ESPECIALES

Con el cuerpo en el pasado

 Por Tomás Eloy Martínez

Cada vez más le cuesta al ser humano imaginar el pasado como verdad. Se supone que el pasado es fábula sólo porque le sucedió a otros, y así se convierte en algo ajeno, en un relato que no se puede repetir. Para la imaginación del hombre, el pasado es como el hermano mellizo de las novelas: suscita la misma incredulidad, la misma condescendencia y, en el fondo, el mismo desinterés.

Para conjurar ese escepticismo, la historia opuso una astucia ejemplar: en vez de consignar sólo “las gestas de los reyes” –como en Herodoto, en la Biblia o en los cercanos mamotretos de Arnold Toynbee y del matrimonio Durant–, en vez de leer el pasado como una ciencia exacta, a la manera de los positivistas, se propuso escribir las vidas anónimas silenciadas hasta entonces, la realidad oscurecida por la memoria, las pasiones de todos los días. El hombre siempre es el mismo. Hace el amor, cocina, se viste, se entretiene, sueña y muere de una manera semejante. Lo que cambia es el contexto donde esas historias suceden: el conjunto de valores al que se da el nombre de cultura. A partir del detalle se entiende ahora la totalidad y no a la inversa, como antes. En menos de viente años, esa nueva manera de ver el pasado ha producido algunas obras maestras: Ciudadanos, la crónica de la Revolución Francesa escrita por Simón Schamma; El queso y los gusanos, de Carlos Ginzburg, que narra el proceso seguido por el Santo Oficio a un molinero italiano del siglo XVI; La gran matanza de gatos, de Robert Darnton, que recrea el mundo de la Ilustración, a mediados del siglo XVIII. A la lista hay que añadir, por supuesto la Historia de la vida privada, la Historia de las mujeres y el impresionante estudio de Philippe Ariès sobre la muerte, aunque eso no sea todo.

Hace poco leí en The Washington Post una encuesta que la organización Ropper llevó adelante, durante seis meses, entre estudiantes de colegios secundarios y adultos interrogados al azar en catorce ciudades de Estados Unidos. El tema era el holocausto de judíos, gitanos y disidentes políticos en los campos nazis de exterminio. ¿Qué se sabía de todo eso? ¿Hasta qué punto el abrumador número de películas, documentos, confesiones públicas, libros y reportajes había dejado alguna marca en la memoria de la gente: una estría en la lisura de la historia? El resultado fue sorprendente: 20 por ciento de los estudiantes y 22 por ciento de los adultos cree que el Holocausto nunca sucedió; más de la mitad supone que es una mentira judía.

Negar esa verdad aluvional no es algo nuevo. En 1947, un francés llamado Paul Bardèche dijo que las cámaras de gas no se habían usado para asesinar a los prisioneros sino para desinfectar ropas, y que todas las evidencias del exterminio, incluyendo las fotografías, habían sido falsificadas. Los judíos que murieron eran enemigos del Estado alemán, escribió Bardèche, y sus ejecuciones fueron un acto de justicia.

A mediados de abril se abrió en Washington un Museo del Holocausto, en la esquina de la Calle 14 y la avenida Independencia. A pocos pasos está el Museo de Grabados e Impresiones, donde se puede asistir al nacimiento de los dólares flamantes. Hacia el norte se yerguen el obelisco erigido en memoria de George Washington y el imponente castillo del Smithsonian. Pero el Museo del Holocausto no parece pertenecer a esa parte de la ciudad. No parece pertenecer a ninguno de los órdenes que el hombre común y corriente podría reconocer: es la invocación –y a la vez el conjuro– del Mal absoluto, el inventario de lo mejor y de lo peor de la especie humana.

¿Con qué palabras referir una experiencia que no se parece a ninguna otra: la experiencia de estar allí, entre las memorias vivas del Mal? En el Infierno del Dante hay un solo camino; se puede seguir el mapa: del círculo de los hipócritas al de los ladrones y corruptos, del círculo de los traidores a la boca de Satanás. En el Museo del Holocausto, en cambio, el Mal es como un laberinto: toda línea del horror lleva a otra y a otra más, pero no hay una sola línea sino quinientas o tal vez mil, el espectro completo de la perversidad humana.

Entré al museo el sábado por la mañana, a eso de las diez. El edificio recuerda vagamente a un presidio: muros grises, panópticos, enormes tuercas y remaches en las junturas de las paredes. Cada visitante puede tomar, si quiere, una tarjeta con la historia de una víctima y seguir el itinerario completo de su destino. Puede avanzar por la vida de, por ejemplo, Toivi Bratt, un polaco de Izbica (el personaje que elegí), desde el momento en que cierra la licorería donde trabaja, el 3 de septiembre de 1939, hasta que salva la vida por milagro en el campo de Sobibor, donde en 1943 es internado como esclavo. O puede también descender desde el cuarto piso del museo hasta el primero, estremeciéndose ante los sucesivos relámpagos de odio que le alumbrarán la travesía.

En el cuarto piso hay infinitas cámaras de televisión, cada una de las cuales cuenta una parte diversa de la historia: la llegada de Hitler al poder, la Noche de los Cristales, la quema de libros, las leyes antijudías, la gloria de los Juegos Olímpicos en Berlín 1936, la felicidad doméstica de Goebbels, los tics de Himmler, el casamiento de Goering. Los televisores tienen voces, y el espectador puede desplazarse hacia unas cabinas cercanas para escuchar los ecos que dejó esa voz, las desgracias que sembró, las señales de alarma que se le opusieron en el camino.

Vi, en un salón del fondo, el infinito desfile de los exiliados: la noche en que Freud se marchó de Viena; el amanecer en que Thomas Mann, anclado en Zurich, recibió la advertencia de no regresar; los barcos de Schönberg, de Adorno, de Brecht, de Fritz Lang y la agonía de Walter Benjamin en la frontera de Francia. Junto a cada documento está la historia de cómo fue rastreado y los nombres de quienes lo obtuvieron. No hay dudas: es la verdad. ¿Pero qué es la verdad? ¿Es lo que sucedió o sólo lo que se cree que sucedió?

Más allá hay, en el museo, puentes opresivos sobre el vacío, rampas que van descendiendo hacia los otros pisos. De pronto, el caminante se interna en habitaciones que narran la breve vida feliz de los judíos en Galitzia, en Wannsee donde se concertó, en enero de 1942, “la solución final”. O ve sobre su cabeza la atroz arcada de Auschwitz, Arbeit Macht Freid, El Trabajo Libera. O, al desviarse de ruta, entra por error en uno de los vagones que, bajo las nieves polacas, llevaba a los desdichados al tormento. En los fosos de las galerías yacen ruinas de zapatos, de valijas, de muñecas atormentadas, de míseros juguetes abandonados ante las puertas de los hornos. Todo ese pasado era conocido, pero hay una diferencia sustancial entre haberlo leído y estar adentro de él, repitiéndolo.

La última estación del Via Crucis es también la más conmovedora. En la planta baja se extiende un inmenso campo de mármol, cercado por una orla de velas. Algunas han sido encendidas para señalar el nombre en la interminable lista de los caídos. Otras siguen intactas, a la espera. De pronto, en el vacío, se oyen voces. De las pequeñas bocas del sonido brotan historias: “Llegué a Dachau un día de primavera”, “Cuando me separaron de mi madre, en Buchenwald...”. Y así, una vez y otra: el coro sin sosiego.

A la salida del museo, en la Calle 14, el viento traía y llevaba la hojarasca dejada el día anterior por una manifestación neonazi: El Holocausto es la mentira del siglo, leí en una de las hojas. Y en otras dos: La víctima fue Hitler / Conozca la verdad. Vuelva a leer “Mi lucha”. Tuve la sensación (o la esperanza) de que las anónimas vocecitas del museo eran más fuertes que los truenos de la realidad. Sin el sufrimiento reflejado por esas voces tal vez las pesadillas volverían a ser posibles, y el Mal sembrado hace medio siglo no parecería tan intolerable como parece, tan indigno de la condición humana.

(Publicada el 18 de julio de 1993)

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