes en el mundo. Cabe recordar que el peronismo –con un puñado de excepciones– festejó la entrega de YPF como un triunfo. Bueno sería que muchos protagonistas de esas agachadas –que hoy lo siguen siendo– no repitieran, mutatis mutandis, las tropelías de su anterior gestión.
La retención de divisas a los exportadores obviamente disminuiría sus ganancias, pero permitiría al Gobierno matar con una sola pedrada los dos pájaros que le quitan el sueño. Ensancharía su espalda para sostener el precio del dólar y podría acceder al esquivo equilibrio fiscal. Obtener 6000 u 8000 millones reteniendo exportaciones en el próximo año, es algo bien posible.
Y, aunque parezca mentira, esa salida hasta podría permitirle mejor acogida de los organismos de crédito. Un equilibrio fiscal, logrado de un modo heterodoxo tal vez sea mejor presentación que la que llevará mañana Remes: una infértil sumisión a la cartilla, sin resultados a la vista.
Desde luego, una decisión de ese jaez metería ruido en la coalición de un Gobierno con una endeble legitimidad de origen que no tiene apoyos sensibles de la población. Pero tal vez lo apuntalara a futuro. En cualquier caso, no parece que el camino elegido sea viable, ni popular.
Los límites del ministro
Es inevitable, viendo a Remes, recordar a José Luis Machinea. Hombres agradables, de tono moderado, con pedigree político en partidos populares, su presencia pública es un alivio si se los compara con el autoritarismo prepotente de Domingo Cavallo. Pero, como Machi, Remes vive preso de una cárcel ideológica que lo enfeuda con el statu quo y limita su inventiva hasta el paroxismo.
Si el ministro no fue capaz de pensar en algo tan convencional como las retenciones casi parece un despropósito reprocharle su falta de imaginación para buscar mecanismos menos de moda. Pero ocurre que ésta es una contingencia que pide a gritos medidas keynesianas, emisión de moneda, reactivación del poder adquisitivo de los más sumergidos. Que esos mecanismos generen en Hacienda más pánico que la recesión o la desocupación record es todo un signo de los tiempos. El compromiso de emitir en todo el año 3500 millones de pesos es una concesión al Lerú de los organismos que secará hasta la exasperación la economía local. El país quebró tras 10 años de disparates y la conclusión operativa extraída por el ministro es sucederla por una suerte de convertibilidad culposa e inestable. Si el desempeño de Remes remite al déja vu, qué decir del de José Ignacio de Mendiguren. Un ministro de sector, cuya única función ostensible fue un lobby descomunal ni siquiera maquillado con alguna propuesta productiva. Puesto a hablar de actividades futuras, Remes se limitó a musitar alusiones imprecisas a la actividad turística. Un pobre panorama para un gobierno productivista, pero así y todo más de lo que se le conoce a De Mendiguren. El peronismo, en el pasado, se tentaba con empresarios devenidos funcionarios. La ecuación era discutible en sus saldos, pero cabe reconocerle que tenía un ingrediente que hoy no se consigue: una presencia sólida del movimiento obrero, fungiendo –mal o bien– como contrapeso.
Telón lento
La marca de inestabilidad está en el código genético de este Gobierno y seguramente del que lo seguirá. Un riesgo terrible parece acechar a la Argentina, es que los gobiernos funcionen como antes los ministros: como fusibles que no resistan un error o una contradicción. Un escenario nada deseable para la representación de los intereses de las mayorías.
Conscientes de su finitud como no lo estuvieron las de Fernando de la Rúa y Adolfo Rodríguez Saá las huestes de Duhalde perciben que juegan su propia pervivencia en la City y en Washington. Que derrotas en esos perversos territorios pueden llevárselos puestos en cuestión de semanas.
Tal vez así sea. Pero también podrían pensar que Carlos Menem y De la Rúa son lo que son, dos muertos políticos, porque sólo aceptaron decidir en clave de macroeconomía y no se atrevieron jamás a poner un límite a los poderes económicos. Porque ataron su suerte a la de los “ganadores” de cada tiempo y se fueron alejando de los perdedores, esos que votan, se quejan y, cada vez más a menudo, llenan las calles y las rutas.

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