EL PAíS

La vida de pueblo que está cambiando

Con la presencia de 280 gendarmes, la vida en Las Heras se modificó. La muerte del oficial Sayago todavía conmueve. Cómo lo viven los comerciantes, los policías y los adolescentes. Los buenos negocios y las quejas.

Por M. P.
Desde Las Heras, Santa Cruz


Ella se acerca con la timidez de una colegiala y saluda con un beso. Los dos gendarmes están sentados en el banco de la plaza, que ocupa toda una manzana frente a la municipalidad. Llevan boina negra con dos espadas cruzadas y las armas bien visibles. La chica, que no tiene más de quince y debe estar en el Polimodal –en Santa Cruz se hizo la reforma educativa que la Casa Rosada pretende dejar atrás–, se sabe observada. Sus amigas la están mirando con una sonrisa. Cumplió con el desafío. La escena resume la nueva realidad de Las Heras. La ciudad que llegó a los medios nacionales tras la protesta de los petroleros, el enfrentamiento en la comisaría y el asesinato del policía Jorge Sayago está cambiando su fisonomía. Y los 280 efectivos de Gendarmería que patrullan las calles y controlan los yacimientos de crudo se hacen notar.

Los gendarmes caminan en grupos. De uniforme, cuando están en servicio, de jogging gris cuando tienen un descanso. Con los días se van convirtiendo en un elemento más del paisaje. Y los comerciantes están contentos. Los restaurantes se llenan de rostros serios y peinados a la media americana. El casino incorpora nuevos jugadores. La presencia se va acentuando lentamente. Primero estaban en la entrada de la ruta, para impedir un nuevo corte. Después desplegaron controles de vehículos, pidiendo documentos. Lo último es el patrullaje por la ciudad, en camionetas blancas alquiladas en Comodoro Rivadavia. Aunque los vecinos no los ven, los gendarmes también están en los accesos a las baterías deshidratadoras de crudo. Allí sólo los cruzan los obreros del petróleo. Se supone que están ahí para garantizar la libertad de trabajo.

“Los que se están llenando de plata son los restaurantes”, dice la madre de Adriana. Es una viejita que mira con el ceño fruncido a todo el que venga de Buenos Aires. Después se va soltando y aparece la ironía. Su hija, Adriana, no quiere dar su apellido. Tiene 45 y es empleada municipal. Está sentada en la vereda; mientras espera el segundo tiempo de Boca respira el aire de una de las últimas tardecitas del verano. “Fue una equivocación haberlo detenido a Mario Navarro (el vocero del cuerpo de delegados del gremio petrolero). Fue un error de la jueza (Graciela Ruata de Leone) hacerlo en ese momento. Hasta una persona ignorante se daba cuenta de eso”, dice a Página/12 sobre el caso que aún conmueve a la ciudad. Su amiga María, 48 años y el pelo corto, la avala en silencio. “Fue la masa. Fueron todos, en un grupo grande”, sostiene.

Confesiones de invierno

La vida de la ciudad –que no deja de ser un pueblo chico– está cambiando. El crimen de Sayago trajo a los periodistas y a los gendarmes. Por momentos, hay quienes lo viven como una atracción en un lugar donde no abundan las distracciones. Pero las divisiones permanecen, y se profundizan. “Son gente zurda, que cree que los jóvenes son máquinas de asimilar conocimiento. Porque los jóvenes hoy estudian de memoria. No les importaba nada”, dice un policía de alto rango desde detrás de su escritorio, en el primer piso de la seccional 2ª de Las Heras. “Querían copar la comisaría y prenderla fuego.” Aunque está de civil, habla como un policía. Y lo hace desde su oficina, cuya pared muestra impactos de bala que entraron por la ventana del costado. “Los dirigentes debían haber intentado pararlos. Y si no tenían éxito, correrse. Porque si la gente se iba y quedaban sólo los que tiraban, nosotros, al ver que tiraban con plomo, los bajábamos.”

Delante de la comisaría hay un inmenso baldío que no tiene ninguna iluminación. Detrás de ese terreno, a 100 metros de la seccional, comienza un complejo de casas populares construido por el gobierno de la provincia. El barrio se llama “32 viviendas” y tiene límites muy claros. Todas las casas están pintadas de verde agua. Sentado en la pequeña pared de su casa, Jorge conversa con su vecino. Tiene 28 años, era camionero pero largó el volante cuando llegó a Las Heras trayendo mosaicos para el hospital. Quiso cambiar de rubro y consiguió trabajo en la empresa Contrera Hermanos, que se encarga del mantenimiento de los pozos. “A veces el petróleo se endurece y hay que ablandarlo con parafina, agua caliente y mangueras de alta presión”, explica.

La noche de la refriega y el tiroteo ante la comisaría Jorge estaba en su casa, no muy lejos. “Todo estaba lleno de gente. Había como dos mil personas. Como acá nunca pasa nada, una vez que pasa algo la gente se prendió a ver. Para colmo, acá los milicos están mal. El GOE (Grupo de Operaciones Especiales de la Policía de Santa Cruz) suele venir y meter palo. Esa noche ellos también dispararon con plomo. Arriba del techo de mi casa pegaron varios balazos. Y a un pibe que tiene un Peugeot 206 le dieron un balazo que no es de 22. Es de 9 milímetros. Cuando todo terminó, unas mujeres policías salieron a buscar las vainas servidas de ellos”, asegura. Desde la vereda se puede ver un tanque de almacenamiento con el logo amarillo, azul y rojo de Repsol. Está del otro lado de la ruta, a menos de cien metros.

Juan Cruz y Verónica caminan con sus hijos, Agustín y Ezequiel, por la calle que está frente a la comisaría. Parecen turistas (riñonera con motivos incaicos él, remera con leyenda autóctona ella) pero no. Son maestros. Juan Cruz enseña educación física y es preceptor en una escuela industrial que se inauguró el año pasado. Verónica es maestra. Llegaron a Santa Cruz hace cinco años. “Acá el salario básico del docente no es alto. La mayor parte del sueldo está en negro y tenemos 250 pesos de presentismo. Por eso, si faltás te perdés 250. No podés faltar por angina o fiebre”, dice él. Verónica, nacida en Trelew, tiene padre y hermano petroleros. “Estamos mal por lo que pasó en la comisaría, por la llegada de los gendarmes y por lo que dijo el gobernador (Sergio Acevedo), que todos eran delincuentes. Mi viejo y mi hermano son trabajadores. Además, los sueldos no son tal altos. 5 mil pesos cobran los supervisores, los encargados”, dice Verónica.

El frío vuelve

A fines de los ’90, Las Heras se hizo famosa por los suicidios de adolescentes. El año pasado, hubo un nuevo caso y sucedió en la escuela EGB 53. Es un edificio grande, con un patio de recreos en el centro, y un tanque de agua con una escalera que queda medio oculto. Cintia Bazán y Bárbara Sánchez tienen 14 y estudian allí. Son las primeras que se animan a dar el apellido. “Este pueblo para nosotros, que somos adolescentes, y que nos gusta pasear y juntarnos con amigos, no tiene nada para hacer. Lo que nos gusta es la tranquilidad”, dice Cintia. Está parada en el medio del patio. Ahora está vacío, son las vacaciones. Aunque se ve una inscripción en aerosol: “Milicos putos”. Al lado está el signo tumbero de los cuatro puntos que rodean a un quinto (significa “muerte a la policía”). Es el decorado de la escuela secundaria.

La otra amiga, Bárbara, es más alta y parece más grande. “La gente quedó con mucho miedo porque el gas que tiraron fue peligroso para todos. Más para los que viven enfrente de la comisaría. En lo de la comisaría se metió gente que no tenía nada que ver. La vez pasada hubo un piquete de municipales y los petroleros apoyaron. Ahora fue al revés, algunos municipales apoyaron a los petroleros. También los apoyó gente del pueblo”, cuenta. Cintia trata de contener las risitas, tiene una tentación de adolescente. Cuando se le pasa la excitación, cuenta que tiene compañeras que llevan navajas a clase. “Acá hay chicas que usan armas, que se drogan con pegamento. En el colegio tratan de que hagan tratamiento pero no es fácil”, dice. La seriedad le apareció de golpe.

El domingo de sol y brisa leve se va yendo con desgano. “Mañana mismo puede comenzar el frío”, pronostica un remisero. En Las Heras el invierno llega antes y se va mucho después. O quizá no se va nunca.

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Imagen: Bernardino Avila
 
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