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Argentinos, a los barcos

 Por Osvaldo Soriano

Uno de cada tres jóvenes de las grandes ciudades quiere emigrar a cualquier parte donde haya futuro, o al menos ilusión de futuro. A España, Italia, Estados Unidos. A Australia, incluso. Ninguno de ellos sabe lo que le espera allí, pero creen que cualquier cosa será mejor que seguir en este lugar inexplicable y sin destino. Esos jóvenes quisieran no ser argentinos, o mejor dicho, serlo –esa fatalidad es insoslayable–, pero sin asumir las consecuencias.

Nadie sabe cómo se ha llegado a esta encrucijada, pero tampoco interesa. Alguien –los padres, la maestra, los políticos– les ha contado que este suelo es rico, que hay gente inteligente, que la democracia cura y da de comer, pero hay algo que falla y Dios no está con nosotros. ¿Acaso alguna vez el Señor nos tuvo simpatía? Si se juzga por el lugar que eligió para hacer el agujero de ozono se diría que no.

Una amiga judía me contó una historia de familia: Moisés, su abuelo, esperaba en la Ucrania de 1890 noticias de su hermano inmigrante. Al fin, le llegó una carta: era hermosa América, próspera y desierta. Todo estaba por hacerse y valía la pena cruzar el océano. Moisés fue hasta el puerto, pidió un pasaje a América, que creía una sola, y enseguida lo pusieron en un barco. Cuando llegó a Buenos Aires no encontró a su hermano, que vivía en Nueva York, pero cayó en medio de la revolución del Parque y cuando quiso explicarse en su dialecto lo metieron preso por anarquista. Ahora sus bisnietos maldicen el despiste de aquel hombre y quieren también ellos partir, pero esta vez sin equivocar el destino.

Una encuesta reciente, realizada por la Municipalidad de Buenos Aires entre jóvenes de hasta 30 años, analizada en este diario por José María Pasquini Durán el 25 de septiembre, revela, entre otras cosas, que sólo el 7,7 por ciento tiene prioridad por “mantener viva la esperanza” y el 28 por ciento no tiene “expectativas de futuro ni de progreso”. El 58 por ciento opina que “lo mejor es gozar el presente” y el 73 por ciento afirma que la gente tiene “motivos de qué quejarse”. El 81 por ciento de los encuestados juzga con severidad al gobierno radical, aunque sólo el 48 por ciento dice que Raúl Alfonsín es un mal presidente. Por fin, el 86 por ciento manifiesta que no tiene ningún interés en participar en política y, a la hora de fijar prioridades, sólo el 5 por ciento cree que la mejor forma de gobierno pueda ser “un sistema verdadero, justo y democrático”. Nada más que el 3 por ciento de los encuestados atribuye importancia a “servir a la comunidad”, apenas el 4 por ciento a “manifestar solidaridad con los otros” y el 5 por ciento a “buscar la igualdad entre todos”.

A las puertas del siglo XXI, ¿habrá un nuevo éxodo al mundo desarrollado? Tal vez no, porque casi todas las embajadas del Norte han advertido a sus gobiernos del peligro argentino: ya casi no se otorgan visas de entrada, pero uno de cada tres criollos tiene sangre italiana o española y en ese pasaporte radica su última esperanza de eludir el destino sudamericano.

España es el lugar anhelado. Más inaccesible y lejana se torna, más deseable es para esos jóvenes que llevan en el alma –sin saberlo tal vez– el ansia peregrina de Carlos Gardel.

Francia es interesante y prestigiosa, pero hay que aprender el idioma. Con los italianos es posible entenderse, pero tienen las mismas mañas que nosotros y es difícil sorprenderlos. Además casi no hay bares donde leer el diario y charlar con los amigos. En Australia la gente se acuesta muy temprano, habla inglés y tarde o temprano uno puede tener un disgusto porque allá la gente cree que las Malvinas son británicas.

Dicen que Madrid está reluciente y Barcelona, señorial. A uno le traen el dinero a casa, le mandan la tarjeta de crédito por correo y se puede comprar los diarios de Buenos Aires en cualquier kiosco. Incluso ver alguna película nacional de tanto en tanto, cuando la nostalgia salta a la garganta. ¿Que nos llaman sudacas? Bueno, algún precio hay que pagar; por siglos los hemos llamado gallegos a todos ellos. Felipe González es elegante y pasa por socialista. También Adolfo Suárez es buen mozo. ¡Compárelos con la cara de Menem, o el jopo de Angeloz! Hay deuda externa, pero eso no le inquieta a nadie porque otros, más desgraciados, pagarán por ellos.

El año de gracia de 1992 será una fiesta con los festejos del Descubrimiento, la Feria de Sevilla, las Olimpíadas de Barcelona, la consagración de Madrid como capital cultural de Europa y la apertura del gigantesco Mercado Común. Además, se sabe que a un argentino sólo le va mal en su propio país. Así que la cola en el consulado de España –y también en el de Estados Unidos– es tan larga como en las ventanillas del hipódromo.

Un joven que ha obtenido su pasaporte italiano me dice que dentro de diez años, donde hoy está la Argentina habrá un inmenso agujero negro que los chilenos mirarán con curiosidad desde la Cordillera de los Andes y los uruguayos desde el otro lado del Río de la Plata. Sólo un agujero sin fondo que servirá para arrojar los residuos nucleares de las grandes potencias. Entonces los últimos argentinos, soberbios e irrepetibles, estarán en alguna otra parte del mundo, haciendo patria.

(Publicada el 30 de octubre de 2000)

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