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Detrás de oscuramente fuerte

 Por Antonio Dal Masetto

–Había una vez –dice la narradora de historias de mi infancia, mientras nosotros sentados en el piso alrededor nos arrimamos un poco más al fuego y nos preparamos a escuchar.

–Una vez –dice el eco de la alta y gran habitación sólo alumbrada por el resplandor de las llamas del hogar.

–Había una vez un nadador –sigue la narradora.

–Un nadador –repite el eco.

–Avanzaba por un río de montaña, a favor de la corriente. perseguía un pez rojo. No tenía en la vida otra actividad que ésa: nadar. Y ningún otro objetivo que la caza de aquel pez.

–La caza de aquel pez.

–El nadador era un ser altivo y solitario.

–Altivo y solitario.

–Avanzaba a grandes brazadas, firmes y regulares. No era buena época para nadar, comienzos de primavera, las aguas estaban heladas. De vez en cuando hundía la cabeza y atisbaba a través de la corriente. El pez huía allá adelante, lejos y rápido. Tenía un intenso color rojo que lo hacía visible aun en la espuma.

–Aun en la espuma.

–Aparentemente no había muchas posibilidades de alcanzarlo y el esfuerzo podría haber parecido inútil. Pero el nadador, aunque no pensara en ello, sabía instintivamente que hay un tiempo para la persecución y otro para la captura. Por ahora lo único que podía hacer era mantenerse en el centro de la corriente. Lo guiaba una certeza: algún día, alguna noche, todo cambiaría y algo nuevo debería ocurrir.

–Algo nuevo debería ocurrir.

–De vez en cuando se sumergía y volvía a indagar más allá de los remolinos. Y si en algún momento no lograba ver al pez rojo, se esforzaba por imaginarlo, trataba de que nada penetrara en su mente que no fuese aquella imagen.

–Que no fuese aquella imagen.

–Oscureció y siguió su carrera bajo las estrellas. Amaneció, volvió a oscurecer y así durante muchos días. Pero la mayor dificultad para el nadador era la cercanía de la tierra.

–La cercanía de la tierra.

–Debía apelar a toda su capacidad y concentración para evitar la costa que se le venía encima en cada curva. Sabía que si la tocaba estaría perdido, su voluntad flaquearía, se quedaría allí, elegiría la comodidad y el sueño, la imagen que había estado persiguiendo desaparecería, él mismo dejaría de sentir interés por el pez y olvidaría poco a poco la razón que lo había mantenido en el agua y nadando durante tanto tiempo.

–Durante tanto tiempo.

–Y había momentos en que las orillas ofrecían un aspecto realmente inocente y seductor. Para no sucumbir, el nadador se repetía que cuanto estuviese más allá del río era su enemigo, que no se tenía más que a sí mismo, su voluntad y su obstinación. Por lo tanto, buscaba siempre el centro y la turbulencia.

–El centro y la turbulencia.

–La corriente era su único refugio. Pero a diferencia de otros refugios, de los muchos que poblaban el mundo, el suyo no le permitía descanso, le exigía una actividad permanente, ingrata y agotadora. Y así seguía braceando, se sumergía y volvía a emerger.

–Veía desfilar paisajes cambiantes, casas aisladas, pueblos, días serenos, noches amplias y tranquilas. El seguía.

–Seguía.

–A veces, una figura detenida en la orilla o en la mitad de un puente parecía saludarlo o invitarlo a detenerse. Fue pasando el tiempo, fueron pasando las estaciones. Verano, otoño, invierno, nuevamente la primavera. Aquel era un río que recorría toda la Tierra y ese viaje podía no haber terminado nunca.

–Nunca.

–Sin embargo, un día la correntada disminuyó de intensidad, las márgenes se alejaron y el nadador desembocó en un remanso de agua transparente.

–Agua transparente.

–En el centro, en el fondo, quieto, luminoso, entregado, el pez rojo lo estaba esperando.

–Estaba esperando.

(Publicada el 13 de noviembre de 1990)

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