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El contexto de Nisman

 Por Edgardo Mocca

La acusación por “encubrimiento” a la Presidenta fue pronunciada por el fiscal Nisman veinte años después de abierta la causa AMIA. El hecho objetivo invocado como argumento para la denuncia –el memorándum de acuerdo entre Argentina e Irán para facilitar la investigación sobre los imputados de esa nacionalidad en la causa del atentado– sucedió hace poco menos de un año, es decir diecinueve años después del acto terrorista. Diecinueve años después. El memorándum fue impulsado, además, después de varios años de una parálisis casi total de la causa, cuyo fiscal era desde 2005 el mismo que hoy denuncia a la Presidenta por “encubrimiento”.

El operativo Nisman tiene la forma de algo muy poderoso urdido en oscuras agencias conspirativas trasnacionales. Sin embargo, no es descartable que sea nada más que un “vuelto” de algún funcionario recientemente relevado de la cúpula de la SI. Así parece insinuarlo el carácter descabellado que tiene el hilo conductor de la presentación del fiscal. “Con la finalidad de mejorar la relación comercial con Irán se intercambió este objetivo con el encubrimiento de los culpables de la masacre de la AMIA”: a ese simple enunciado puede reducirse todo el escándalo abierto por el fiscal y revestido en estos días de dramatismo institucional por la maquinaria mediático-política enfrentada al Gobierno. Claro que esta eficacia políticamente estremecedora de un simple golpe de efecto servicial merece ser puesta bajo la lupa.

El antecedente más importante que tiene la denuncia de Nisman es lo sucedido durante la discusión parlamentaria sobre la aprobación de la firma del memorándum. Los argumentos de la oposición giraron entonces alrededor de dos centros argumentativos muy claros y definidos. Uno era la interpretación del documento como una concesión a Irán a cambio de ventajas comerciales, el otro era la denuncia de un giro de la política internacional argentina en la dirección a alejarse del “mundo libre” y acercarse al “eje del mal”: si se mira con atención, cualquiera de las dos interpretaciones da por sentado el hecho de que el Gobierno apunta a la impunidad de los iraníes acusados; es decir, se trata de un adelanto de la denuncia por “encubrimiento”, el fiscal se ha limitado a traer uno de esos argumentos en auxilio de su operación política. Para “encubrir” primero hay que “descubrir”. Y la Justicia no descubrió nada en el caso AMIA y en cambio encubrió mucho, casi todo. La centralidad misma de la pista iraní, por ejemplo, tiene poco que ver con prueba judicial alguna que la sustente; es el resultado de la presión de Estados Unidos en esa dirección, cuando el régimen iraní constituía uno de los blancos centrales de la diplomacia y de las hipótesis bélicas de ese país. Los documentos recientemente revelados por Wikileaks son suficientemente probatorios de las presiones del Departamento de Estado de Estados Unidos para descartar de modo terminante la pista siria y las conexiones locales. Si uno sigue las huellas políticas de la causa AMIA, fácilmente descubre quiénes fueron realmente los encubridores y qué objetivos defendían. Pero aún dando por ciertas las denuncias dirigidas a personalidades del régimen iraní, hay que decir que nunca tuvieron sustentos probatorios medianamente serios, como lo demuestra el rechazo de la Justicia británica al pedido argentino de extradición de uno de los acusados por falta de pruebas. Casi dos décadas después del crimen puede decirse que la alternativa a la firma del memorándum no es el esclarecimiento en la Justicia argentina sino el ocaso irreversible de la causa por falta de avances sustantivos.

Entre los motivos supuestos antes por la oposición y ahora por Nisman para proceder al “encubrimiento” de personas sobre cuya responsabilidad criminal nadie había probado absolutamente nada, hay uno que constituye un problema muy profundo relacionado con la inserción argentina en el mundo. Se trata de las relaciones con Irán, pero sobre todo se trata de las relaciones con Estados Unidos. Porque el problema era y es que el documento se firma en común con Irán. Es decir, se firma con un Estado que representa el mal absoluto, el autoritarismo, la negación del Holocausto. Un Estado, además, cuya responsabilidad en el ataque a la AMIA no necesita ser probada; la acredita la intuición, el sentido común occidental. Claro que las relaciones diplomáticas entre Estados Unidos e Irán evolucionaron positivamente en los últimos meses, pero bien se sabe de las enormes presiones que se ejercen sobre el gobierno de Obama para terminar con el viraje negociador y retomar francamente la orientación militarista y agresiva hacia Irán. Y, en todo caso, el giro de la causa fue ejecutado en plena connivencia con los servicios secretos de Estados Unidos y de Israel. Por lo tanto, el momento elegido para la presentación de la denuncia es muy significativo: hace pocos días el asesinato de un grupo de periodistas en París volvió a poner en acción todo el repertorio discursivo de la derecha mundial dirigido a cerrar filas en la “guerra contra el terrorismo”, entendida la expresión como el combate contra los terroristas enemigos. En estos días se ha desatado una insólita campaña de extorsión ideológica contra quienes intentan poner en discusión el contexto del crimen de París. A quienes no comparten el diagnóstico de la situación mundial que sostienen la OTAN y Estados Unidos se les pregunta por sus credenciales democráticas y favorables a los derechos humanos. Y entonces reaparece el ataque a la política internacional argentina en términos de alejamiento del “mundo libre” y acercamiento al mal absoluto. Es ese reservorio de prejuicios ideológicos travestidos como certezas políticas lo que conforma la condición de posibilidad para que un pobre carpetazo servicial se coloque en el centro de la agenda política del país.

Para que la inverosímil denuncia se convierta en un acontecimiento político es necesario que existan fuerzas muy poderosas en el país interesadas en agudizar al extremo las tensiones políticas que han atravesado nuestra realidad en la última década. En principio resulta curioso este interés por tensar la cuerda de las pasiones políticas, cuando según el establishment mediático faltan pocos meses para el fin del ciclo kirchnerista. Muy poco es lo que ha avanzado la oposición en instalar sus consignas, sus propuestas y sus candidatos hacia la elección del próximo octubre; por ahora todo se resume en una disputa entre dos de los candidatos sobre la cantidad y calidad de fotos que se sacan al lado de dirigentes provinciales del radicalismo y una abierta disputa dentro del propio radicalismo y proyectada a sus aliados sobre si hay que hacer o no una alianza con Macri. Como diseño de la apertura de un “nuevo ciclo” parece bastante poco. El centro de gravedad de la lucha por el poder en la Argentina de hoy no se deja resumir en querellas por candidaturas, alianzas o plataformas electorales. Ese centro de gravedad es una intensa batalla entre las grandes corporaciones económicas y el Gobierno por el timón político del país. Los sucesos que recorren el Poder Judicial y la virtual guerra entre algunos de sus segmentos y el Gobierno no son solamente una estrategia de autodefensa corporativa: son también un núcleo de la resistencia de un sector muy poderoso de la sociedad contra el sentido de las políticas públicas de estos años y contra el peligro de su continuidad y profundización. Valga nada más que como un ejemplo de esta cuestión la apertura de lo que podría llamarse el capítulo civil del enjuiciamiento y castigo al terrorismo de Estado.

Este núcleo poderoso de la sociedad argentina había imaginado un diciembre de paros, saqueos, conflictos policiales, corridas bancarias y denuncias espectaculares para el último mes del año pasado. De todo eso quedaron algunas tapas de diarios y algunas operaciones judiciales contra la Presidenta. El país sigue viviendo en paz, ahora se toma masivamente vacaciones y se prepara para seguir viviendo normalmente. En este clima empieza a definirse el panorama electoral para octubre. Es un clima peligroso para el revanchismo monopólico. Porque el poder político de la Presidenta sigue intacto y su imagen crece. En consecuencia, la posición que adopte ante las internas del FpV tiende a adquirir una fuerza política considerable. Si se mantuviera esta tendencia, la profecía –sistemáticamente cultivada con operaciones– de que la presidencia de Cristina desembocaría en el caos y la ingobernabilidad empezaría a fracasar. Y lo que la coalición de los poderosos persigue no es un cambio pacífico y normal de autoridades en el país. Lo que quieren es el cierre drástico y duradero de lo que consideran una aventura política imprudente. Un cierre tal que desaconseje cualquier intento, por moderado que fuera, de reabrir la agenda política de estos años. Es decir, de reabrir la cuestión de la distribución del ingreso, de la reindustrialización, de la democratización de la Justicia, de la política exterior soberana genuinamente, enemiga del terrorismo, amante de la paz e integrada regionalmente.

Esa necesidad de un sector de la Argentina de patear el tablero para llegar a situaciones de incertidumbre y conmoción colectiva antes de las elecciones es lo que ha convertido un vulgar pasaje de facturas de funcionarios desplazados o acotados en sus recursos en una cuestión de relevancia institucional. Esto es lo que hace completamente necesario que el tratamiento de esta patraña sea completamente público y transparente. Para que, entre otras cosas, sepamos mejor quién es Alberto Nisman y quiénes son los que están dispuestos a acompañarlo hasta el final en esta movida. También para que pongamos en el centro la necesidad de hacer justicia con las víctimas y sus familiares.

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