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Parábola de Fernando, el Laucha

 Por Susana Viau

La opción por lo conocido, por los senderos seguros, lo llevó a aceptar como un mal necesario el paso por el Liceo Militar, un aprendizaje de disciplina que al parecer entusiasmaba a su madre, Eleonora Bruno. Luego, abandonó la idea de estudiar medicina, una carrera que de verdad le gustaba, para continuar con el camino abierto por el padre, Antonio De la Rúa, abogado y, para más datos, radical. Como con el Liceo Militar, ya que estaba dispuesto a hacerlo, había que hacerlo bien. Se graduó a los 21 años con medalla de oro y obtuvo el doctorado con una tesis sobre el recurso de casación. Sin demasiadas precisiones, fuentes y biografías sostienen que fue durante su etapa de estudiante universitario que decidió afiliarse a la Unión Cívica Radical.

En 1963 no pudo producirse una conjunción más favorable. Era un joven abogado de foja brillante, hijo de un comprovinciano y prestigioso correligionario del presidente. Era lógico que Arturo Illia le facilitara la instalación en Buenos Aires como asesor en el Ministerio del Interior. En 1966, Juan Carlos Onganía, el general que acaudillaba la corriente “legalista” del ejército, derrocó al gobierno radical. Pero el Laucha, como aseguran los biógrafos que le llamaban en la adolescencia por la cara pequeña y la delgadez, no regresaría a Córdoba. Había conocido a una heredera de la sociedad porteña, Inés Pertiné, hija del general Basilio Pertiné y hermana de un marino homónimo que le traería con el correr de los años un serio dolor de cabeza. Basilio Pertiné, aviador naval, fue acusado de participar de los “vuelos de la muerte” de la dictadura para eliminar a los prisioneros. El ya almirante Pertiné lo negó. No obstante, hay quien asegura que, cuando en la intimidad le preguntaron si, de haberlo hecho, se habría arrepentido, el marino habría contestado: “Si lo hubiese hecho y me arrepintiera, tendría que pegarme un tiro”. Los Pertiné y los De La Rúa celebraron el matrimonio como se estilaba entre la gente elegante y austera: ceremonia religiosa en la Iglesia del Pilar y fiesta en el Círculo de Armas. La pareja tuvo tres hijos, Antonio, Fernando y Agustina, que crecieron en un amplio departamento de Recoleta, mientras el Laucha crecía bajo el ala del jefe del partido, Ricardo Balbín. En 1973 De la Rúa dio el batacazo. El peronismo, representado por la fórmula CámporaSolano Lima había arrasado en las elecciones nacionales al binomio radical formado por Balbín y Eduardo Gammond, y la banca de senador porteño parecía cosa de coser y cantar. El candidato peronista era Marcelo Sánchez Sorondo, director del diario nacionalista Azul y Blanco. La UCR le puso como oponente otro hombre de la derecha, pero liberal: Fernando de la Rúa. Y así, en la Capital, el Laucha se coronó ganador indiscutido. Fue el gran espaldarazo y los radicales lo hicieron segundo en la fórmula que iba a disputar al tándem Perón-Perón. En 1983 repitió la senaduría, después de dejar en la banquina en las internas a Raúl Alfonsín; en 1989, perdió la senaduría de un modo singular: pese a que había superado en votos al justicialista Eduardo Vaca, éste salió triunfador del Colegio Electoral gracias al voto de María Julia Alsogaray. Con ese regalo, la Ucedé y el peronismo iniciaban una década de intenso romance. En 1991 fue electo diputado y titular del Comité Capital de la UCR; un año más tarde regresó a ocupar una banca en el Senado y en 1996 le arrebató a Jorge Domínguez el sueño de ser intendente electo por la Ciudad de Buenos Aires. De la Rúa no pertenecía a una estirpe muy distinta de la de Domínguez. Al fin de cuentas, había censurado la posibilidad de que las parejas gays fuesen aceptadas en los albergues transitorios y llevaba el estigma de haber sufragado en contra de la ley de divorcio, explicaban las malas lenguas que presionado por las monjas del colegio al que concurría su hija. Los propios radicales suponen que su pluma estuvo en la redacción de las leyes de Punto Final y Obediencia Debida, por algo era presidente de la Comisión de Asuntos Constitucionales.

En 1999, hastiada de tanto rocanrol menemista, la ciudadanía optó por elevar a la presidencia a un hombre previsible. Llevaba como socio aalguien seductor para los ímpetus moralizantes. La Alianza no prometía mucho: limpieza, buena gestión. Era un ama de llaves confiable. Pero el presidente empezó a mostrar aristas extrañas: optó por el mutismo con su segundo, se encerró en un círculo pequeño, tan pequeño que sólo cabían en él el banquero Fernando De Santibáñes y sus dos hijos, Antonio y Aíto, cancerberos de la intimidad fortificada del presidente. ¡Ah! y los amigos de los chicos, una fauna leve, fashion y políticamente ciega que se autodenominó “sushi”. La UCR era la gran excluida del gobierno radical. Fernando de la Rúa desconfiaba, quería controlarlo todo sin saber que todo es lo mismo que nada. La ley laboral, un remiendo antiobrero, descorrió el velo del funcionamiento parlamentario y mostró el misterio de las leyes tarifadas. El escándalo culminó con la renuncia del vicepresidente Carlos Alvarez. Al jefe de Estado la situación se le estaba yendo de las manos. El corralito fue su sentencia de muerte. O tal vez no fue el bolsillo sino otra cuerda la que sonó la tarde en que el Laucha anunció que acababa de decretar el estado de sitio.

Es habitual que los exégetas se empeñen en embellecer la historia de los hombres comunes que llegan a los más altos cargos de una nación. En el caso de Fernando de la Rúa se ha contado que a los 9 años sintió por primera vez el sabor del poder: consiguió la presidencia de la agrupación Caza de pájaros con honda. Fue feliz y una vez en la cúspide puso su energía en redactar una declaración de principios, un código, un estatuto y establecer una cuota obligatoria para los afiliados.

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