ESPECIALES

La almohadita

 Por Leonardo Moledo

El otro día en Aeroparque compré una almohadita inflable especialmente diseñada para dormir en el avión, un notable invento que aferra el cuello y sostiene la cabeza y permite que el viajero, fatigado o no, esté obligado a dormirse. Después me senté en la sala de espera a leer un artículo sobre los problemas de seguridad en el tráfico aéreo argentino: “Hay cierta tirria contra la aviación argentina, porque –dicen los malintencionados– no se cumplen los estándares de seguridad internacionales, y la Administración Federal de Aviación que ubicó a la Argentina en la categoría 2, porque no se cumplen los estándares de la Organización Internacional... Otros protestan por el retraso en el Plan Nacional de Radarización, o porque los aeropuertos privatizados no cumplen con todas las normas”.

Me indigné por la injusticia. Miré a mi alrededor, y todo estaba bajo control. Un señor rechoncho tomaba tranquilamente un café. Otros pasajeros conversaban, reían y leían.

Subimos al ómnibus que salió a la pista y nos llevó hasta el avión, esquivando y que rozó con el ala el minibús, pero la pericia del chofer logró que no pasara nada. ¿Ese chofer no merece categoría 1? Una azafata subió indignada y lo retó. ¿Usted no sabe que no se puede fumar en la pista? Aunque el cigarrillo estaba por la mitad, el chofer lo arrojó a la pista inmediatamente. El pucho cayó justo al lado de donde estaban cargando combustible e inmediatamente uno de los cargadores, sin siquiera soltar la manguera en mano, se apresuró a apagarlo de un pisotón. ¿Esa gente merece categoría 2?

Subimos al avión; me senté. Oí que una de las azafatas retaba al piloto: “Ayer no te vi en la reunión de Alcohólicos Anónimos”. No pude oír la respuesta algo pastosa del piloto, pero me pareció escuchar la palabra “perfume”, y después de un rato, “mucho”. Empecé a ocuparme de mi almohadita, la desplegué y me dispuse a inflarla, mientras el avión empezaba a moverse.

Una voz inundó la cabina. La azafata, ubicada en el extremo de la cabina, glosaba la voz en el alfabeto de los sordomudos. La voz explicaba las normas y conductas que debíamos observar para disfrutar de un “viaje seguro y relajado”.

“Si el avión se hunde en el mar –dijo la voz (y la azafata hizo el gesto de zambullirse)– flote sobre su asiento o nade hasta el primer iceberg y espere.”

Empecé a soplar a través de la válvula y a inflar la almohadita.

“Si el avión se precipita a tierra en medio de la cordillera de los Andes, salte por la puerta de emergencia ubicada aquí pero abríguese antes –la azafata hizo el gesto de colocarse un pulóver– porque la temperatura exterior es setenta grados bajo cero.”

Noté que mi vecino de asiento, el mismo señor rechoncho que estaba tomando café al principio de esta contratapa, parecía un poco alarmado: “¿Usted cree que todas esas instrucciones que le dan sirven para algo? –me preguntó–. Yo no traje pulóver”.

–No se preocupe –le dije yo–. Le presto uno. ¿No se da cuenta de que todo está previsto al milímetro?

“Para mayores detalles –decía la voz–, durante el vuelo se proyectarán fragmentos de la película Viven.”

Mi vecino no parecía convencido. Se dejaba ganar por los comentarios malintencionados que se hacen sobre los sistemas de seguridad argentinos.

–Trate de relajarse, está todo bajo control –le dije, y terminé de inflar mi almohadita.

“Si el avión explota en mil pedazos porque un grupo terrorista puso una bomba, lea las instrucciones que figuran en este folleto”, dijo la azafata mostrando un papel. Me coloqué la almohadita alrededor del cuello y traté de relajarme pensando en la maravilla de los sistemas de seguridad, mientras la voz seguía adelante.

“Si usted nota que el rumbo del avión es errático, es posible que el piloto se haya dormido –la azafata juntó las palmas y apoyó en ellas su cabeza–, en ese caso vaya y despiértelo, pero no muy bruscamente, porque se trata de una persona sensible.”

–¿No es un poco truculento? –dijo mi vecino, que estaba cada vez más pálido.

El avión enfilaba a la pista de despegue.

La azafata movió las manos con gesto de palomita que quería simbolizar el fuego. La voz instruía: “Si el avión se incendia por los cuatro costados, se ponen todos a soplar”. La azafata inflaba los carrillos. La almohadita era irresistible y me invadió el bienestar.

–Si todos nos ponemos a soplar, sólo vamos a conseguir avivar el fuego –susurró mi vecino–. ¿No le parece?

“Si el avión empieza a caer en picada –explicaba la voz y escenificaba la azafata–, una vez en tierra llame desde el primer teléfono público al aeropuerto y avise, ya que está prohibido usar teléfonos celulares, que podrían interferir con los instrumentos del avión.” “Si usted ve que se desprende un ala, mire para el otro lado y se tranquilizará.” “En el avión viaja un sacerdote especializado. Puede consultarlo en cualquier momento.” Mi vecino se desmayó. Lo miré con desprecio, y me recliné, sintiendo a mi alrededor la protección de sistemas de seguridad infalibles, que no merecen la categoría 2. Pero algo me impedía dormitar. Igual no me importaba. Al fin y al cabo tenía mi almohadita.

(Publicada el 1° de octubre de 2003)

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