EL PAíS › OPINION

Puertas abiertas

 Por Mario Wainfeld

Uno de los estribillos más repetidos en el discurso dominante sobre la inseguridad es que los delincuentes “entran por una puerta y salen por la otra”. La arquitectura de las cárceles y en muchos casos de las penitenciarías no autoriza la veracidad del aserto (no todas tienen dos puertas a la calle), pero su eficacia mediática es alta. Los lugares comunes dispensan el esfuerzo de pensar, reemplazan la estadística, son mucho más veloces que la lectura de la ley, ahorran la complejidad.

Traducido al castellano, el sofisma de las puertas giratorias suele encubrir una crítica al funcionamiento de la Justicia, a las garantías básicas reconocidas no a los delincuentes sino a los ciudadanos en general. El rezongo por la salida de volea muy a menudo apunta a la existencia de beneficios básicos como la excarcelación durante el juicio, cuando no contra la presunción de inocencia.

Hablamos en términos generales: a veces la queja se justifica. Pero en una mayoría aplastante el sambenito se blande porque está libre una persona recién denunciada o con procesamiento aún no firme. Una noticia impactante, una acusación fiscal bien propalada por los medios, un llamado a indagatoria se equiparan a una sentencia firme. El salto conceptual se carga siglos de la mejor historia de la humanidad: la necesidad del debido proceso, el derecho a defensa, el pronunciamiento de un juez imparcial, ajeno a las partes.

Las “sentencias” mediáticas y eventualmente políticas suelen prescindir de esas minucias y claman al cielo si “su” culpable no va a dar con sus huesos a la cárcel cuando su abogado todavía no ha podido leer el expediente.

Es tremendo el saldo de la preeminencia cultural de esa ideología, condensada en un slogan banal y demoledor. Las cárceles colapsan superpobladas por “presos sin condena”, acusados en proceso. Una mirada sobre la composición social de ese universo revela que es homogéneo con la pirámide de ingresos: son casi siempre pobres los que se hacinan a la espera de la sentencia. Abruma la cantidad de casos en que se declara inocencia o aquellos en que la condena es menor al tiempo ya transcurrido en el calabozo.

En simultáneo cunden situaciones como del ex comisario Alfredo Fanchiotti, detallada en la nota central. Asesino probado y condenado de dos jóvenes militantes, el ex cuadro de la Bonaerense salió, por la puerta grande y con asiento en los libros respectivos, a darse un baño de sociedad civil durante varias horas.

Fanchiotti, valga resaltarlo, cometió los homicidios con el uniforme de la repartición. Por unas horas fue estrella de los medios electrónicos y aun de la prensa impresa: su versión psicópata de los hechos tuvo enorme acogida hasta que se divulgaron las fotos de los crímenes. Su perversión, mostrarse en público a minutos de haber derramado sangre, no califica sus delitos: sí los agrava su condición de agente del Estado.

El hecho repite otros conocidos recientemente, referidos a represores durante la dictadura. El más reciente fue el de Héctor Febres, difundido en exclusiva por Página/12 el domingo 10 de febrero. El genocida estaba sujeto a un régimen único que le permitía salir a asolearse haciendo la plancha en una piscina o a manducarse un buen asadito. Febres estaba a un tris de recibir su sentencia por crímenes de lesa humanidad.

La lenidad del sistema con esos delincuentes capitales deriva de una obvia empatía de quienes deberían ser sus guardianes. Hablamos de personas que deshonraron sus cargos y usaron indebidamente las armas que le confió el Estado. Las puertas de los presidios, empero, se abren generosamente a su requisitoria. Solidaridad corporativa, ideológica o política (usted dirá, puede combinar dos o tres ingredientes) los torna privilegiados. Cometieron delitos feroces, salen como Pancho por su casa, vastos sectores de la prensa no los ranquean en los top ten de su indignación.

Las puertas, pues, no funcionan igual para todos. Ya que de ellas hablamos, recordemos otro tópico epocal: aquel que proclama la necesidad de volver a la sociedad en la que los vecinos no echaban cerradura a sus casas. Una utopía retrospectiva acechada por “los otros”, generalmente pobres, jóvenes y mal entrazados.

No es una nostalgia nueva bajo el sol: hace añares el escritor italiano Leonardo Sciascia escribió una formidable novela titulada Puertas abiertas. Ahí relata cómo penetra el fascismo en una pequeña comunidad de Palermo, a partir de un triple homicidio. La morriña del pasado de puertas abiertas (un pasado que el fascismo propone como futuro accesible) sirve para que “la gente” se exacerbe y exija la aplicación de la pena de muerte.

Una lectura, si usted quiere una fábula digna de recomendarse en tiempos en que se aviva un discurso derechoso, mientras tantos presos sin condena se hacinan en las cárceles y tantos represores salvajes tienen la puerta abierta para salir a jugar.

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