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Zapata vuelve a México D. F.

 Por Manuel Vázquez Montalbán

¡Viva Zapata!, de Elia Kazan, termina con Marlon Brando muertísimo en el centro de una plaza mexicana, pero su caballo ha escapado y un viejo campesino proclama: No. No lo han matado. Un día Zapata volverá. Como si se cumpliera la promesa, el domingo 11 de marzo de 2001 los neozapatistas vuelven a ocupar la capital, esta vez sin armas y la plaza mayor de toda América latina, el Zócalo, se llena con 250.000 simpatizantes autoconvocados a pesar del bloqueo informativo de las televisiones más poderosas. No retransmitieron en directo un hecho que puede modificar la Historia de México, han estado negando el pan y la sal a los neozapatistas y finalmente no han resistido la tentación de ni siquiera tenerlos en cuenta como mercancía informativa.

Los hechos ocurridos en el Zócalo ya no son noticia; culminan los tiempos para la lírica y comienzan los tiempos para la política. En su residencia, en un edificio de la ciudad universitaria, los comandantes zapatistas nos reciben a una delegación de intelectuales mexicanos y extranjeros (Monsiváis, González Casanovas, Montemayor, Elena Poniatowska, una auténtica vanguardia de la inteligencia aborigen y Alain Touraine, José Saramago, Bernard Cassin y un servidor, como representantes de la extranjería). Acompañamos a Marcos y sus comandantes a un encuentro con los ciudadanos de México en la Villa Olímpica y el Subcomandante, desde la experiencia de los chorizos que le llevé cuando estaba escribiendo Marcos: el señor de los espejos me pregunta si le he traído los embutidos catalanes que me pedía en su carta de invitación. No está Europa para exportar carnes sospechosas y así se lo digo. No quisiera actuar como una quinta columna dentro del zapatismo transmitiendo la fiebre aftosa a los guerrilleros desarmados que esperan en la capital a que los señores legisladores aprueben nuevas leyes sobre los indígenas que pueden cambiar la historia de la relación entre los supervivientes de la conquista española y de la explotación criolla y la democracia mexicana. Los indígenas, más de diez millones, reclaman ser ciento por ciento mexicanos y lo hacen a comienzos del siglo XXI. No es tan fácil. Los proyectos expansionistas del capitalismo mexicano e internacional apuntan hacia las tierras ocupadas por estos mexicanos marginados y prometen arrasar bosques y hacer brotar pozos de petróleo, destruyendo la cosmogonía aborigen e incorporándolos a la modernidad en las más frágiles situaciones.

El acto de confraternización intelectuales-guerrilleros desarmados es la última actividad simbólica a la que van a entregarse los neozapatistas antes de entrar a negociar con el poder, vamos a llamarle blanco, desde una posición de relativa fuerza. Contra la opinión divulgada de que la marcha estuvo pactada entre el gobierno y los comandantes guerrilleros, los mandos zapatistas me confirman que se pusieron en marcha sin pedir permiso y el gobierno no tuvo otro recurso que ponerle una guardia motorizada que le abriera camino. No fue eso todo. Uno de los jefes de la policía motorizada que vigilaba la caravana guerrillera proclamó su satisfacción, su orgullo por proteger a tan preclara gente, aunque aceptaba, racionalista al fin, que tal vez un año antes no habría tenido más remedio que detener a todos los zapatistas. En torno de esa marcha, pude comprobarlo, el comportamiento de la policía es exquisito, como si estuvieran haciendo propaganda turística, y es que el presidente Fox era consciente de que cualquier incidente grave ponía en marcha mecanismos represivos que sobre todo dañaban la imagen gubernamental.

Tras las intervenciones de los intelectuales y de representantes indígenas, como los comandantes Tacho o David, Marcos toma la palabra y pronuncia una bellísima homilía en la que utiliza como ángeles literarios mentores a Jorge Luis Borges y al poeta Coleridge, bien convocados para preguntarse, preguntarnos, preguntar al gobierno mexicano: ¿Y ahora qué? La composición de la mesa tiene un mensaje de fondo. La derecha ha convertido la presencia de cooperantes e intelectuales extranjeros en un motivo para acusar a los zapatistas de extranjerizar un pleito mexicano. La mirada extranjera les molesta porque ha contribuido a impedir que el zapatismo fuera exterminado y en cambio a esa derecha no le molesta la venta progresiva de los patrimonios económicos mexicanos al capitalismo globalizador. Se escandalizan porque los monos blancos italianos han impuesto con cierta rigidez la ordenación de la larga marcha desde San Cristóbal de las Casas a México D. F., pero no les indigna la pérdida de soberanía económica, cultural, política estratégica.

No saben qué hacer con los zapatistas acampados en la capital, vigilantes de sus demandas, como aquel cerdo de Alexis el Griego, de Kazanzakis, que penetra en el comedor a vigilar qué están haciendo con sus testículos guisados. ¿Y ahora qué?, se preguntaba Marcos con la ayuda de Borges y Coleridge en una pequeña muy buena pieza literaria que hizo entornar los ojos de los indígenas presentes. Como si se ensimismaran.

(Publicada el 15 de marzo de 2001)

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