EL PAíS › OPINION

El futuro de una experiencia política

 Por Edgardo Mocca

“El kirchnerismo no es solamente una persona.” Lo afirmó la Presidenta en la entrevista realizada con Jorge Rial. Un problema de salud de Cristina y la implacable operación psicológico-política puesta en marcha por la maquinaria mediática dominante hicieron que durante un par de días se generara en el país un tenso clima político. La constelación desestabilizadora mezcló aviesamente las barajas de la realidad y retóricamente convirtió una dolencia real e importante de la Presidenta en una muestra de debilidad política personal y en una crisis institucional del país. Lo que de todos modos quedó muy claro es la centralidad del liderazgo nacional de la Presidenta entre quienes la apoyan tanto como entre quienes la resisten.

Pero la frase de Cristina seguía: “El kirchnerismo es una construcción política que abreva en el peronismo pero incorpora también otros sectores que se identifican con una visión del país y del mundo”. No es exagerado decir que alrededor de esta afirmación, a su favor y en su contra, circuló buena parte del debate político de estos últimos años y que también a su alrededor se definirá la batalla política principal en la Argentina actual. Mirando hacia atrás aparece claro que ya desde la asunción de Néstor Kirchner se discute en el país si el kirchnerismo tiene detrás suyo un sentido de época y una proyección futura o es algo así como una forma circunstancial de conducción peronista y de gestión estatal. En la actual coyuntura, el dilema encierra en su interior nada más y nada menos que el futuro del peronismo, lo que equivale a decir la configuración del sistema político argentino en su conjunto. El cuestionamiento a la afirmación presidencial une significativamente a la derecha y a cierto progresismo: el sentido que el kirchnerismo se atribuye a sí mismo es pura manipulación ideológica, un simulacro político; la esencia del kirchnerismo es un modo de ejercer el poder –concentrador, arbitrario o directamente autoritario– y su relato es pura demagogia para consumo de incautos, lo que, como se ve, no solamente constituye un juicio sobre el liderazgo político sino que incluye una descalificación intelectual de quienes compartimos el rumbo del país en estos años. A partir de esta coincidencia transversal se abren los caminos: para la derecha, el rostro real detrás de la maquinaria es estatista, dilapidador y opresivo de la iniciativa privada; para los progresistas opositores es conciliador con los poderosos y políticamente conservador.

Claro que la definición de un fenómeno político no consiste en una descripción, sino en un programa, en una estrategia hacia el futuro. Cuando, por ejemplo, se habla del “significado” del resultado de las primarias abiertas, lo que en realidad se abre es un cotejo de interpretaciones formuladas en términos de proyectos políticos y no de una supuesta correspondencia entre las hipótesis sobre ese significado con la realidad. Finalmente, la realidad política no es otra cosa que los resultados ocasionales de una lucha por imponer determinados significados. Lo cierto es que el título del significado de las primarias que pretende imponer la oposición mediático-política es el “fin del ciclo”. Es una expresión que puede significar muchas cosas; puede denotar simplemente la imposibilidad constitucional de una nueva reelección presidencial y puede también ser la fórmula para la apertura de una “alternancia”, es decir el triunfo de una fórmula opositora al actual gobierno. El contexto en el que aparece la fórmula sugiere un significado menos circunstancial, y más profundo como intención de quienes la enuncian. Se habla de algo así como un “cambio de época” en la Argentina, la clausura de una experiencia política particular, el kirchnerismo. Así queda evidenciado cuando se habla del Gobierno como un “régimen”, cuando se lo tilda de autoritario y de anticonstitucional; una retórica que habilita múltiples estrategias de combate y formas de desenlace, incluyendo las peores, pero que claramente no se limita a impulsar un cambio de signo en el Gobierno, sino que procura situar al kirchnerismo como un desvarío circunstancial de la política argentina, provocado por la traumática experiencia de 2001. Es una interpretación en términos de normalidad política; en esa normalidad el kirchnerismo podría subsistir, en el mejor de los casos, como una corriente interna minoritaria del peronismo o un espacio político hiperideologizado e irrelevante. Lo importante, en todos los casos, es que sea clara y definitivamente derrotado y esa derrota sea, además, un duradero escarmiento para cualquier intento de recuperación de su agenda política y simbólica desde el Estado nacional.

No se habla aquí de un significado unívoco del final de ciclo sino de una interpretación hegemónica. Puede haber, y de hecho hay, quien considera que la derrota del kirchnerismo abrirá paso a un “verdadero” proceso de transformación nacional; es una forma algo degradada, propia de los años del desencanto, de la añeja perspectiva de izquierda que está esperando hace casi setenta años que se caiga el velo de la demagogia peronista para que aparezca la verdad de la revolución. Claramente, sin embargo, la línea principal de la resistencia antikirchnerista es la de quienes impulsan el fin de la experiencia “populista” y el regreso más o menos gradual según las condiciones, a la normalidad de la toma de decisiones en manos de gente amiga de los poderes fácticos. Los productos periodísticos del grupo Clarín son muy claros a este respecto: utilizan todos los cuestionamientos contra el Gobierno, vengan de donde vengan; se conduele de los progresistas engañados por la demagogia, alienta los conflictos ecológicos y de los pueblos originarios, pone en el centro de la escena a políticos sedicentemente progresistas y a peronistas que claman por la recuperación doctrinaria, con tal de que aporten a la pirotecnia antigubernamental. Sin embargo, no parece difícil ni arbitrario encontrar en ese ecumenismo del multimedios, una estrategia de desgaste y desestabilización al servicio de los intereses de los grupos económicos dominantes locales, de los cuales forma parte el propio grupo. Fácilmente puede comprobarlo cualquier progresista o peronista: bastará con un leve guiño favorable a la plena aplicación de la ley de servicios audiovisuales para terminar con la buena disposición de diarios, micrófonos y pantallas a su favor.

De modo que la frase presidencial es un programa. Porque lo que está en discusión en la política argentina es la constitución histórica de un sujeto político con el sello de la experiencia kirchnerista, lo que, en otras palabras, implica la perdurabilidad de esa visión del país y del mundo, de la que habla Cristina. Y el filo principal de la discusión apunta al peronismo porque todo indica que la red social, estatal, histórica y cultural que lleva ese nombre será decisiva en la resolución del conflicto político principal, es decir la continuidad o no de un proceso de reformas orientadas a la redistribución de los recursos, la reindustrialización del país y su inserción soberana en el mundo a partir de los procesos de integración regional y de la puja por la democratización del orden mundial. En ese sentido es muy clara la opción principal del bloque dominante: la fórmula más eficaz para dotar de viabilidad y gobernabilidad a la “normalización” del país incluye necesariamente la reconstitución del peronismo como partido del orden neoconservador, algo así como el rearmado en nuevas condiciones de la coalición social que sostuvo al menemismo.

Sergio Massa es claramente el principal portador de esa estrategia. Después de las primarias, los medios dominantes impusieron, junto a la idea de un fin de ciclo, la inminencia de una drástica recomposición en el Partido Justicialista a favor del intendente tigrense y contra el kirchnerismo. Lo que se viste de descripción es, una vez más, una estrategia de lucha. Detrás de ese supuesto terremoto en las filas del peronismo territorial estaría el escenario de ingobernabilidad, cuyo trazado más fino empezó a esbozarse con el proyecto de imponer un nuevo presidente de la Cámara de Diputados contra la tradición parlamentaria de respeto a la primera minoría para designarlo. El cambio de escena en el peronismo y en el Congreso se completaría oportunamente con la voz de la calle como imprudente e irresponsablemente lo afirmó por televisión cierto encuestador.

La realidad política de los meses transcurridos desde las primarias no confirmó esas estrategias vestidas de análisis político. Tuvimos una fuerte iniciativa del Gobierno en el terreno económico y social, particularmente en lo tributario, un comportamiento previsible de los bloques oficialistas del Congreso y una situación institucional bastante impermeable a la guerra de rumores desestabilizadores: mientras se desarrollaba la operación multimediática de fomento de la ingobernabilidad, se aprobaba en tiempo y forma la principal de las leyes que organizan la distribución de los recursos en el país, el Presupuesto nacional. La visión del país y del mundo a la que se refiere Cristina Kirchner no es un dogma cerrado ni una abstracción intelectual. Es una praxis política que interviene en la vida de millones de personas. Lo saben mejor que nadie los millones de personas que han mejorado su calidad de vida y ensanchado sus derechos en estos tiempos. Lo saben también, entre otros, los gobernadores de las provincias a las que el Banco Mundial y cierta sabiduría economista llamaban, en la década del noventa, provincias “inviables”. El kirchnerismo no hubiera existido sin la memoria nacional-popular del peronismo a la que enriqueció en la época posterior al derrumbe nacional provocado por los años del neoliberalismo. A pesar de la profecía de los poderosos, no es sencillo pensar en el futuro de esa tradición política sin una presencia relevante del kirchnerismo.

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