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Federalismo y otras grageas

 Por Mario Wainfeld

En el discurso de celebración pronunciado el domingo, el gobernador electo José Manuel de la Sota hizo una apología de su provincia. Describió a Córdoba como un lugar de promisión, de ascenso social, pleno de productividad. Un modelo social y económico. Un enclave de paz, que puede mejorar pero que, básicamente, se debe preservar.

Lo curioso es que el orador también incluyó reclamos de mayor federalismo, exaltó hasta el paroxismo la identidad provincial, marcó distancias con el poder central. Con mano de seda, pero firme, pidió un New Deal con el gobierno nacional.

Es injusto y hasta cargoso exigirle a un candidato plena coherencia en campaña, menos en el momento del brindis triunfal, pero es interesante remarcar una contradicción que tiene su miga. De la Sota reclama un orden nacional distinto, pero se jacta de lo bien (de lo recontra bien, vamos) que está su territorio con el vigente.

Esa provincia ejemplar (nos ceñimos a su verba, no opinamos) prosperó y se consolidó con el “modelo K”, aunque él no lo explicite o lo soslaye. Podrá superarse con otro esquema, con éste no les fue tan mal...

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Cualquiera podría alegar que el orden actual incluye el rechazo a las retenciones móviles por el que bregaron De la Sota y el actual mandatario provincial Juan Schiaretti, dos maestros en el arte de cambiar de camiseta. Es así, aunque nadie puede decir que prescindir de ese tributo haya variado sustancialmente el sistema productivo.

La inconsistencia del discurso desnuda un lado flaco del declamativo federalismo republicano que cunde entre la nutrida oferta opositora. Se exige un cambio, que en algunos aspectos es imposible y en otros no tan deseado.

La imposibilidad de sancionar una ley de coparticipación es un nudo gordiano. La responsabilidad no finca en administración nacional alguna, sino en un incumplible requisito constitucional. La unanimidad exigida es diabólica, imposible de concretar. No es la madrastra Nación la que traba el armonioso acuerdo de las provincias, son sus diferencias de intereses las que priman.

Hilando un poco más fino, sería interesante corroborar qué pasaría si los porteños, en vez de clamar ante el gobierno nacional para que les remese los fondos necesarios para pagar el traslado de la Policía Federal, le pidieran esa manito a las provincias hermanas, en el Congreso nacional. O sea, una reforma presupuestaria que mochara esa generosa lonja y la transfiriera a la Capital. La respuesta es evidente y explica por qué el macrismo jamás exploró ese camino y prefirió apoyarse en el Muro de los Lamentos de la Casa Rosada.

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Otro aspecto menos remanido es la ejemplaridad de los gobernadores con la llamada “coparticipación secundaria”, o sea lo que la provincia reparte entre municipios o comunas o ambos. Es un tema poco estudiado y menos relatado, pero quien consulte a intendentes de cualquier geografía descubrirá que sus rezongos mirando a la capital provincial se parecen mucho a los que sus gobernadores dirigen a la Casa Rosada. Con las llaves de la caja en mano, pocos están a la altura de lo que predican. Ay, la vilipendiada “caja”, que nadie deja de mirar con cariño y ansia tenaz.

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Tal vez el aspecto más interesante, oculto por la narrativa federalista, son las ventajas que toman los gobernadores del modo en que se recauda y se reparte el dinero. La Nación es la que más recauda, la que más exige a los contribuyentes, la que luego distribuye los fondos. Hay disponibilidad en esas maniobras, puede haber discrecionalidad o hasta arbitrariedad, imposible negarlo.

Vista del lado de las provincias, la succión nacional posee una funcionalidad oculta, bien práctica. Dispensa a sus mandatarios de una tarea central de cualquier Estado, que genera naturales enconos sobre todo entre los capitalistas más poderosos: gravar la riqueza, cobrar impuestos, tasas o contribuciones. Mientras apostrofan contra el ogro centralista, muchas provincias (a ojímetro, una holgada mayoría) tiene bajísimo nivel de recaudación por gabelas propias. Eso aligera y lubrica su trato con los poderosos y los unifica en la queja contra el unitarismo.

Las administraciones provinciales, con este subterfugio, se alivianan un factor de conflicto de primer nivel. Si llegaran pocos pesos desde la Nación, no les serviría para mucho. Pero en una etapa en que la remesa de ingresos es la mayor que se recuerde en décadas, tener con qué sin necesidad de sisar a los administrados es negocio por donde se mire. Repartir concita adhesiones, recaudar enojos... que sea otro el malo de esa película dista de ser pura pérdida.

Muchas provincias se valen de esa franquicia tácita para seducir inversionistas ofertándoles “competitividad espuria”. Pseudos paraísos fiscales de cabotaje donde “el que trae plata” soporta menos carga fiscal que en otras provincias. En eso consisten varios planes de desgravación o fomento industrial. De la Sota extremó el recurso limitando derechos de los trabajadores dentro de su terruño. Fue en los buenos tiempos en que era menemista y peronista en ese orden (ahora es “cordobés y peronista”, según enunció).

Lejos está del afán del cronista defender a libro cerrado el actual estadio de relación entre Nación y provincias, aunque sí es sugestivo medir su funcionamiento real sin creer en la mitología del Grupo “A”.

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De la Sota cosechó carradas de votos y revoleó la insignia punzó. Una panorámica sobre los comicios provinciales previos revela un enorme nivel de legitimidad de los que gobiernan. Hasta ahora los oficialismos superan por diez a uno a quienes quisieron relevarlos. La goleada trasciende a los partidos porque (salvo los radicales que están zapateros) hay en el elenco de ganadores peronistas (más o menos K), socialistas, gentes de PRO y de dos partidos provinciales, en Neuquén y Tierra del Fuego. Los hay nuevos (en Santa Fe, Ciudad Autónoma y Tierra del Fuego) o clásicos (como los peronistas o el Movimiento Popular Neuquino).

La regla común, la tendencia que uniforma a un conjunto pluricolor, es que el local gana. Lo que –cabe inferir– indica que los ciudadanos tienen un alto piso de conformidad con sus gobiernos, difícil de compatibilizar con el imaginario de castigo feroz y asfixia, provincias exangües, al borde de la quiebra. Cuadro que, ya que estamos, se corresponde mejor a los tiempos en que el kirchnerismo llegó al poder que a los que corren.

En 2007, en esa misma serie de comicios, prevalecieron los oficialismos, pero con un score más piadoso. En las once provincias en cuestión hubo cuatro que cambiaron de mano (Salta, Santa Fe, Tierra del Fuego y Capital). Por lo que se ve, el pretenso flagelo del centralismo no daña la buena onda entre gobernantes y gobernados en las provincias. Una parte del discurso de De la Sota y su desempeño dan testimonio de tan interesante circunstancia.

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Imagen: Télam
 
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